La Iniciativa de la Franja y la Ruta (IFR) cumple en 2023 su primera década de implementación. El tiempo transcurrido la avala como un proyecto de largo recorrido.
Dos actitudes han marcado la reacción global frente a ella. De una parte, los países en desarrollo han celebrado el poder contar con una propuesta alternativa que pone el foco en sus necesidades más acuciantes, especialmente en términos de infraestructura. El plan de China confiere un apoyo específico en áreas escasamente atendidas por la financiación disponible tradicional, cubriendo un vacío de singular importancia. El potencial de crecimiento que China aporta a estos países supone en muchos casos resolver cuellos de botella que lastran las posibilidades de desarrollo de muchas economías. Hay, por tanto, una evaluación general positiva, por más que ambas partes -inexpertas en buena medida en la gestión de estas nuevas dinámicas-, deban ajustar puntualmente los mecanismos y procedimientos de gestión.
De otra, los países desarrollados han evolucionado desde la ambigüedad y reserva inicial a cierta hostilidad competitiva. En realidad, no es inteligente tener miedo de la IFR; por el contrario, cabría analizar la estrategia de China con amplitud de miras y en lugar de descalificarla en función de los “intereses ocultos” que supuestamente la inspiran, desmenuzarla en detalle y explorar las posibilidades de cooperación triangular de modo que pueda deparar beneficios tangibles universales.
En esencia, la IFR podría entenderse como una propuesta de enriquecimiento del modelo de mundialización impulsado por Occidente a partir del fomento del comercio, con la introducción ahora de otros factores. Esta fórmula de sino-mundialización es vista por algunos como una “amenaza” que pretende la desoccidentalización del mundo; no obstante, a la segunda economía del planeta le exigimos también que asuma responsabilidades globales.
En esa línea apunta la respuesta china. En efecto, hay en la IFR una dimensión empírica y transformadora que empuja hacia arriba las economías de los países directamente beneficiados. La espiral sugerida de estabilidad y crecimiento de algunos proyectos asociados a la IFR genera oportunidades también para los países desarrollados, si evitan actuar de modo displicente. Para ello, es fundamental reconocer que el monopolio de la ayuda se acabó y que en el mercado hay hoy más actores en liza.
China propone a los países en desarrollo buscar sinergias que atiendan a las necesidades endógenas, que concilien los intereses de ambas partes, que generen confianza, que mejoren la comunicación estratégica, que tengan en cuenta las prioridades definidas de forma soberana y sin condiciones, así como las alternativas en cuanto al modelo de desarrollo. Esta última es una cuestión destacada ya que, en demasiadas ocasiones recientes, no ha sido este el planteamiento sostenido por las instituciones multilaterales lideradas por Occidente, que han impuesto mecanismos neoliberales con muy negativo impacto en las sociedades de los países en desarrollo.
Y a los países desarrollados, propone estimular la cooperación con países terceros. Algunos se han sumado al BAII (Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras) o incluso han suscrito el memorando de entendimiento. No obstante, transcurrido el primer lustro de expansión de la iniciativa, la llegada del impulso desmundializador de Donald Trump, secundado por la Administración Biden, ha deducido serias cortapisas a esa cooperación al presentar a China como un rival sediento de poder.
Sorprende que en la reacción del G7 o de la Unión Europea (UE) abunde cada día más la descalificación, el “nosotros podemos hacerlo mejor”: G7 Partnership for Global Infrastructure and Investment y la Global Gateway Initiative de la UE, planteados a modo de imitación, inciden en esa narrativa, en realidad de confrontación, pero está por ver que se pueda acompañar de propuestas eficaces y ambiciosas. Una ojeada a promesas anteriores, no invita al optimismo.
Los países desarrollados no celebran esta aportación de China por temor a que ello resulte en la reducción de su poder institucional global. Pero el desarrollo es una preocupación común y China puede contribuir a reducir la brecha. Si lo que temen los países occidentales es que la IFR impulse la transformación del sistema internacional generando una nueva centralidad, cabe recordar que el desplazamiento del centro de gravedad global hacia Asia Pacífico es irreversible. Ceder espacio y protagonismo es la única forma de acomodar y de integrar a China en una participación constructiva para la solución de los problemas globales.
La IFR es hoy un bien público que pone de manifiesto una voluntad inequívoca de contribuir, no solo a la modernización interna china, sino también a la global. China se inspira en su propia historia y tradición, y también en su manera distinta de hacer las cosas, a través de la consulta y la negociación, del diálogo y la gobernanza relacional. Esa China interesa a Occidente y al mundo y sin sus proyectos –y sus ideas y enfoques- no es posible la gobernanza global.
Un político gallego de los años treinta del siglo pasado, Castelao, acostumbraba a decir: “no le pongáis pegas a la obra mientras no se acaba, el que piense que va mal que trabaje en ella, hay sitio para todos”. Eso mismo podría aplicarse hoy a la IFR. No se trata de descalificar, se trata de compartir y mejorar.
Por Xulio Ríos
26 de agosto de 2023
Asesor emérito del Observatorio de la Política China (OPCh)
Fuente fotografía