Por Felipe Portales
Es muy común confundir la verdad histórica con la “verdad judicial”. Esta última constituye, en el mejor de los casos, un aspecto muy acotado de la primera. Además, dado que los fallos judiciales constituyen, en definitiva, el resultado del ejercicio de un poder político efectuado por una o muy pocas personas, muchas veces –por errores, cálculos interesados, amedrentamientos o corrupciones- la contradicen abiertamente.
Y cuando se trata de regímenes autoritarios que concentran todo el poder, es muy difícil esperar que ambas verdades coincidan cuando se trata de crímenes de naturaleza política. En menor grado esto mismo se ve en democracias de “baja intensidad”, más o menos nominales.
En relación a la muerte de Eduardo Frei, a tenor de los múltiples datos concordantes obtenidos por la investigación de muchos años del juez Alejandro Madrid, consignados por Carmen Frei (Magnicidio. La historia del crimen de mi padre; Aguilar, 2017) y Genaro Arriagada (“La sentencia del caso Frei”; El Mercurio; 3-3-2019), es posible sostener como clara verdad histórica el que Frei fue asesinado por la dictadura.
A ello se suma la total convicción en ese sentido del destacado médico que le hizo su primera operación: Augusto Larraín (ver Lilian Olivares – ¿Quién mató al presidente Frei? La verdad sin hora; Catalonia; 2020; pp. 173-79).
Además, estamos hablando de un régimen que usó sistemáticamente el asesinato, la tortura y todo tipo de violaciones de derechos humanos en contra de sus adversarios políticos. Y que específicamente había atentado dos veces contra la propia vida de Frei en 1976. Una, colocándole una bomba en su auto que afortunadamente fue percibida y logró ser desactivada (ver Frei; pp. 61-2). Y otra en que, manejando de Papudo a Zapallar por un peligroso camino al borde de un acantilado, le fallaron tres neumáticos. Un mecánico le señaló que ello se debió a que alguien le había soltado los pernos de las ruedas (ver ibid.; pp. 62-3). Esto, en el período más cruel de la DINA, dirigida por Manuel Contreras; que incluyó los atentados en Buenos Aires contra Carlos Prats en 1974; en Roma contra Bernardo Leighton en 1975; y en Washington contra Orlando Letelier, en el mismo año 1976.
Luego de 1980, en que Frei se convirtió en virtual líder de toda la oposición (encabezó una famosa concentración en el Teatro Caupolicán contra la Constitución impuesta ese año), los ataques públicos de Pinochet y de los miembros de la Junta arreciaron en su contra. Además, el respaldo que le daba el gobierno de Estados Unidos con Carter (1977-1981) se acabó cuando asumió Reagan en enero de ese año.
Por otro lado, sintomáticamente, en ese año Frei y Tucapel Jiménez (que se había convertido a su vez en el virtual líder de la oposición sindical) encabezaron un acto de solidaridad con sindicalistas presos en el local de la Vicaría de la Pastoral Obrera. Y reveladoramente, en sus declaraciones al juez Madrid, el agente de la CNI (Carlos Herrera Jiménez) le señaló “que le dieron la orden de matar a Tucapel (Jiménez) en noviembre de 1981, pero que lo llamaron y le dijeron que lo detuviera todo, pues había otra persona antes en la lista” (Ibid.; p. 86). Finalmente, Jiménez fue brutalmente asesinado en febrero de 1982.
Dado que la CNI controlaba los movimientos y planes de Frei (a través de micrófonos direccionales y de seguimientos) supo con antelación que él -desoyendo consejos familiares y de líderes de la DC– había decidido operarse de una hernia al hiato en noviembre de ese año en Chile y en la Clínica Santa María, donde la CNI tenía ya reclutados varios médicos, enfermeras y personal auxiliar. El desarrollo de un magnicidio solapado se le hacía entonces muy fácil al régimen, más aún cuando sus servicios de inteligencia habían usado ya con éxito venenos químicos para asesinar a varias personas.
De este modo, una operación en que el doctor Larraín era un eximio especialista -y en que todo había marchado bien- generó varios días después en el organismo de Frei fuertes dolores, vómitos y diarreas. Larraín presumió posteriormente que algún miembro de su equipo le aplicó veneno, recordando que “en el momento de la operación mía alguna de las compresas venía con unas gotitas. Y se la pusieron” (Olivares; p. 177).
Ante el juez Madrid, la enfermera del equipo, Regina Muena, declaró que “durante esa operación me llamó la atención que la arsenalera, de quien desconozco la identidad, no sabía vestirse ni conocía el instrumental quirúrgico. Debido a esto el propio doctor Larraín era quien tomaba de la mesa de procedimientos el instrumental” (Frei; p. 132).
