Por Rafael Poch-de-Feliu
La guerra de Ucrania escala hacia la posibilidad de una especie de tercera guerra mundial. Y eso en tiempos de antropoceno, de cambio global inducido por el hombre, que precisa, para ser revertido, de una nueva mentalidad y una intensa integración y cooperación internacional entre grandes potencias. Estamos ante la mayor estupidez de la historia y es un escándalo histórico que en Europa, continente reincidente en esta materia, aún no haya signos de un movimiento popular por la paz.
Debería de haberlo. Un movimiento amplio, que, más allá de las diferencias sobre el reparto de responsabilidades en este conflicto entre grandes potencias por país interpuesto, proclamara que el enemigo es la guerra. Al mismo tiempo, en las instituciones europeas, independientemente de su sesgo neoliberal y oligárquico, se debería recordar aquel sentido común que el presidente Kennedy expresaba en junio de 1963, hace exactamente sesenta años, desde el mismo corazón del imperio:
“Defendiendo nuestros propios intereses vitales, las potencias nucleares deben evitar, sobre todo, aquellos enfrentamientos que llevan a un adversario a elegir entre una retirada humillante o una guerra nuclear. Adoptar ese tipo de curso en la era nuclear sería solo evidencia de la bancarrota de nuestra política, o de un deseo colectivo de muerte para el mundo”.
En lugar de eso los políticos europeos, no ya los traumatizados bálticos, los delirantes polacos y los europeos del Este en general, con la excepción de Hungría, correas de transmisión de Estados Unidos en el continente, sino los alemanes y franceses, los nórdicos, los belgas, y detrás de ellos los mediterráneos seguidistas, no dejan de echar leña a este fuego insensato. No es una mera cuestión de “ciclo político”, remediable con un cambio electoral, sino que es algo mucho más profundo que obliga a interrogarse y a repasar con detalle todo lo que ha ocurrido en Europa en los últimos treinta años.
En ese examen, por supuesto, se deberá incluir la ciega desorientación de toda esa “izquierda de derechas” que apoya el envío de armas a Ucrania. Que esa sea la posición oficial de Yolanda Díaz puede ser anecdótico en el contexto europeo –dado el seguidismo de nuestra política exterior en Bruselas–, pero no lo es en Alemania, un país central en la definición de la ruta a seguir. Allí, la línea de la política exterior no la marca el timorato canciller Scholz, sino la incalificable ministra del Partido Verde, Annalena Baerbock, partidaria de “arruinar” a una potencia nuclear. Y a nivel de la OTAN y su Unión Europea subsidiaria, quienes más peso tienen en el plano de las ideas y las decisiones son los bálticos y los polacos.
¿Qué ha pasado estos treinta años para que el conjunto de Europa haya llegado hasta aquí? Ahí queda la pregunta, pero seamos conscientes de que lo que hace sesenta años, cuando la cita de Kennedy, conocíamos como “civilización europea” –de la que la cultura norteamericana era filial–, hoy es algo subsidiario de una “civilización americana” que ha impuesto, tras décadas de penetración “cultural”, una nueva mentalidad en el viejo continente, hasta hacerse más dominante e influyente que nunca. Es curioso, pero es un hecho que el dominio “cultural” de Estados Unidos en Europa se ha multiplicado paralelamente al proceso de declive de su peso específico en el mundo. La mentalidad “gringa”, con sus guerras imperialistas revestidas de combates por la libertad y los derechos humanos, contra la dictadura, la autocracia y hasta por la igualdad de género (Afganistán, Irán), se ha instalado en Europa. Aquel infantilismo de guion hollywoodense con final feliz, el maniqueísmo moralizante y el periodismo que designa villanos, han sustituido a la racionalidad de las preguntas sobre recursos e intereses, sobre historia, tendencias de dominio y geografía, que en los años sesenta del siglo XX aún lograban hacerse oír entre la polvareda que el rebaño levantaba a su paso por la cañada.
La mentalidad “gringa”, con sus guerras imperialistas revestidas de combates por la libertad y los derechos humanos, se ha instalado en Europa
La radiografía de esta miseria europea es compleja, pero en las últimas décadas las ideas fuerza de los neocon de Estados Unidos que guían la política exterior occidental fueron externalizadas hacia organizaciones no gubernamentales, medios de comunicación y laboratorios de ideas, que llevan la impronta gringa grabada en su constitución. El marco general del fenómeno no es, por tanto, un exceso sino más bien un defecto de Estado, consecuencia de una especie de privatización de los Estados y los gobiernos. El resultado son poderes públicos y gobiernos impotentes, aún más dependientes de las oligarquías empresariales privadas y con menos capacidad de defensa de intereses “públicos”, por más que estos siempre estuvieran determinados por los privilegios de los de arriba.
