Por Patricio Segura
Titánica tarea es intentar abordar el debate abierto en Chile a partir de la creación, por el gobierno de Gabriel Boric, de una instancia de alto nivel para enfrentar el impacto de las noticias falsas (dicho en genérico) en la esfera pública. No sólo por la multiplicidad de enfoques que ya se han planteado en columnas, artículos y reportajes, incluidos documentales internacionales sobre redes sociales y deep fake news, sino por la tendencia a caer en la arenga partisana que hoy todo lo traspasa. Discursos que más que aportar luces sobre un clásico de la humanidad (los efectos de la intercomunicación en nuestras percepciones y decisiones), intentan aprovechar la coyuntura para los propios y limitados intereses.
Fue el 20 de junio que en El Diario Oficial se publicó el decreto del Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación que constituyó la Comisión Asesora contra la Desinformación. Sin nombres ni apellidos aún (éstos fueron informados el 5 de julio), el hito significó superar institucionalmente la queja y el lamento constante, tanto nacional como global, dando un paso adelante para enfrentar un problema que de amenaza se ha transformado en obstáculo para la convivencia democrática. Democracia entendida como la voz del pueblo (correctamente informado, por algo están reguladas las campañas electorales).
El nexo entre la calidad de la democracia y la información a la que accede la ciudadanía, y de paso el pluralismo de los medios de comunicación, ha sido ampliamente analizado en el último tiempo a nivel internacional.
Ya en 2018 Steven Levitsk y Daniel Ziblatt, académicos de la Universidad de Harvard, planteaban este asunto en la obra “Cómo mueren las democracias”, donde ligaron la difusión de noticias falsas con la polarización política de los países. “Las elecciones presidenciales de 2008 (en Estados Unidos) marcaron un punto de inflexión en la intolerancia partidista. A través del ecosistema mediático de la derecha, que incluía Fox News, el canal de noticias por cable más visto de Estados Unidos, se presentó al candidato a la presidencia demócrata Barack Obama como un antiamericano marxista que practicaba en secreto la fe musulmana” se reseña en el libro. O cuando Trump declaró que “había habido entre tres y cinco millones de votos ilegales. Su afirmación carecía de fundamento: un proyecto de monitorización del voto nacional dirigido por la agencia de noticias ProPublica no halló pruebas de fraude. El periodista del Washington Post Philip Bump revisó las bases de datos Nexis en busca de casos documentados de fraude en 2016 y descubrió un total de cuatro”.
Pero si retrocedemos aún más, es posible afirmar que este dilema -no el de la democracia sino el de cómo la información a la que accedemos condiciona nuestra forma de pensar y actuar- nos acompaña desde el origen de los tiempos. Nuestros, por cierto. Es, en el fondo, un clásico más de la humanidad. Por cierto que la forma en que tomamos las decisiones que nos afectan en conjunto y de la cual es parte la democracia (y la política, y la descentralización, y el autoritarismo, y los sistemas políticos, etc.), también.
Es la historia de la humanidad, estúpido
Para comprender mejor el tema el discusión, tomemos un poco de distancia ganar perspectiva.
Hace 70 mil años, como apunta Yuval Noah Harari[1], dimos el salto evolutivo con la revolución cognitiva que nos legó el lenguaje simbólico. Desde ese momento comenzamos a actuar y a relacionarnos sobre las narraciones que nos inventamos en colectivo pudiendo así desarrollar y vivir en sociedades más complejas. Este proceso nos ha permitido hacer en común, basándonos en constructos sociales, ideas en las que creemos y sin las cuales nos sería imposible como especie jugar un partido de fútbol, aprender en una sala de clases, producir un televisor o llegar a la luna.
Una parte importante de lo que como individuos conocemos sobre la realidad y el mundo está intermediado. Nuestra percepción sobre lo que es o no cierto, nuestra noción del pasado y lo que sabemos del presente, es un cuento. Uno lógico, sensato y bonito (aunque no siempre), pero un cuento al fin y al cabo. Se basa en lo que nos han relatado. Y lo que imaginamos del futuro, también. Es muy poco lo que efectivamente hemos experimentado en carne propia (con nuestros sentidos) de lo que podemos dar fe. Si el corpus de nuestro imaginario se basara en la máxima “ver para creer”, casi en nada podríamos confiar.
