Periodista Mario Aguilera en el libro «Vidas que cambiaron de golpe»: «Tenía mucho miedo pero aun así esperaba que dijeran que Prats venía del sur con tropas leales»

En este extracto, cedido en exclusiva a El Ciudadano, el comunicador recuerda cómo vivió el día del Golpe de Estado, los hechos que ocurrieron tras su detención en Londres 38 y las profundas reflexiones a las que ha llegado siguiendo el cauce del tiempo y la memoria.

Periodista Mario Aguilera en el libro «Vidas que cambiaron de golpe»: «Tenía mucho miedo pero aun así esperaba que dijeran que Prats venía del sur con tropas leales»

Autor: Absalón Opazo

A fines de agosto de 2023, Ceibo Ediciones publicó el libro Vidas que cambiaron de golpe, un íntimo relato en primera persona de 50 voces que tras el Golpe de Estado de 1973 comenzaron a habitar personalmente el mayor quiebre de la democracia en la historia reciente de Chile, haciendo frente al horror de la Dictadura de Augusto Pinochet.

Entre las páginas de la obra -que llega acompañada de archivos y fotografías- se encuentra la del destacado periodista Mario Aguilera.

En este extracto, cedido en exclusiva a El Ciudadano, el comunicador recuerda cómo vivió el día del Golpe de Estado, los hechos que ocurrieron tras su detención en Londres 38 y las profundas reflexiones a las que ha llegado siguiendo el cauce del tiempo y la memoria.

«La mañana del 11 de septiembre de 1973 estaba escuchando la radio cuando comenzaron a informar de los primeros movimientos militares en Valparaíso y Santiago, augurando que se venía el Golpe de Estado. Temprano, a eso de las siete de la mañana, salí de mi casa. Me dirigí a donde un vecino que tenía un taxi, Don Hernán, se llamaba. En ese tiempo yo estaba pituteando para la Radio Corporación, que se ubicaba en el centro, y quería llegar no por la radio, sino para saber qué estaba pasando. Se la jugó Don Hernán, me dejó en la Alameda, a una cuadra de La Moneda. Cuando llegué vi a un montón de carabineros saliendo del palacio de gobierno con fusiles. Estaban escapando porque les habían dicho que iban a bombardear.

Cada carabinero salía con tres o cuatro fusiles al hombro. Junto a otros cabros que estaban ahí los seguimos, pidiéndoles que nos pasaran las armas. Si los carabineros estaban arrancando, nosotros queríamos ir a defender al Gobierno. Se negaron, nos dijeron que estábamos locos, pero nos dieron un dato donde supuestamente aún quedaban funcionarios leales al Gobierno y que ahí nos darían armas. Cuando llegamos al lugar, en Quinta Normal, nos dimos cuenta que no era así.

A alguien se le ocurrió que sería buena idea que fuéramos al cordón industrial de Vicuña Mackenna. Así llegamos a Luchetti donde nos dejaron entrar. Había muchos trabajadores tratando de armar barricadas para cubrirse. Nos pasamos el día intercambiando esta clase de rumores. También se dijo que en La Legua se estaba combatiendo, cuestión que era cierta, pero no teníamos cómo comprobarlo; y ahí además supimos que se había decretado toque de queda.

En un momento, llegó el presidente del sindicato y nos dijo: “Todos los que no son de la empresa, es mejor que se vayan porque si llegan los militares y los encuentran acá los van a matar, así que mejor váyanse”. Le hicimos caso. Salimos por la parte de atrás, cruzando por la Villa Santa Carolina. La gente nos ayudaba desde las casas para decirnos cómo escondernos. Atravesamos el Estadio Nacional, y llegando a Pedro de Valdivia con Grecia, nos separamos.

En casa pasamos la noche escuchando la radio. El sentimiento que dominaba era de terror. Todavía se escuchaban balazos a lo lejos. Tenía mucho miedo, pero aun así, todavía esperaba que dijeran que Prats venía del sur con tropas leales. Le conté este mismo rumor a los cabros del barrio.

