Vi el documental Villa Olímpica del director Sebastián Kohan Esquenazi hace ya un tiempo, con mi autocompromiso de redactar una reseña crítica. El documental se ha podido ver en festivales y muestras en diversas ciudades del mundo con favorables críticas y recepción del público presente en sala. Villa Olímpica documenta la vida y memoria del exilio de familias del Cono Sur sudamericano en el barrio con ese nombre en la Ciudad de México durante las décadas de los años 70 y 80 del siglo pasado. Quienes relatan son los niños y las niñas que fueron en dichas familias. Personas adultas ahora, relatan sus vivencias de niños/as en un lugar de exilio que se fue haciendo su hogar, su barrio, su cultura específica y sin espoilear nada porque se plantea desde el inicio, cómo fue que el retorno de sus mayores fue el exilio de esos/as pequeños/as.
No pude, hasta ahora, cumplir mi autocompromiso de hacer una reseña porque no pude, hasta ahora, encontrar las palabras acertadas al efecto que el documental dejó en mí. En su momento me abrumó una incomodidad y una pena que hacían triste y agotador el escribir, siquiera pensar, en el documental. No podía entender las razones de dicha tristeza y agotamiento, distinta y superior a las que puede provocar cualquier descripción cultural de hechos trágicos para la humanidad, como son las vivencias de dictaduras y exilios. Y no es que Villa Olímpica sea un documental trágico, que busque la complicidad del llanto. Al contrario, la niñez luminosa se muestra alegre, divertida y genial, como es en todas partes cuando se le deja ser. Es un documental que se ve bien, que trata bien a quien lo mira. Algo, había alguna razón para estos efectos particulares que yo estaba sintiendo y que me impedían la escritura.
Esa razón creo es una de las cualidades de la película: el realmente dejar hablar al niño, a la niña interior de las personas entrevistadas para realizar el documental, para contar la historia de la Villa Olímpica, de Ciudad de México, del exilio. Niñas, niños, que en ese exilio se hicieron villaolimpiquenses primero y chilangas después. A esas experiencias se les dejó salir mediante el recurso, nada habitual, de dejar hablar a nuestra infancia sin trabas ni censurar por las políticas personales y sociales que dan forma a nuestras memorias.
Esas niñas y esos niños en el documental hablaban, contaban, expresaban sus alegrías, descubrimientos, certezas, solidaridades con los adultos que les acompañaban en ese transitar la vida, su cotidiano ordinario y extraordinario, todo lo que se puede mostrar en la duración de un documental. Se les dejó hablar y se dejaron hablar, haciendo de una honesta y maravillada sinceridad la marca del documental. Y eso, para un espectador sensible puede ser doloroso. Y para generaciones que hayan vivido dictaduras, exilios y retornos, más aún, puesto que a la dictadura y exilios forzosos por las circunstancias políticas del momento existió también la dictadura y el exilio de las niñeces que vivieron esos momentos.
Los recuerdos que sobreviven entre los ahora adultos que vivieron la dictadura en Chile, ese triple exilio interno que vivió la infancia en Chile con los colegios y liceos bajo ocupación militar, el adoctrinamiento escolar militar de héroes, guerras, himnos y desfiles; el silencio como forma impuesta de sociabilización en calles, micros y ferias, la voz baja, el grito escondido, el temor a ser escuchado y a ser delatado por aquello que se escucha. Y el exilio interno familiar de una adultez decidida a no contar lo que se vivió como forma de autoprotegerse y de proteger a la generación en crecimiento. Un cofre familiar con tres cadenas con candados que ni siquiera la resistencia desembozada de los años ’80 que cantaron Los Prisioneros vino a abrir, a desmontar.
O la tumba serás y lo fuimos, al menos de las memorias infantiles que se han guardado hasta desaparecer el testimonio que encierran de lo que es vivir una dictadura, que según parece, es muy similar a vivir bajo ocupación. Deberíamos pues seguir el ejemplo de Villa Olímpica y de algún modo u otro dejar hablar a los niños y niñas que fuimos en el cotidiano dictatorial que nos tocó por mucho, mediano o corto plazo. La maravilla de esas niñeces resistentes a pesar suyo es algo que debemos redescubrir y disfrutar porque hará bien a la adulta y adulto que somos y a las crías que fuimos.
La niñez del privilegio, aquella cuyos padres hicieron el golpe y la dictadura, no me interesa: esa no ha sido silenciada porque la banalidad del privilegio siempre ha tenido altavoces. Lo que importa es quebrar la mudez de nuestra niñez obligada al silencio en una dictadura que, ocupando el Estado, fue ocupando los barrios y las casas, las escuelas y liceos con su manto que cubría bocas.
Cierto que nuestra rebeldía contra la dictadura fue una forma de romper esa cultura del silencio, pero lo ya silenciado no se recuperó puesto que siempre había cosas más urgentes que hacer. Una urgencia respecto a los 50 años hoy es dejar hablar a esa niñez de millones que vivieron en y contra la dictadura chilena de milicos y empresarios. Ver Villa Olímpica de Sebastián Kohan Esquenazi puede ser un bello aperitivo para ese dejarnos hablar.
Por Pelao Carvallo
22 de julio de 2023
En el año 50 del inicio de una dictadura que pretende pasar piola.