Hasta ayer (en sentido histórico) madres, padres y pares nos traspasaban historias. Y también nos informaban de lo que había más allá. Se transmitía el conocimiento de generación en generación. Luego llegó la tecnología de comunicación a distancia (y en el tiempo), que desde hace miles de años ha moldeado nuestro pensar. Manos pintadas en piedra, señales de humo, cartas, libros, fotografías, radiodifusión y televisión han sido artilugios para trascender nuestro limitado espacio vital temporal.
Porque somos, en el fondo, especie dependiente de lo que otros relatan. Directa o indirectamente. Para nosotros, sobrevivir es un acto de fe.
Gracias a esto sabemos que el abuelo llegó en barco… nuestros padres así nos lo dijeron. Que Arturo Prat saltó al Huáscar… aparece relatado en los libros de historia. Y que hicimos esa tremenda rabieta cuando cumplimos un año… está la foto que da cuenta de aquello.
Diferencias en la interpretación del pasado y de la realidad presente, cuando no tergiversación y falsedades, ha habido siempre. Mal que mal, bien dicen que la historia la escriben los vencedores, borrando de un plumazo las virtudes de los perdedores, con escasas excepciones claro está.
Pero no somos sólo nosotros como individuos quienes nos sustentamos en la intermediación de la información. Nuestra organización social descansa en esta práctica. En palabras de Harari, al referirse a todo el sistema legal, de justicia, institucional e incluso de derechos humanos: “Y, no obstante, ninguna de estas cosas existe fuera de los relatos que la gente se inventa y se cuentan unos a otros. No hay dioses en el universo, no hay naciones, no hay dinero, ni derechos humanos, ni leyes, ni justicia fuera de la imaginación común de los seres humanos”.
Una construcción basada en principios, ética, moral, como quiera llamársele, que no dejan de ser inventos humanos con el fin de llevar la fiesta en paz. Esto, se precisa hacer el punto, desde la matriz de pensamiento judeo cristiano occidental, ya que existen culturalmente otras formas de acercarse a lo que está más allá.
La oralidad y luego la representación visual (escritura, imágenes) nos han moldeado, y nos han ayudado a discernir lo cierto de lo falso. Es en este escenario que en los últimos 200 años la fotografía comenzó a monopolizar nuestras percepciones: los primeros intentos exitosos de plasmar la realidad visual en algún soporte datan de 1820-1830, de la mano de Joseph Nicéphore Niépce y Louis Daguerre. Un poco después le siguió el sonido, con el fonoautógrafo del francés Édouard-Léon Scott de 1857, que traspasaba las ondas a un papel (pero sin capacidad de reproducirlas), precursor del fonógrafo de Thomas Alva Edison de 1878.
A partir de ese momento podíamos plasmar la realidad, no sólo sus interpretaciones intermediadas, para ser reproducidas luego en el tiempo y la distancia. Había nacido -de la mano de la revolución científica de hace 500 años- la verdad objetiva ya no revelada (por Dios, sus representantes en esta tierra o personas de confianza).
Estos pequeños micromundos colmados de certezas inciden en múltiples ámbitos, incluso el sistema legal los utiliza: los procesos probatorios los consideran para distribuir inocencias y culpabilidades. Y qué decir de las redes sociales, donde son esenciales para formarse opinión sobre todo, encendiendo la mecha de reacciones que en ocasiones van mucho más allá del dedito para arriba, dedito para abajo. Generan guerras (ya lo sabía William Randolph Hest) Alzan y dejan caer celebridades, eligen o desbancan representantes populares, incluidos presidentes.
Todo este entramado, fundamental en la sociedad de la información, está en entredicho. En el mundo deep fake, con ayuda de sistemas de inteligencia artificial, ya no bastará con una imagen, audio o video para saber si algo es cierto o no. Como el reciente caso del Papa Francisco, fotografiado usando ropa a la última moda, que generó airadas reacciones en redes sociales. O Donald Trump siendo arrestado. Algo hoy a la mano de cualquiera.