“No era cubano”

El 12 de septiembre le dije a mi mamá que iba a volver al cordón de Vicuña Mackenna, y ella aceptó sin muchos reparos. Volví a atravesar el Estadio Nacional, desde ahí se oían muchos disparos. Después supe que en la Escuela de Suboficiales de Carabineros eran leales, y que afuera estaban otros carabineros y militares disparando hacia el interior del recinto ubicado en Rodrigo de Araya con Pedro de Valdivia.

En ese tiempo militaba en la Juventud Socialista, y tenía un carnet de mi partido. Este documento de plástico lo traía en mi bolsillo para poder identificarme en las fábricas y que me dejaran entrar. Caminando, llegué a la empresa Tissol, que ni antes ni ahora sé qué hacen. Había un centenar de personas más o menos.

Ya dentro, vi cómo una columna de personas avanzaban en fila con las manos en la nuca, y me incorporé a ellos. Así supe que los boinas negras ya estaban al interior de la fábrica. De un momento a otro, nos tiraron a todos al suelo boca abajo. Fue en ese lugar donde vi morir al “Pellizco”, un venezolano. A él le pegaron un culatazo y gritó. Su acento, obviamente, era de Venezuela, pero el militar lo acusó de ser cubano y lo mató. Cuatro tiros. El discurso que tenían los milicos era que ahí estaba la guerrilla y que estaba repleto de cubanos. Y pillaron a uno. Uno que no era cubano. Después de eso, me di cuenta que la cosa iba en serio, que estaban matando gente porque sí.

Los boinas negras comenzaron a buscar un revólver que pertenecía al guardia de la empresa. Nadie sabía dónde estaba el arma. Al mismo tiempo, los militares llamaron al presidente del sindicato y lo obligaron a señalar a las personas que no eran parte de la fábrica. Apuntó a ocho personas, entre esas estaba yo. Nos pusieron contra la pared y nos registraron dos pelados.

Uno de ellos encontró mi carnet del PS y gritó: “¡Oye, este es del Partido Socialista”. Le respondieron que estaban buscando comunistas. Volví a mi lugar en el suelo, que era más cómodo.

El comandante a cargo lanzó una arenga, como llamándonos a conservar la calma y servir al país, y se fue. Ahí, comenzaron a levantarnos y nos obligaron a caminar hacia Vicuña Mackenna. Había mucha gente, todos trabajadores. Llegaron unos buses y empezaron a subirnos. Nos ponían en los asientos de a tres, acostados uno arriba de otro. A mí me tocó arriba. Cuando comenzó a avanzar el bus, nos dijeron que nadie podía mirar las calles.

Cuando el vehículo pasó por la Avenida Matta, reconocí una estación de bomberos. Me llegó un culatazo por mirar. Pensé que nos llevaban al Parque O’Higgins, y luego el bus se dio unas vueltas raras. Alcancé a ver un cartel que decía Almacenes Rodiles, y me acordé que estaba en la Alameda. Por un momento, pensé que nos iban a matar y a tirar en los hoyos del Metro, que en ese tiempo estaban abiertos. Ya estaba entregado.

Cuando el bus paró comenzamos a bajar. No sabía dónde estaba. Después supe que era el Estadio Chile. Estando en la fila, antes de entrar al lugar, saqué mi carnet del bolsillo y me deshice de él metiéndolo en una cortina metálica de un negocio. A la entrada del Estadio había un cogoteo oficializado; teníamos que entregar los relojes, las correas, las argollas, todo. Yo me la guardé en un lugar de la chaqueta que descosí para esconderla, fue un acto de amor que tuve en el momento, aún la conservo.

En la noche los militares trataban de tranquilizarnos; nos decían que esto iba a ser breve, que solo estaban buscando extremistas. En la mañana, llamaron a un grupo de gente que estaba ahí porque las tomaron detenidas en el toque de queda. Dije “esta es la mía, aquí me meto en el lote”. Me di la vuelta por el estadio y al llegar me dijeron que mi nombre no estaba en la lista. Me fijé en que a las personas que caían por toque de queda les quitaban el carnet, por eso sabían los nombres, pero yo tenía el mío en el bolsillo. Nunca me iban a llamar.

