Por Víctor Rojas Farías
Fuera del Cementerio Metropolitano, el 16 de septiembre de 1973, aparecieron varios cadáveres. Los vecinos curiosos empezaron una retahíla de suposiciones: dos de ellos les “sonaban” conocidos. Y uno parecía Víctor Jara. O al menos eso era lo que se decía inmediatamente después, cuando el rumor corría de boca en boca.
Hacía solo tres días se había producido el Golpe de Estado, y reinaban la muerte y el miedo: el toque de queda obligaba a “entrarse” antes de las cinco de la tarde y se habían prohibido las agrupaciones de personas. Pronto se confirmó el vox populi: uno de los cuerpos correspondía al artista.
La oleada de conmiseración fue notoria. Tanto así que en la morgue identificaron de inmediato el cuerpo, haciendo una excepción en el orden de llegada pues el sistema había quedado saturado debido al aumento de cadáveres. Un joven funcionario -Héctor Herrera- tomó las huellas al cuerpo, y arriesgó su pellejo yendo a avisar a la viuda. Tal vez por eso Jara no fue un detenido desaparecido.
“Te lo entrego enterito” afirma Herrera que le dijeron sus compañeros cuando acompañado de Joan Jara fue a buscar el cadáver. Ese “te lo entrego enterito” hacía alusión a que en esos primeros momentos no se practicó autopsia a los cuerpos cuya causa de muerte podía presumirse. Y en el caso de Jara no cabía duda de los balazos y la tortura. Era, pues, un asesinado.
La figura popular, a la que se atribuye virtud épica o martirio, en general forma animita. Hemos visto, por ejemplo, que a Manuel Rodríguez se le emplazaron distintos tipos de monumentos recordatorios, entre ellos el habitáculo de favores y agradecimientos. Con otros asesinados en gestas épicas del país ha sucedido lo mismo. Y, no cabe duda, nadie ignoraba que Víctor Jara había sufrido martirio.
La viuda, el funcionario de la morgue y un sepulturero enterraron al difunto y, por el momento, tras la paletada nadie dijo nada, nadie dijo nada. Oficialmente, pues la memoria latente ya había señado el lugar. Señalándolo con el dedo en los años sucesivos todos podían decir “allí aparecieron los cuerpos”.
Luego de los primeros años, al empezar lo que se llamaría “las protestas” el lugar sirvió para congregar gente que hacía cacerolazos. Debido a estas razones el lugar fue reconocido como lo que era: un sitio de memoria, aunque la función inicial que cumplía, de protesta y denuncia contra el régimen, cambió a protesta y recuerdo de los asesinados. Y se prestó y presta, también, como la nueva tumba en tierra, para vandalizaciones: gente anónima raya, bota basura, tira pintura, intenta destruir la memoria popular…
Habían pasado años y Víctor Jara, en ningún momento, había generado animita, una de las manifestaciones más acendradas de piedad en el pueblo. Esto se debe a varios factores: primero, nadie puso marca de lugar afuera del cementerio ni en el Estadio Chile: habría sido un suicidio. (Y, si pasa algún tiempo sin señalizarse el sitio de un fallecimiento, el lugar no genera animita).
En el cementerio ocurrió lo mismo: sólo lustros después de enterrado pudieron venir las concurrencias agradecidas cantando a coro. Hubo un funeral abierto y concurrido, en desagravio ante aquella primera inhumación semisecreta. Además, el nicho posterior quedó vecino al de otra gloria de la canción chilena: Sergio Ortega (autor de El Pueblo Unido Jamás Será Vencido y del Himno de la Cut, entre decenas de otras obras), con lo que el principio de unidad sufría cierta alteración.
Vinieron los recuerdos en forma de homenajes, libros, el nombre del cantor pasó a denominar al estadio en que lo mataron, en muchas ciudades del mundo existen avenidas, aulas o salones de actos con su nombre, pero por las razones antedichas, el caso no vinculó con culto de ánimas.
Otros personajes de la época tampoco generaron, pero sus casos fueron distintos. Incluso, al de uno, se le puso una marca de muerte que después nadie visitó. Era 1977 y en La Florida apareció acuchillado el cadáver de Juan Muñoz, ex socialista que después del Golpe Militar recorría con una capucha en su cabeza las gradas del Estadio Nacional indicando con su dedo a algunos prisioneros: “éstos”. “Estos” iban a la tortura o muerte. Tres años después, arrepentido, dijo quiénes eran los torturadores, qué lazos tenían con la CIA. Fue asesinado. La marca de muerte sí se hizo, aunque no pasó a animita: duró hasta que la gente supo que había sido “el encapuchado del Estadio Nacional”. Pertenece a una tipología de personas “malas”: el traidor. ¿Quién va a pedirle favores al antihéroe, quién va a querer a un repudiable?
Las figuras a las que se atribuye maldad han generado otro tipo de fenomenología folclórica: en sus tumbas o lugares se pide mala suerte a terceros, es decir se hacen brujerías. En la siguiente entrega examinaremos algunos de estos casos: en la época de la dictadura civil militar fueron fusiladas muchísimas personas pero sólo cuatro por un pelotón de gendarmería después de una condena dictada por tribunales. Estos cuatro fueron dos carabineros (los psicópatas de Viña del Mar) y dos CNI (los dinamitadores de Calama).
En sus tumbas se generaron prácticas de brujería y maldición. Pero esa es otra historia.
Sigue leyendo: