Divide et impera (divide y vencerás), es una frase atribuida al emperador romano Julio César. Ese término latino se traduce al inglés y dice, ‘Divide and Conquer’. Es un término militar, económico y matemático. Su definición es «un método para ganar o mantener el poder de otro”.
El gran capital, anclado desde el poder económico en el poder gubernamental, actúa en consecuencia. Dentro del progresismo mismo, la trampa se encuentra en la división.
La acepción de “progresismo” se reproduce en el consenso de catalogar a la corriente progresista como la alternativa de “izquierda”. Es entonces la forma en la que la izquierda se organiza y donde se construye la postura ideológica y programática. Quedando en el lejanísimo recuerdo los relacionamientos políticos, económicos e ideológicos de la izquierda con el socialismo o el comunismo.
Actualmente, ser de izquierda es ser progresista.
El progresismo ideológicamente se ha centrado en la pugna por la modificación legislativa y normativa de todos los marcos jurídicos que impidan, en esencia, el desarrollo a la libre personalidad. Es decir, el ejercicio pleno de las libertades individuales.
Los esquemas pasados del concepto de izquierda, fundamentalmente, residían en la priorización del interés colectivo sobre el individual. Ahora el progresismo privilegia el bienestar del individuo en función a sus propias satisfacciones psicológicas, de autopercepción y sobre ello, de percepción social. Pero, ¿están ya consumados los derechos sociales?
Hoy el progresismo se desarrolla fundamentalmente en dos causas, que sectoriales y separadas entre sí, representan la gran avanzada en cuanto a concepción de vida en libertad. El activismo o lucha feminista y lo relativo al ejercicio de los derechos y libertades de la comunidad LGBTIQ+. La libertad sexual. En este marco se desenvuelve el progresismo y todo aquel que se anteponga a las narrativas de estos dos rubros, queda automáticamente señalado como fascista.
Resultaría inverosímil hacer la crítica organizacional y programática de los movimientos sociales, de apariencia política, que coexisten en el feminismo y la comunidad de la diversidad sexual. Solamente quienes se desarrollan dentro de esas causas tienen la legitimidad progresista para abordar esas temáticas.
Nadie, con el mínimo sentido común, puede estar en contra de la protesta y construcción social de un entorno donde la violencia en contra de la mujer no sea una constante que destaque con aterradora naturalidad. De igual forma, nadie puede estar en contra de la libertad a la manifestación personal y sexual.
Quizá, la trampa está en el enfoque. En partir a la sociedad.
Ubíquennos mentalmente en la conmemoración al día del orgullo gay. Pensemos en las grandes cadenas de ropas y tiendas de conveniencia. En ese mes, semana o día, todos se pintan de arcoíris. Se ejecuta, a la par de la conmemoración, una segunda fiesta. La del marketing. La voz se alza no sólo para protestar, sino también, para mercantilizar. Se desarrolla un mercado abundante de artículos y acciones de consumo que acompañan a la fiesta de la diversidad. Celebrar es comprar, es vestirse en los códigos del consumo del arcoíris.
Las grandes marcas trasnacionales desfilan, al mismo son, que los festejos conmemorativos.
Aunado a ello, no hay una perspectiva de clase en los reclamos progresistas. El gran capital sale bien librado. No se hace un análisis de que si bien, la violencia en contra de la mujer es general, la violencia en contra de la mujer pobre es mayor. Que si la violencia en contra de los gays o la marginación social es generalizada; lo es aún más en contra del gay en situación de pobreza.
Pareciera que son causas centralizadas en las grandes ciudades del país, o las grandes ciudades del mundo. Y en las que, los grandes poderes económicos son intrascendentes. La sectorización de las luchas: feministas, por un lado; ambientalistas por otro; la diversidad sexual por otro; sólo beneficia al gran capital. Se pierde el sentido de la lucha de clases.
Sería importante también plantear un progresismo que distinga la lucha de clases, las desigualdades económicas y sociales, producto del sistema económico neoliberal. Sería interesante el desarrollo de ejercicios de activismo feminista y de la diversidad sexual, en el marco de las comunidades indígenas; de los municipios que no tienen las mínimas herramientas materiales para afrontar el día a día con dignidad.
Primero las mujeres, primero los marginados socialmente.
Pero, ante todo, primero las mujeres pobres.
La lucha es una y es por la dignidad del pueblo entero.
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Por: Jorge Hernández Aguilera
Foto: Archivo El Ciudadano
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