Cerca del mediodía del 13 de septiembre, llegó una lista de familiares de Carabineros y Fuerzas Armadas que estaban detenidos. De nuevo dije “esta es la mía”, me di la vuelta y para mi suerte, decían el nombre, entregaban el carnet y pasaban. Yo me metí en el lote, de colado, pero con mi carnet todavía en el bolsillo. Esperé a que empezaran a llamar a todas las personas y les entregaran el carnet. No sé cómo terminé con un grupo de familiares que venían a buscar a las personas que iban saliendo. Escuché sus diálogos, donde le explicaban a los militares que habían buscado a sus cercanos en otras partes y no estaban ahí. En un momento, salió un comandante e hizo un llamado a los familiares de los detenidos para levantar el país y ese tipo de cosas y dijo “hasta luego”. Acto seguido se abrió el portón. No sé de donde saqué las patas, pero me acerqué al milico y le dije “lo felicito, mi comandante. Sabe, ando buscando a mi hermano que es hijo de mi cabo primero Aguilera, de Carabineros. Él tiene epilepsia y mi mamá está en casa sola, fui al Estadio Nacional, al Regimiento Tacna y allá no estaba”. El milico me abrazó y empezó a caminar conmigo hacia la puerta: “Mire, mijo, vaya al Estadio Nacional y hable con el comandante Fuenzalida y ahí pregunte por su hermano, seguro que allá debe estar”.

Con la puerta abierta, salí caminando, y me empecé a perseguir, porque dije “esto no puede ser tan fácil, me dejaron salir, me están siguiendo”. Caminé todo hasta mi casa en Grecia, me demoré horas, con este sentimiento de persecución.

“El minuto conspirativo”

Después de volver a casa, pasado un tiempo, empecé a pitutear de nuevo. Con un amigo teníamos una oficina con una pequeña empresa de recortes de prensa. Teníamos cuatro clientes, y eso nos alcanzaba para comprar los diarios y para nada más. No daba para ganar plata.

Buscando en el diario, encontré una pega para vender salsa de tomate a los negocios. Los estudios ya no valían la pena, había que comer. Y eso empezó a funcionar bien. En ese periodo, retomé contacto con alguien del partido que me dijo que en el Comité Central del PS necesitaban a alguien que hiciera de correo clandestino. La verdad es que no dimensioné, no lo veía como algo tan complejo. En algunas oportunidades se presentaba una chica, Luz Arce Sandoval. Ella fue mi enlace con el comité central. Yo le entregaba los documentos en puntos específicos de la ciudad y ella me pasaba otros. Esto lo hice hasta diciembre del año 1973, puesto que ahí me cambiaron de trabajo y me dejaron a cargo de unos comités clandestinos en Estación Central para enseñar a escribir en clave e instruir cursos de chequeo y contrachequeo.

En agosto de 1974 iba caminando por la calle con un amigo del MIR, éramos amigos del barrio. Teníamos un minuto conspirativo, así le llamábamos, para explicar por qué andábamos juntos si nos detenían. Nuestra historia era que yo necesitaba un maletín tipo James Bond para mi negocio de salsas de tomate y él sabía quién vendía. Lo hacíamos siempre, pero nunca había pasado nada… ese mismo día ocurrió.

Me detuvieron en la calle, se bajaron Basclay Zapata, el guatón Romo y Luz Arce. El Troglo (Zapata) me dice que son de Investigaciones y que les entregue el carnet. Eran todos de la DINA. Pero les dije: “Qué bueno que son de la Policía de Investigaciones porque aquí hay un montón de marihuaneros”, tratando de hacerme el simpático con el “detective”. Cuando vi a Luz Arce con el guatón Romo, dije “esto es porotera”. A mi amigo, el guatón Romo se lo llevó para otro lado. Él le contó la historia de los maletines y lo dejaron libre.

“Sentí el metal en la cabeza, estaba entregado”

Me llevaron a una camioneta, y ahí me llegó el primer charchazo.
-¿Vamos a Londres?-, le dije a uno de los guardias para romper el hielo.
-¡¿Qué sabí tú de Londres?!-, me respondió enojado, y me dio un golpe que me terminó rompiendo los lentes.

