La política del terror en zonas rurales de Chile
En medio del horror vivenciado durante los 17 años de dictadura cívico militar, lo acontecido en el mundo rural busca empinarse sobre las brumas de 50 años. En decenas de localidades rurales de Chile, los meses posteriores al golpe de Estado tuvieron componentes tan desgarradores como la expresa intención de las patrullas de civiles y militares de ir a la caza de campesinos jóvenes, miembros de organizaciones de predios reformados y también de grupos familiares.
Ver también / «Muerte» y «Violaciones a los DDHH» son los dos conceptos que más relacionan los chilenos al golpe de Estado, según Criteria
Parte importante de las víctimas del mundo rural corresponden a cerca de 30 grupos de parientes, cada uno de entre dos y seis personas, cuyo exterminio habla del propósito de instalar el terror en la sociedad, pero también al interior de los hogares y comunidades campesinas.
Te puede interesar también / Chile, Archivo fotográfico 1973-1974: A 50 años del golpe de Estado
Sobre estos hechos, el equipo de ElRegionalista realizó un informe reportaje que trae a la memoria buena parte de esta realidad, muchas veces invisibilizada y que se comparte a continuación:
La persecución post golpe en el campo: 30 grupos de parientes asesinados
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
Miguel Hernández
Por Equipo de El Regionalista
La verdad judicial quedó establecida: en octubre de 1973, a menos de un mes del golpe de Estado, cerca de 90 efectivos militares de los regimientos Cazadores y Maturana de Valdivia movilizados en camiones, protagonizaron una batida por Chabranco, Curriñe, Llifén, en la precordillera valdiviana, hasta alcanzar el Fundo Chihuío. Decían que buscaban guerrilleros y armas en un territorio en que una activa organización sindical enfrentaba a los propietarios de los predios forestales. En los días posteriores al golpe, los carabineros del retén de Llifén ya habían mostrado la mano con extrema violencia.
Para ver también / Los 171 casos de personas mapuche asesinadas/desaparecidas por la dictadura militar
Fernando Mora Gutiérrez tenía solo 17 años. Relatan que salió de su casa a ayudar a desempantanar uno de los camiones de los militares que bajaba de Chihuío, enfangado en el camino cordillerano. Vio que en el transporte venía su padre, Sebastián, prisionero junto a un grupo de obreros que habían capturado en el fundo y preguntó qué iba a pasar con él. Si quieres lo acompañas, le respondieron.
El cuerpo de Fernando, salvajemente violentado, fue tirado cerca de los Baños de Chihuío junto al de su padre y otros 14 obreros madereros. El periplo sangriento de los militares incluyó Neltume y Liquiñe con más de 40 víctimas, siempre acompañados de civiles, como Américo González, dueño del fundo Chihuío.
Sebastián y Fernando Mora componen uno de los cerca de 30 grupos de parientes asesinados en el campo chileno después del golpe, entre Atacama y Chiloé continental. La arremetida contra familias en el campo reformado y organizado no fue casualidad: el nuevo poder cívico militar buscaba meter el terror ya no solo en la sociedad sino que dentro de las casas. Los civiles promovían la venganza, facilitando información y recursos, para que los uniformados apretaran el gatillo o blandieran el corvo. No les fue difícil sembrar el miedo porque nuestro campo entonces, más que ahora, estaba regado de familias extensas, con primos, cuñados, suegros, padres, hijos y nietos viviendo cerca y trabajando en los mismos lugares. La eliminación produjo el efecto pánico que esperaban los victimarios, traducido en la negación de lo acontecido y en el silencio atronador que se colaba también en dormitorios y cocinas. Era el miedo.
El manotazo brutal en la precordillera de Valdivia también alcanzó a los hermanos Alberto, Ernesto y Modesto Reinante Raipán de 39, 29 y 18 años, y Miguel, Alejandro y Eliseo Tracanao Pincheira de 25, 22 y 18 años, todos de Liquiñe. Y en Chihuío, junto con los Mora, también a los primos Daniel Méndez y Rosendo Rebolledo y al sobrino del primero, Rubén Durán. La lista sigue en esa localidad con los cuñados Carlos Acuña y José Cortés Díaz.
Terror civil y militar
Pero quizás es en la Región Metropolitana donde se confirman los móviles principales de las bandas de civiles y uniformados que se abalanzaron sobre los campos reformados. La motivación era la revancha por la reforma agraria, el desquite por la expulsión de los antiguos patrones y la inquina por las organizaciones de campesinos casi analfabetos que habían levantado la cabeza y administraban ahora en asentamientos los antiguos fundos.
La siembra del terror en el entorno de la capital del país alcanzó a los hermanos Paulino y Juan Órdenes Simón de Lampa, que apenas superaban los 20 años.
Y, sin embargo, donde el desquite se escribió con letras mayúsculas fue en Isla de Maipo y en Paine. Los crímenes de Isla de Maipo de 1973 golpearon a los chilenos, cinco años después, cuando los restos de 15 campesinos aparecieron en los hornos de Lonquén. Tres grupos familiares, los Astudillo Rojas, los Hernández Flores y los Maureira Muñoz evidenciaron una práctica que se extendería con más saña en Paine.