Aunque en ambos ejemplos se difundió posteriormente la falsedad de las imágenes, está comprobado que corregir una noticia falsa nunca es lo suficiente efectivo. El daño ya estaba hecho.
El péndulo: entre la libertad y la censura
Ya hace 2000 años (según ese documento histórico que llamamos Biblia) Jesucristo fue crucificado para censurar su palabra, y qué decir de la figura de la blasfemia donde el mismo texto milenario nos recuerda en Levítico 24:10-23 que la pena a quien cometiera tal acto era la lapidación. En el lado opuesto, el primer texto conocido en que se menciona el expresarse libremente como una garantía a proteger es Declaración de Derechos inglesa de 1.689: “Que la libertad de palabra y los debates o procedimientos en el Parlamento no deben ser acusados o cuestionados en ninguna Corte o lugar, fuera del Parlamento” dice la Bill of Rights.
Es desde ese tiempo que se viene construyendo la idea de que las libertades de expresión y prensa son valores esenciales para la democracia y sociedades sanas, lo cual es claramente un avance civilizatorio. Eso está acordado (otro cuento más, en todo caso). Pero tampoco son absolutos, deben armonizarse con otras garantías relevantes y no existe sociedad alguna en que estas garantías sean omnipotentes. ¿Festinar con la muerte violenta de una persona debe ser aceptado sin más por la familia del afectado? ¿Publicar el testimonio explícito contenido en un expediente en judicial sobre la violación de un niño o niña, con expresa identificación, es posible considerarlo como ejercicio de la libertad de prensa?
Fue el caso de Cambridge Analytica el punto de inflexión que llamó la atención sobre el uso de las tecnologías de la información para manipular procesos electorales. En 2018 se conoció que esta empresa utilizó datos recopilados a través de un inofensivo test en Facebook (que accedía de forma no autorizada información privada de los usuarios) para generar mensajes personalizados que cambiaran las preferencias electorales en la campaña de 2016 en que Donald Trump derrotó a Hilary Clinton. Y no sólo eso, también se elaboraron noticias falsas tendientes al mismo objetivo. Tanto la compañía como Facebook fueron multados pecuniariamente en distintos países, aunque fundamentalmente por la filtración de datos personales y no por manipulación de los procesos.
Coinciden los expertos en que hoy está en juego la democracia, pero debemos agregar que también la confianza. El relato común, que es el que nos permite vivir en sociedad. De ahí la relevancia de tener un espacio donde se discuta sobre el rol de la desinformación (en todas sus variantes) en la vida cívica.
Anque la comisión está radicada en el Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación, ha sido la vocera Camila Vallejo a quien ha correspondido poner no sólo la voz sino la cara para sacar adelante su tarea. Desde una cartera que, seamos honestos, partió en 1932 como Secretaría General de Gobierno (Segegob) pero que fue durante la Dictadura (cívico-militar y de derecha) que asumió el rol ministerial de “ejercer la rectoría suprema del sistema de comunicaciones del Estado y facilitar la comunicación entre gobernantes y gobernados”, nos recuerda el portal institucional.
A su alero, a través de la División de Organizaciones Civiles (hoy Sociales), en los años setenta nacieron la Secretaría Nacional de la Mujer, la Secretaría Nacional de la Juventud, la Secretaría Nacional de los Gremios y la Secretaría de Relaciones Culturales. Oscura época en que la Segegob intervino la sociedad civil, censuró a los medios mediante la Dirección Nacional de Comunicación Social (Dinacos) y digitó el asesinato del presidente de la Asociación Nacional de Empleados Fiscales, Tucapel Jiménez.
Fue recién durante el gobierno de Patricio Aylwin que su enfoque se orientó a la coordinación comunicacional del Ejecutivo, su interrelación con la ciudadanía y el fortalecimiento de la participación ciudadana, como puntales de toda sociedad democrática.