Por el recorrido pensaba que íbamos a Londres 38. Lo confirmé cuando me pusieron un scotch en los ojos y los lentes arriba. Entre el scotch algo se podía ver; había una cuestión que decía ‘plásticos Londres’, que terminó por confirmarme lo que sospechaba. Ahí empezó otra historia. Dejé de ser Mario Aguilera y empecé a ser el 45. Las noches ahí eran horribles, estábamos vendados, tampoco comíamos, pero eso no era tema, porque no teníamos hambre, nos estábamos jugando el pellejo. Cuestión que comer o no comer nos daba lo mismo. En un par de ocasiones dormimos en el piso, pero la mayoría del tiempo dormíamos en una silla.

Lo peor eran los gritos en la noche, porque cuando te están torturando a ti tú sabes lo que te están haciendo, pero cuando escuchas los gritos de otras personas te empiezas a imaginar lo peor. También recuerdo las campanadas de la Iglesia San Francisco. Es una tontería, pero prefería que me pasaran corriente a que me pegaran, porque la corriente dura lo que dura, son cinco minutos que lo pasaste como el hoyo y nada más. Cuando te golpeaban te dolía al momento del golpe, y no sabías, porque estabas vendado, dónde te iban a dar, si en el estómago o en la cara, simplemente te llegaba el coscacho y te dolía al momento y después en la noche, incluso más tiempo. Entonces cuando me ponían corriente hacía escándalo para incentivarlos. La tortura se hacía en el segundo piso y duraba alrededor de una hora.

Era horrible. Además, uno no sabía cuándo lo volverían a sacar para ser torturado. Yo no entendía por qué los pericos me preguntaban todo el rato las mismas tonteras. En una ocasión un tipo gritó: “Este hueón no está colaborando”, pasó bala y me puso la pistola en la sien. Ese fue el momento en el que sentí que estaba más cerca de morir. Sentí el metal en la cabeza, estaba entregado, amarrado de pies y manos, no había nada que hacer. Ahí me pasó por la mente un diaporama de mi mamá, mis hermanos, mi compañera, de cuando era cabro chico, de los amigos del barrio, en pocos segundos, era la última visión. Llegué hasta el final, y no pasó nada, no me mataron.

Otro incidente que me marcó mucho fue una situación que rayaba en lo kafkiano. Resulta que un fin de semana en Londres 38 trataron como de dar a entender que la cosa se había relajado un poco.
-Ya, vamos a hacer algo para entretenernos un poco. Vamos a poner música-, dijo un guardia. Trajeron un tocadiscos a la sala donde estábamos los presos.
-Ya, Sonrisa, ven a bailar-, me dijo el tipo.

Como estábamos vendados, prácticamente bailábamos para los guardias. Después, preguntaron qué música íbamos a seguir escuchando durante la tarde, y algunos chistosos como yo empezamos a tirar chistes: “Quémame los ojos. Una de José Feliciano, canciones de ciegos”. Alejandro Parada, un chico que conocía de antes porque estaba en la Brigada Universitaria, le preguntó a los guardias si podía cantar una canción. Escogió el tango de Gardel Cambalache, y lo entonó a capela; el que haya escuchado la canción y conozca la letra entenderá, porque describe la metáfora de lo que estábamos viviendo en ese momento, y que a algunos les costó la vida. Alejandro Parada le cantó todo eso en su cara a los militares al punto que incluso sentimos la tensión latente en un momento. Desde ahí Cambalache no es un simple tango. Fue también la última vez que escuché la voz de Alejandro Parada. Hoy es un detenido desaparecido.

Con esa clase de vivencias y dinámicas, estuve una semana en Londres 38, del 12 al 19 de agosto. Luego me llevaron a José́ Domingo Cañas y después de eso a Cuatro Álamos.

“Era uno de ellos, solo que él tenía un poquito de humanidad, y aún así lo desaparecieron”

Somos animales de costumbre. Cuando estaba en Londres 38, quería estar en Cuatro Álamos, cuando estaba en Cuatro Álamos quería estar en Tres Álamos, y de ahí ya quería salir libre. Uno siempre quiere algo mejor. En Londres 38 lo único que sabía es que no quería llegar a Villa Grimaldi, porque sabíamos que le pasaban camionetas por las piernas a la gente y que torturaban mucho.