En la tranquila localidad rural de Paine, entonces de no más de 5 mil habitantes, connotados civiles de derecha digitaron la acción de carabineros y militares para cobrar la factura a líderes de los asentamientos El Escorial, La Estrella de Cardonal, La Estrella de Huelquén, Paula Jaraquemada, Nuevo Sendero, Ranque, 24 de Abril, fundo Liguay y viña El Escorial. Setenta víctimas, muchos sin militancia política alguna, entre ellos 63 obreros agrícolas. Allí, las familias Pinto Caroca, Lazo Quinteros y Lazo Maldonado y Ortiz Acevedo perdieron a buena parte de los hombres de la familia. Capítulo aparte merecen la familia Muñoz Peñaloza con seis personas, hermanos, cuñado y sobrino secuestrados y asesinados y, en otra familia, los cuñados Juan Cuadra e Ignacio Santander Albornoz, este último de solo 17 años, ambos trabajadores de la Viña El Escorial.
En Maule fueron los hermanos Urbina Díaz. En Chillán, los primos Fetis, trabajadores del SAG. En Los Ángeles, los hermanos José y Segundo Cabezas Pérez, obreros agrícolas, fueron arrebatados desde sus casas, configurándose el delito de sustracción de menores, puesto que Segundo apenas tenía 14 años.
En Santa Bárbara, un padre, tres hijos y dos yernos de la familia Godoy Acuña fueron víctimas del terror impuesto por civiles en los días posteriores al golpe, lo mismo que los hermanos Fuentes Lizama, agricultores de 67 y 78 años, respectivamente.
Las hermanas Quispe
Las hermanas Justa, Lucía y Luciana Quispe, de 50, 43 y 39 años, eran de la etnia colla, vivían en La Tola, 190 kilómetros cordillera adentro de Copiapó, de la crianza de cabras. Después del golpe de Estado, un par de medidas de la nueva autoridad militar las habrían afectado directamente, lo que se dice las llevó al suicidio: la prohibición de recolección de leña y limitaciones a la crianza de animales, su único sustento. El hecho es que un día de junio de 1974 aparecieron ahorcadas y todos sus animales de crianza, que no eran pocos, y sus perros, sacrificados. Hay publicaciones que recogen una narración según la cual, las hermanas Quispe habrían sido asesinadas por militares, quienes las vigilaban puesto que se las acusaba de ayudar a escapar a Argentina a adherentes del gobierno de la UP.
En el fundo El Carmen y Maitenes de Mulchén vivía la familia Albornoz González constituida por el padre, la madre y siete hijos. De los siete hijos, una banda de civiles y militares secuestró a Daniel, Guillermo, Alberto, Felidor y Alejandro y junto con este último, a su hijo Miguel, de solo 20 años. El horror de esta familia, castigada con el asesinato vil de seis de sus miembros no quedó ahí. Testimonios de la actuación del grupo de civiles y militares narran que la secuencia de atrocidades que padecieron, estuvo precedida por actos de extrema maldad: en la casa de la administración del fundo, los secuestradores obligaron a golpearse unos a otros, padres, hijos y hermanos. También tres hermanos Rubilar Gutiérrez fueron sacrificados en Mulchén. El patrón violento fue similar en el fundo El Morro y Pemehue, los tres puntos asolados por el destacamento civil y militar en las inmediaciones de Mulchén.
En La Araucanía se suman tres grupos de parientes asesinados: los hermanos Yaufulem Mañil en Lautaro, el padre y dos hijos de la familia Ramos Huinao de Melipeuco y Alberto y Eleuterio Colpihueque, padre e hijo, de Villarrica.
Muy al sur, en Alto Palena, Chiloé Continental, la ira terminó con la vida de José, Rubén y José Raúl Velásquez, padre y sus dos hijos.
La pelea por la memoria
Esta es la reseña de poco más de 80 víctimas pertenecientes a algo menos de treinta familias con cuyas vidas se quiso significar quien mandaba y que el paréntesis de la Reforma Agraria no era más que eso, un desvarío de quienes siempre debieron estar en su sitio: a la sombra del futre y la misiá, y, como mucho, receptores de la caridad de los hacendados.
José Bengoa, académico que lleva años investigando el mundo rural y los antecedentes del conflicto del Estado de Chile con el pueblo mapuche, observó en Coihueco, Ñuble, el miedo instalado en las comunidades campesinas en el tiempo posterior al golpe: “En la década de los ochenta nos tocó realizar diversos estudios en esa zona: el silencio acerca de lo ocurrido era absoluto. No habían existido ni asentamientos, ni movimientos campesinos, ni sindicatos ni dirigentes detenidos, nada. Yo había estado allí el 73 y por ello no podía comprender, la amnesia colectiva… El terror recorrió los campos…”.
Y del terror, al silencio.
Pero hay esfuerzos que quieren romper el cerco de la invisibilidad y pujan por que el olvido no nuble la historia. La Agrupación de Familiares de Ejecutados y Detenidos Desaparecidos de Paine está en ello y con la pelea que está dando en estos días, reponer la placa conmemorativa de las víctimas de El Escorial en cuesta Chada recientemente vandalizada, quieren reivindicar la porfiada y necesaria memoria para que estos hechos nunca más se repitan en Chile, ni en los campos ni en la ciudad. “No me mata la distancia, ni la ausencia de un latido, ni la pena, ni la arrogancia. Solo me mata el olvido” proclaman en el memorial de sus 70 caídos.