Entre las tácticas de dominación existentes, hay una en particular que llama mi atención: el reduccionismo.
La política no escapa de esta estrategia.
La política reducida, asociada y reproducida por los partidos políticos es la más difundida idea de lo que ésta es.
La política representa lo público, y lo público es producto de lo socio-cultural; en consecuencia, los espacios de transmisión de cultura, como las escuelas, son espacios políticos.
La sujeción ideológica generalizada del conservadurismo privilegiado ha ocultado la relación política/academia.
En una entrega pasada mencioné que la derecha conservadora detenta gran experiencia en la gestión pasiva de los aconteceres sociales, hasta entonces, sus intereses son trastocados.
El debate sobre los libros de texto gratuitos que ha elaborado el gobierno federal mexicano, y su distribución como política social y herramienta de estudio en la formación cultural, es un referente empírico de cómo el hábitat académico es político.
La preocupación radica en qué se les va a enseñar a las nuevas generaciones.
Las materias no tienen libros específicos, el contenido no fue evaluado por expertos, las páginas de Matemáticas son insuficientes, así como que el alumnado dejará de aprender sistemáticamente, son algunas de las críticas estructurales que la oposición política perpetra.
Nula ortodoxia pedagógica, un contenido con tendencia comunista sesgado ideológicamente señalan enérgicamente los escasamente informados, por decir lo menos.
Infografías erróneas, representación heterodoxa de las mayorías sociales (tipos de familia, comunidad LGBTIQ+) y la incorrecta utilización del lenguaje reprueban los académicos de ocasión.
Quiero situar la reflexión, por interés propio, en las críticas a la presentación cotidiana del uso del lenguaje que guardan los libros.
Las denostaciones manifiestan aversión por fonemas como: “pa´ llá”, “subir para arriba”, “tons´ ¿hacemos la tarea juntos?”, “dijistes” y “vinistes”; cabe destacar que estas últimas dos expresiones, de la revisión que he realizado a las versiones que he tenido en mis manos, no han sido advertidas.
La semiótica es la ciencia que estudia los signos que forman sistemas y lenguajes. De tal manera que existen semióticas visuales, olfativas, gustativas, etc. Hay, entonces, una semiótica lingüística, es decir, la construcción de lenguajes a través de grafemas (letras) y signos lingüísticos.
Desde los clásicos griegos, seguidos por Agustín de Hipona, ya se proponía al lenguaje como un fenómeno sígnico convencional y, por tanto, artificial. Esto quiere decir que el lenguaje es arbitrario en cuanto que carece de elementos “científicos” y “objetivos” que lo sustenten o justifiquen respecto de su edificación y uso.
El puritanismo lingüístico desde donde se denigra el hablar con una “s” de más al final de una palabra en pretérito, en el fondo connota clasismo y el gusto por el síndrome de Estocolmo imperceptible para quienes lo sufren (gente sometida ideológicamente que no se sabe sometida y que reproduce los patrones de dominación que sufre, garantizando así su condición de subyugación, gustosamente).
Explico…
Los argumentos en contra se asientan en la reproductibilidad de las reglas lingüísticas que la Real Academia Española ha impuesto, dejando a su arbitrio la forma lingüística de expresión que tienen los distintos contextos hispanohablantes. De suerte tal que, siguiendo estas reglas, sería un sacrilegio la agudeza literaria argentina acentuando vocablos como “pará” o vení.
Una de las más eficaces técnicas de dominación es el control del lenguaje. Ya decía Bourdieu que el problema de los oprimidos es que siguen pensando con las categorías conceptuales de sus opresores; y el pensar se hace mediante una lingüística gramatical, en secuela, la utilización de la gramática condiciona el pensamiento. Para salir de ese esquema de dominación es necesario, entonces, irrumpir la ortodoxia lingüística impuesta para ir construyendo gramáticas emancipatorias que nos permitan pensar desde nuestros sentires y saberes.
La semiótica lingüística se puede estudiar a través de tres aproximaciones: la sintáctica (relación entre signos lingüísticos), la semántica (relación entre el signo lingüístico y su referencia) y la pragmática (relación del signo lingüístico y su intérprete).
No existen parámetros científicos que determinen la existencia de formas correctas de hablar o decir las palabras. La trampa se halla en la confusión dolosa que se construye a su alrededor.
Afirmar que no existen estándares científicos que otorguen validez al cómo se dicen/escriben las palabras no quiere decir que podamos estructurar enunciados de miles de formas, como en una oración en presente descriptivo anteponiendo el predicado al sujeto y al verbo (jugando béisbol Jorge está).
Claramente, la relación de las palabras en este enunciado es incorrecta en relación con las reglas del sistema lingüístico del español. Estas reglas de relacionamiento entre las palabras están a cargo de la ya mencionada sintáctica, y ésta como parte del estudio de las ciencias formales (como las matemáticas), cuentan con un modelo de referencia que determina su buen o mal uso (2+2 siempre será 4 bajo las pautas de la aritmética). Recordemos aquí, que los valores matemáticos también resultan arbitrarios en cuanto su representación gráfica y fonema.
Viéndolo desde esta arista, desde luego que la lingüística puede abordarse científicamente, el problema se da cuando este argumento cientificista se intenta extrapolar a la semántica y a la pragmática.
¿Cómo determinar científicamente que la palabra árbol es el signo lingüístico de una materialidad de madera, hojas y ramas (semántica)? ¿cómo justificar científicamente que, para mí, como interprete y emisor de la lengua, entiendo la palabra árbol asociada a la materialidad orgánica descrita en la interrogante anterior (pragmática)?
Esas determinaciones y justificaciones no son científicas sino consensuales (sociales, convencionales, pues).
Las palabras en cuanto a conceptos, signos y significantes se apropian de cargas ideológicas impuestas por los creadores de la lengua, y esa carga ideológica, como herramienta de dominación tiende a ser “naturalizada”, con el fin de evitar la posibilidad innovadora de su uso en diversos contextos sociales.
Defender el uso ortodoxo (el de la Real Academia de la Lengua Española) de la lengua, refleja en el mejor de los casos adoctrinamiento e inflexibilidad; en el peor de ellos, irradia clasismo y racismo.
Pensemos críticamente en ello.
Quizá, sólo quizá, si la vida, el tiempo y las circunstancias nos lo permiten, en la próxima entrega conversemos sobre algún otro tópico de las críticas hacia los libros de texto.
Foto: Archivo El Ciudadano
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