En Cuatro Álamos tú sigues a disposición de la DINA, pero tienes agua, comida y cama. Todos queríamos llegar allá, pero en ese lugar nos dimos cuenta que la dictadura seguía sin reconocer que estábamos en su centro clandestino de detención. Era un lugar para recuperarse, y eso se entendía por la gente que venía de Villa Grimaldi, llegaban muy mal. Estaban ahí un par de días y luego se los llevaban para seguir torturándolos. Conocí el caso de Cristian Van Yurick, un militante del MIR, al que le sacaron la cresta. Con él usaban pentotal, llegaba hecho un bulto, permanecía aquí un par de días y luego lo llevaban de vuelta a Villa Grimaldi. Así también el caso de Teobaldo Tello, miembro de la Policía de Investigaciones y que estaba detenido con nosotros. A él le sacaron todos los dientes. Cuando le dábamos comida, le molíamos las cosas duras o le dábamos sopa, para que comiera algo, daba igual si nos castigaban, había que alimentarlo de alguna forma. Uno actuaba como ser humano, nada más.

Ahí comencé a ver la solidaridad entre presos. Una vez, alguien me pasó un cuadrado de chocolate, y pensé que era un milagro tener un chocolate en esas condiciones. Después descubrí que había una puerta que daba a Tres Álamos, la gente que estaba ahí recibía paquetes y visitas. Ellos sacrificaban su comida para darnos a nosotros.

Recuerdo que en Cuatro Álamos también jugábamos a las cartas. Las hacíamos con el cartón del detergente Rinso. De igual manera había un ajedrez con piezas hechas de migas de pan, con la ceniza de los cigarros se hacían las piezas negras. Era algo increíble, ver este tipo de cosas ahí era de locos. Lo básico para hacer estas cosas nos llegaba porque había un guardia de la DINA que nos cuidaba y nos trataba bien. A él le entregábamos plata para que comprara el detergente; a ese guardia, el Jefe Mauro, lo pillaron, y hoy es un detenido desaparecido. Era uno de ellos, pero él tenía un poco de humanidad… y aun así lo desaparecieron.

Pasar a Tres Álamos y que la dictadura reconociera que estaba detenido fue algo difícil de asimilar. No había ninguna lógica de por qué yo pasé y otros no. Algunos llegaron a Cuatro Álamos y ahora están desaparecidos, como Arturo Barría y Roberto Meneses, profesor y alumno, respectivamente. Meneses salió libre y a Barría lo desaparecieron. Uno pensaría que otros presos estaban más comprometidos en términos de militancia que este profesor de música que lo único que hizo fue cantar la Internacional en el funeral de un estudiante. No había lógica.

Como fuera, en Tres Álamos estábamos más cerca de la posibilidad de la libertad. Reflexiono sobre los compañeros que ahora están desaparecidos, porque yo me enteré mucho después que los habían desaparecido. Cuando salió́ la lista de los 119, que supuestamente se habían enfrentado entre ellos y muerto en Argentina, sabía que era mentira, porque muchos de ellos estuvieron conmigo.

“Nunca lograron avasallar eso de buscar una mejor vida para los compañeros”

En Tres Álamos se nos permitía tener visitas, y eso para nosotros era una locura. Para ello uno se arreglaba. Me encontraba con mi familia y les contaba que estaba bien, y era verdad, pero no me creían. En Tres Álamos ya no te torturaban. En una ocasión nos dejaron juntarnos con nuestros familiares sin mayores restricciones, en el patio, no en la sala de visitas, y pasaron muchos años antes que apareciera un reportaje de la televisión española donde mostraban lo bien que estaban los presos en Tres Álamos; hicieron todo un montaje con el tema de las visitas mientras nos grababan. Pero eso fue una vez. En fin, ahí́ no te preocupabas de ti, te preocupabas de los que estaban afuera.

“Pensé que nos iban a aplicar la ley de fuga”

Salí en libertad en julio de 1975. Estuve 11 meses preso, y de esos 11 meses, pasé 40 días desaparecido. Tuve que partir al exilio a Francia. Éramos cuatro que nos íbamos expulsados a Francia. Recuerdo que un día nos agarraron, nos metieron a un furgón con una maleta cada uno y nos llevaron camino al aeropuerto. Un paco adentro con una metralleta, otro por fuera, más otros dos que iban en la cabina. No sé qué recorrido estábamos haciendo, pero en un punto el vehículo se desvió y entró por un camino de tierra. No calzaba. Pensé que nos iban a llevar a un lugar alejado para aplicarnos la Ley de Fuga. Nos mirábamos entre nosotros y mirábamos al paco de la metralleta. En un momento pensamos en quitarle la metralleta. El furgón se paró y los carabineros bajaron. Estábamos ahí sufriendo solos. Pasaron 15 o 20 minutos y volvió uno de los pacos:
-El radiador está perdiendo agua, pero ya lo arreglamos-, dijo. Ahí transpiramos helado hasta que volvimos a la carretera.