Uno en que los medios de comunicación (concepto cuyos bordes hoy también están en entredicho), son esenciales.
Los problemas que un sistema mediático desbalanceado y sin responsabilidad con respecto a lo que se difunde están ampliamente estudiados. No sólo por las nuevas tecnologías: de ello supo muy bien la Dictadura que, apoyada por las cadenas Copesa y El Mercurio, montó efectivas operaciones de desinformación y manipulación.
El asesinato de la dirigenta del MIR Lumi Videla por agentes de la DINA, el infame titular de La Segunda “Exterminados como ratones” o la caricatura del dibujante Lucas mofándose del ajusticiamiento de la propia Videla son una acotada muestra de que el manejo comunicacional ha sido parte fundamental del ejercicio del poder. O una forma de hacerse de él, incluso.
Regulando la fake news
En nuestro ordenamiento jurídico la libertad de expresión y prensa ya tienen ciertas limitaciones (como la sanción a la injuria y la calumnia), siendo incorrecto afirmar que estas garantías no se pueden regular. Y así es en todos los países. Sin embargo, y lo sabe muy bien todo aquél que haya sido objeto a través de redes sociales de una funa basada en falsedades, ha quedado corta la legislación ante el avance de las cada vez más potentes y desconcertantes tecnologías de la comunicación. Más aún, la generación de contenidos por sistemas de inteligencia artificial son un salto al vacío en este sentido.
A pesar de todas estas evidencias, la oposición las ha emprendido en contra de la Comisión Asesora contra la Desinformación. Es posible que su leit motiv sea la ganada chica, dado que, hasta el momento y al menos en Chile, es el sector que más se ha beneficiado por esta dinámica. Ejemplo claro fue el arsenal de noticias falsas y medias verdades que inundaron el proceso constituyente de 2022 a favor del rechazo.
Lo cierto es que no es la primera vez que desde la institucionalidad se intenta meterle mano a las fake news.
Según consignaba en 2022 el medio digital Fast Check (ganador del Premio Periodismo de Excelencia 2019 en categoría Digital-Innovación), a esa fecha ya había al menos 8 proyectos de ley en el Congreso que se hacían cargo, de alguna forma, de las fake news. “La preocupación es transversal: los distintos proyectos de ley han sido presentados por parlamentarios del Partido Comunista, Frente Amplio, Partido Socialista, Partido por la Democracia, Democracia Cristiana, Renovación Nacional y la Unión Demócrata Independiente” se señalaba en la plataforma.
Ahí están el que busca “que las autoridades, como el Presidente de la República, diputados, senadores, alcaldes y concejales, cesen sus cargos en caso de difundir, promocionar o financiar noticias falsas”, el que sanciona las “fake news que perturben el orden público” y otro que penaliza a quien “difunda noticias falsas sobre la crisis sanitaria”. También, el que regula este tipo de prácticas en la política, y en las plataformas y redes sociales, el que directamente sanciona la difusión de noticias falsas y uno específicamente dirigido a cautelar la veracidad de la información durante la campaña por el Plebiscito de septiembre de 2022, que claramente no se aprobó.
A éstos recientemente se agregó uno más, de julio de 2023, que “modifica el Código Penal, para sancionar el financiamiento de la creación, difusión o promoción de noticias falsas o desinformación, en los casos que señala”.
La preocupación es transversal y no, como ha querido instalar la oposición, un capricho más del totalitarismo bolchevique. En circunstancias que, a decir verdad, la ultraderecha en Chile sí que sabe de totalitarismos.
La libertad de expresión se entiende como el derecho a expresar libremente ideas y opiniones. La libertad de prensa es la garantía a difundir, por el soporte que sea, estas ideas y opiniones. El derecho a la información es la garantía que tiene toda persona a acceder a las ideas y opiniones que otros expresen.
Hoy por hoy, gracias a las plataformas tecnológicas, estos conceptos están en revisión, así como lo que entendemos por medios de comunicación. Radios, diarios y televisión ya no son las hegemónicas fuentes de información, con múltiples casos de actores individuales que son capaces de incidir en las agendas públicas.