Resultado, por un lado, y sobre todo, de treinta años de provocación y extensión de la OTAN, de acuerdo con la prioridad de mantener la hegemonía político-militar estadounidense en Europa tras el fin de la Guerra Fría y, por el otro, del ilusorio deseo de la élite rusa de integrarse en pie de igualdad en el capitalismo dominado por Occidente –que en el Moscú de los noventa llamaban “civilización”–, la guerra de Ucrania evoluciona, decíamos, hacia una suerte de tercera guerra mundial. Aumenta la posibilidad de una intervención militar directa de tropas de la OTAN y de una mayor implicación de China, con posibles extensiones en Asia Oriental. Es importante recordar el proceso para comprender lo que está por venir.
Contando desde el principio con la plena colaboración de los oídos y los ojos de la OTAN sobre el terreno de batalla, y con ocho años de formación y financiación de su ejército a sus espaldas, la ayuda al gobierno de Kiev se planteó, a partir de febrero de 2022, en forma de suministro de “armas defensivas” para detener la “no provocada agresión rusa”, que fue, efectivamente, una agresión en toda regla, pero ciertamente provocada e inducida. Ir más allá era “arriesgarse a una tercera guerra mundial”, dijo en marzo el presidente Biden. El fracaso de la inicial invasión suave rusa, lo que el Kremlin bautizó como “Operación militar especial”, una estrategia contenida que buscaba un desmoronamiento del régimen ucraniano, provocó una mayor implicación occidental ante la demostrada debilidad rusa y abrió la puerta al paulatino suministro de material pesado, blindados, artillería, munición, recursos de defensa antiaérea, viejos aviones de fabricación soviética de los países del Este, y, finalmente, los anunciados y no tan vetustos aviones F-16.
Las sanciones económicas contra Moscú, que fueron una “declaración de guerra” en toda regla, en palabras de la esperpéntica presidenta de la Comisión, Ursula Von der Leyen, o del ministro de Economía francés, Bruno Leclerc; los atentados personales en ciudades rusas como Moscú, San Petersburgo o Nizhni Novgorod, en la mejor tradición “terrorista” de la OTAN, o contra los “colaboracionistas”, es decir ucranianos prorrusos, en las zonas ocupadas de Ucrania; las incursiones militares en territorio ruso a cargo de mercenarios ultras financiados por Occidente, con el objetivo de despertar un foco de guerra civil en Rusia, o los ataques contra dos bases de la aviación estratégica rusa, e incluso contra el Kremlin, todo ello razonablemente impensable sin la cooperación / dirección de potencias occidentales; las decenas de miles de millones en armas y ayuda financiera al Estado ucraniano; todo eso, ha resultado insuficiente para impedir la derrota militar ucraniana, tal como sugiere, por lo menos de momento, el fracaso de la postergada contraofensiva ucraniana.
En julio de 2022, el presidente Zelenski anunció el objetivo de “un ejército de un millón de hombres”. Llegaron a ser 700.000 y hoy son 400.000. La diferencia ha huido, desertado o ha sido aniquilada, mientras Rusia se ha ido reorganizando, con mayor o menor fortuna, y configurando una clara superioridad numérica, artillera, aérea, con su industria de guerra funcionando a todo vapor.
Con centenares de asesores y soldados occidentales combatiendo en las filas del ejército ucraniano, entre ellos varios miles de polacos, y entre imágenes de tanques Leopard alemanes, blindados Bradley americanos en llamas en el campo de batalla, así como informes de baterías Patriot fuera de uso por el fuego ruso, la perspectiva que abre ahora una eventual fiasco de la contraofensiva ucraniana es la de un escalón más en el esfuerzo para derrotar a Rusia: “La posibilidad de que Polonia se implique aún más a un nivel nacional y que sea seguida por los países bálticos, incluido con tropas en el terreno”, ha dicho en junio el ex secretario general de la OTAN Anders Rasmussen, que habla de una “coalition of the willing”. Si esa nueva fase tampoco resultara, la lógica de escalada dicta una intervención militar, directa y oficial, de tropas de la OTAN, como la que sugieren las maniobras “Air Defender 23”, las mayores de la historia de la OTAN, que recrean tal guerra desde el Mar Báltico hasta el Mar Negro.
Una mayor presión militar occidental contra Rusia incrementará no sólo la propia acción militar rusa, con una ampliación de la ocupación hasta la frontera rumana que privará por completo a Ucrania de salida al mar, si se dieran las condiciones y los actuales inquilinos el Kremlin siguen aguantando, sino también una mayor implicación industrial-militar china hacia Rusia, mientras en Asia Oriental se prepara el segundo frente. La espiral belicista está servida.
Por Rafael Poch-de-Feliu
(Barcelona) fue corresponsal de La Vanguardia en Moscú, Pekín y Berlín. Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS, sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un ensayo colectivo sobre la Alemania de la eurocrisis.
(*) Prólogo al libro La guerra es la salud del Estado, Ediciones El Salmón.
Columna publicada originalmente el 13 de junio de 2023 en Ctxt.
Imagen: Traducción al inglés de una viñeta publicada en 1953 en la revista soviética Krokodil en referencia a Estados Unidos.