La llegada al aeropuerto fue bien penca, porque el vehículo que nos llevaba llegó directo hasta la pista donde estaba el avión. Ahí me encontré con mi señora y con mi hijo, pero dentro del aeropuerto también había otros familiares que habían venido a despedirme. Miré hacia el interior y vi un montón de gente. Les hice un gesto con la mano, pero ellos nunca me vieron. Terminamos. Ya en Francia, en Burdeos, me tocó dormir en un camarín de una cancha de fútbol, pero eso pasó a segundo plano, fue tan bonito conocer la libertad de nuevo.

“Hay compañeros que ya no están”

A 50 años del golpe de Estado, creo que nada fue en vano, siempre se avanzó un poquito. No siempre en todo lo que queríamos. Hubo momentos súper difíciles. Cuando volví a Chile el año 1989, salí a dar una vuelta; la gente tenía la esperanza de que las cosas iban a cambiar, que Pinochet no iba a seguir. Volví en la víspera de la elección de Aylwin. Al día siguiente me encontraba en la Alameda, con la gente muy contenta, pero yo estaba muy solo y no conocía a nadie. La gente que estuvo en el periodo de lucha contra la dictadura, no estuve con ellos, no los conocí. Y aquellos que estuvieron conmigo, ya no estaban, o eran más viejos o estaban afuera. Fue difícil ese día, pese a que sabía que era un gran día.

Fue bonito igual vivir aquello. A estos 50 años, hay cosas que me ha tocado hacer que valoro; siendo periodista, participé en la búsqueda activa de detenidos desaparecidos, cubrí tribunales y pude encontrarme frente a frente con el Mamo Contreras, verlo preso… eso lo valoro, son hitos que me han ido marcando. Me tocó estar en Pisagua cuando aparecieron los primeros cuerpos; luego estuve en Colonia Dignidad, Chiguillo, Paine, el Río Mapocho, Peldehue, muchas partes donde hubo detenidos desaparecidos, buscando sus restos.

También como periodista, fui a buscar al guatón Romo a Brasil cuando fue expulsado, y entrevisté a Basclay Zapata Reyes, El Troglo, uno de mis torturadores.

Yo en un momento me cuestioné mucho sobre qué hago vivo sabiendo que hay compañeros que ya no están. Entonces cada vez que alguien me dice que soy muy valiente pienso que no es así, solo tuve suerte, pude haber sido uno de los 119, o haber desaparecido. Tuve suerte, no más que eso, no soy más valiente que el resto.

Cuando veo a las madres, a las viudas de los compañeros que ya no están, me da mucha pena saber que ellos estarían como yo, de mi edad, pero no están. Uno se cuestiona a sí mismo, pero se da cuenta de que lo que uno vivió sirve porque es parte de la memoria, y esa memoria hay que mantenerla, hay que contar lo que pasó. Yo me demoré cuarenta años en contar mi historia, y entiendo a la gente que no quiere hablar aún, porque pasaron cosas tan horribles que no quieren ni siquiera contarles a sus familias.

Cuando comencé a contar mi historia me di cuenta que era necesario para que vieran la calidad humana de esta gente, que eran capaces de cometer atrocidades, que echaron detenidos al desierto, a los Hornos de Lonquén, degollaron a otras personas, las tiraron al mar. La maldad existe. Todavía hay más de mil detenidos desaparecidos que fueron secuestrados y que no han aparecido. Duele saber que las madres que los buscaron ya no están, que las esposas que los buscaron ya están más viejas, y los hijos exigen una explicación. Arrastramos una historia de horror que ojalá podamos superar, porque cuando te dicen “basta, si ya pasaron 50 años”, ¡no! Hay que salvar la memoria».

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