En el sistema mediático tradicional, en Chile aún persiste un nivel de concentración relevante. Tanto publicitaria (quienes obtienen más recursos por publicidad) como de medios (horizontal al poseer muchos medios; vertical al controlar distintos eslabones de un área como en el caso de los diarios la generación de contenidos, la impresión, la distribución) y de los grupos económicos que controlan éstos.
Este fenómeno afecta fuertemente la democracia. El informe “Política, dinero y poder: Un dilema para las democracias de las Américas”[2] señala que “la concentración del dinero produce concentración del poder. No se trata del dinero en abstracto, sino de los intereses que representa el dinero. Esos intereses pueden y a menudo logran pesar más que la expresión de la voluntad popular. El riesgo de que las democracias sirvan sólo a quienes concentran dinero y no al interés general representa una amenaza sobre la construcción permanente de legitimidad” .
Los mecanismos para aportar pluralismo al sistema mediático pueden ser múltiples, los cuales no necesariamente pasan por el control estatal. Existen incentivos tributarios para insumos que son esenciales para la creación y operación de medios, sistemas públicos (no exclusivamente estatales) como los que hay en Estados Unidos (la National Public Radio), Alemania (Deutsche Welle) o Gran Bretaña (British Broadcasting Corporation). Y educación crítica y cívica a todo nivel, una que motive la reflexión autónoma no que la coarte, que en la práctica es lo más difícil.
No todo, como han querido señalar desde algunos sectores, desemboca una Ley Mordaza. Algo a lo que han recurrido no sólo países de izquierda (como el caso de Rafael Correa en Ecuador o Nicolás Maduro en Venezuela) como se ha querido señalar: Trump “también se planteó usar los organismos reguladores del Gobierno contra las empresas de medios de comunicación no afines” y “sus acusaciones reiteradas de que medios de comunicación como el New York Times y la CNN publicaban ‘noticias falsas’ y conspiraban contra él se antojaban familiares a cualquier estudiante del autoritarismo” recuerdan Levitsk y Ziblatt
Una comisión necesaria, pero sin dientes
Es en este escenario que el 5 de julio el gobierno dio a conocer la/os nueve integrantes de la Comisión Asesora contra la Desinformación. Cinco hombres y cuatro mujeres apartados de la contingencia política, de ésa que paulatinamente se ha convertido en un fangal en el cual todo vale (incluso mentir, tergiversar o recurrir cualquiera de las falacias retóricas existentes). Experto/as cuya trayectoria se sustenta en investigaciones en el ámbito jurídico, de las comunicaciones y la tecnología, que aportarán luces sobre un tema complejo del cual hay que hacerse cargo.
Hace unas semanas, tanto la Cámara de Diputados como el Senado (controlados por la oposición) aprobaron proyectos tendientes a desbancar esta comisión. Acusan que sería un medio para censurar, a pesar de que dicha instancia no tiene poder ejecutivo, resolutivo ni legislativo, sólo ser un espacio de reflexión que permita futuras políticas públicas para enfrentar un debate que, paradójicamente, quieren silenciar quienes dicen abogar por la libertad de expresión e información. Ejemplo sintomático de la campaña montada en contra de dicho espacio y el gobierno es el medio ex-Ante (dirigido por Cristian Bofill, ex director de medios de derecha), que sobre el requerimiento de la Cámara Alta del 19 de julio tituló “Trasfondo: El golpe que propinó el Senado a Camila Vallejo por la Comisión contra la Desinformación”. Dos semanas después, al acoger Tribunal Constitucional a trámite el escrito (es decir, recién a revisar el fondo del asunto), insistió: “Nuevo golpe a Camila Vallejo: TC acoge a trámite requerimiento del Senado por Comisión contra la Desinformación por 7 votos contra 1”. Este lunes, el organismo desestimó dicha presentación: “Camila Vallejo sortea el peor escenario: TC rechaza requerimiento del Senado que pedía dejar sin efecto Comisión contra la Desinformación”. ¿Alguien tiene alguna duda sobre la agenda del medio?