Una segunda operación fue encabezada por el médico Patricio Silva Garín, luego que desprestigiara frente a la familia al doctor Larraín como habiendo hecho una operación “sucia” (Ibid.; p. 134). Increíblemente, Silva era un médico militar que había sido subsecretario de Salud de Frei y que ¡luego del golpe de 1973 asumió como subdirector del Hospital Militar, donde todo indicaba que -bajo su dependencia- habían sido asesinados José Tohá y el general Augusto Lutz! Y luego de esta segunda operación del 6 de diciembre la evolución de Frei fue desastrosa, hasta que falleció el 22 de enero de 1982.
Ha habido opiniones médicas contradictorias respecto del encuentro de evidencias de que Frei fue envenenado, aunque obviamente las posibilidades de demostrarlo fehacientemente fueron eliminadas luego de una “autopsia” clandestina que le efectuaron -sin el conocimiento de su familia ni del médico tratante- dos médicos que misteriosamente llegaron del Hospital Clínico de la Universidad Católica, ocultación que “solo vino a quebrar una llamada anónima hecha en 2013” (Arriagada). Y en dicho procedimiento ambos doctores además de inyectarle “seis litros de formalina” en sus arterias, “le hicieron un corte en forma de ‘T’ en la región del torax y del abdomen, y todos los órganos fueron vaciados en una bolsa plástica y después en un balde metálico para su traslado. Luego se suturó y se maquilló” (Frei; p. 160).
Por otro lado, en la larga estadía final de Frei en la clínica, hubo múltiples irregularidades y condiciones favorables para continuar con el proceso de envenenamiento. De partida los doctores Bernal, Olguín y Ortiz señalaron que “solo vistiendo un delantal se puede acceder a los pacientes con una facilidad enorme”; y “la única funcionaria que tenía acceso a ver quien entraba o salía de la habitación de Frei era una (fj. 200) secretaria que trabajaba en horario diurno; fuera de esa jornada no quedaba nadie”; y “nunca la Unidad de Cuidados Intensivos UCI (fj. 210) había estado tan invadida” (Arriagada).
Además, hubo médicos de la clínica que se habían destacado en acciones represivas como Pedro Valdivia “que había servido en dos centros de tortura (cuartel Borgoño y Clínica London) y que no siendo médico tratante, entra a la UCI a ver a Frei (fj. 218)”; y “el doctor Rodrigo Vélez, igualmente vinculado a la Clínica London y a quien Silva Garín menciona como su segundo ayudante en la segunda operación” (Ibid.). Asimismo Silva Garín, en su calidad de subdirector del Hospital Militar, le había ordenado al doctor Tapia luego del 11 de septiembre “designar los médicos civiles (fj. 410) que debían concurrir a los distintos campos de prisioneros”, y “crear un hospital de campaña en el Estadio Nacional, en esos días principal centro de torturas” (Ibid.). Por otro lado, las operaciones de Frei eran seguidas por Pinochet “al punto que el director de la Clínica ordena a dos enfermeras (fjs. 219 y 220) de que en el momento del fallecimiento, antes de comunicarle a la familia debían hacerlo a Pinochet, a un número anotado en la UCI” (Ibid.).
Asimismo, la estadía de Frei en la clínica fue acompañada de numerosos hechos sospechosos, sorprendentes o francamente irregulares; y de abiertas contradicciones médicas. Así, Frei fue asistido por varias enfermeras externas de la clínica de las que no se guardan registros y que nunca más se volvió a ver; varios de los protocolos operatorios (finalmente, en total, se le hicieron cuatro operaciones) y de partes de las fichas médicas de Frei simplemente desaparecieron; a la enfermera (fj. 201) le llama la atención que luego de las dos primeras operaciones a Frei “lo regresan a su habitación y no a la UCI”; “la enfermera Valenzuela declara que el presidente, dentro de su gravedad, le informa que una enfermera que ingresaba todas las noches (fj. 379) le inyectaba un medicamento que le producía mucho dolor.
La paramédico indica que Silva Garín (fj. 224) dejaba sus indicaciones de tratamiento y después llegaba otro médico y las cambiaba” (Arriagada). Pero lo más decidor sucede el día de su muerte: “El Dr. Ortiz (fj. 132) constató su fallecimiento y la enfermera avisó al médico de piso, que era Valdivia, quien queda a cargo del cuerpo de Frei. Ortiz presume que los médicos externos que ingresaron al lugar donde estaba el cuerpo, fueron autorizados por Valdivia. De las fichas clínicas desaparecen, en ambas, la última hoja, que es la que corresponde al día de su muerte. Valdivia sostiene que en esos días estaba de vacaciones en Ñuble, coartada que se destruye al comprobar con certificados y recibos que en esos días estaba en la clínica (fj. 350)” (Ibid.).
Es claro que, más allá de la gran dificultad de especificar las responsabilidades propias de cada uno de los actores en tamaña “empresa criminal”, no cabe duda de que para la historia quedará como el responsable que ordenó el asesinato de Frei quien concentraba todo el poder en nuestro país a la fecha: Pinochet.
Por Felipe Portales
Columna publicada originalmente el 26 de septiembre de 2023 en Politika.
Fotografía: Eduardo Frei Montalva durante el discurso en el Teatro Caupolicán (1980).