Para tranquilidad de quienes quieren mantener las cosas como están, la tarea de escrutar el sistema informativo tradicional no será parte de la labor de la Comisión contra la Desinformación. En su primera sesión del 11 de julio determinó que su trabajo se acotará al “estudio y análisis del fenómeno de la desinformación en plataformas digitales, excluyendo del análisis los medios de prensa”.
Un triunfo para la prensa tradicional que concentra el sistema informativo chileno. Son, además, los que mayor atención han puesto en esta instancia. Desde que se anunció la comisión el 12 de mayo, El Mercurio ha sido el que mayor cobertura -con predominancia de visión crítica- ha dado, con una cincuentena de publicaciones. Le sigue La Tercera online con unas 30 y Radio Bío-Bío con más de 20. Y esto sin considerar sus plataformas digitales.
Una visión negativa -que intentan instalar- contraria a los organismos internacionales han señalado sobre esta instancia.
“Hacer frente a la desinformación requiere respuestas multidimensionales y multipartitas que estén bien fundamentadas en el marco de los Derechos Humanos. También requiere el compromiso proactivo de los Estados, las empresas, las organizaciones internacionales, la sociedad civil y los medios de comunicación… Me complace comprobar que esta Comisión consultiva reúne no sólo a académicos y expertos, sino también a voces de la sociedad civil y espero con interés escuchar sus conclusiones y resultados cuando visite Chile durante el Día Mundial de la Libertad de Prensa en mayo de 2024” señaló Irene Khan, Relatora sobre Promoción y Protección del Derecho a Libertad de Opinión y Expresión de las Naciones Unidas.
Mientras que Julio Bacio Terracino, jefe de la División de Integridad del Sector Público de la OCDE, manifestó que “la OCDE está trabajando en forma activa con Chile para enfrentar el fenómeno de la desinformación (…) Es necesario que los gobiernos aborden este fenómeno e intenten contrarrestar los efectos negativos provocados por la desinformación, y al mismo tiempo ninguna acción gubernamental debe conducir a controlar la información… Vemos la Comisión Asesora contra la Desinformación como una instancia que ayudará a analizar el fenómeno de la desinformación, entender su naturaleza,magnitud y constante evolución, además de asesorar y formular recomendaciones para empoderar a las personas y sensibilizar a la sociedad, siempre preservando la libertad de expresión y la tolerancia”.
No está demás señalar que ninguno de estos dos pronunciamientos fueron mencionados por El Mercurio y La Tercera.
Establece el decreto de constitución que el primer informe deberá ser entregado el 28 de agosto, abordando “el estado del arte a nivel local y/o global sobre el fenómeno de la desinformación, experiencia local (cómo funciona en Chile) y comparada”. En tanto, el 27 de noviembre vence el plazo del segundo con los “lineamientos y/o recomendaciones para la alfabetización digital y regulación de plataformas digitales”.
En sus ya tres sesiones, ha sido claro que será difícil que políticamente algún sector se lleve para la casa el debate: sus acuerdos serán por consenso y no por mayoría.
Claramente este debate es mucho más amplio de los aspectos que esta columna aspira a presentar. Esa misma complejidad requiere que se aporten miradas y voces a un dilema que no vive sólo Chile sino todas las democracias a nivel global: el desembarco masivo de la inteligencia artificial lo ha hecho más patente aún, donde no asumirlo mediante reflexión crítica y dejarlo sólo las fuerzas del mercado no sólo es ingenuo sino adoleciente de responsabilidad.
*Patricio Segura es periodista, columnista de diversos medios nacionales y extranjeros.
[1] Harari, Yuval Noah (2011): “Parte I. La revolución cognitiva”, en “Sapiens: De animales a dioses. Breve historia de la humanidad”. En https://bit.ly/3Q7YmwR
[2] Informe “Política, dinero y poder: Un dilema para las democracias de las Américas”. Publicado por la Secretaría General de la Organización de los Estados Americanos, 2011. Ver en https://www.oas.org/es/sap/docs/OEA_Poliit_dinero_poder_s.pdf.
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