La agricultura tradicional, aquella que produce los alimentos básicos y esenciales para nuestra existencia, como trigo, leche, carne y papas, entre otros, sufre una crisis estructural desde hace décadas, arrastrando al país a una preocupante dependencia de las importaciones para abastecerse, quedando en una frágil posición para enfrentar la crisis alimentaria en curso.
Ante una muy baja o negativa rentabilidad, la agricultura tradicional se encuentra permanentemente sometida a la imposición de precios por un poder comprador compuesto por pocos compradores, grandes empresas capaces de imponer sus términos ante una contraparte indefensa, generando incertidumbre en los precios de venta final, una baja rentabilidad y pérdidas letales que los pequeños, medianos y grandes agricultores ya no pueden soportar. Se genera, además, destrucción de puestos de trabajo en un país donde hay poca oferta laboral alternativa.
Por otro lado, de acuerdo con un informe de 2022 de la Universidad Austral, reporta que “el cambio climático ha afectado la producción mundial de alimentos. La variación en el régimen de lluvias, ocurrencia de eventos climáticos extremos, se ha traducido en una disminución de las cosechas y un aumento de los precios a nivel global”.
Según el mismo informe, “si a lo anterior se agrega la pandemia por COVID, el efecto del Pacto Verde de Europa, la guerra de Ucrania/Rusia y el alza en los precios de los fertilizantes e insumos de producción, es del todo esperable que el mundo se enfrente a una mucho menor oferta de alimentos”.
Una mirada realista y el sentido común bastan para entender lo básico: un alto porcentaje de la población chilena no cuenta con ingresos suficientes que le permitan competir con la capacidad de compra de los países más desarrollados. En ese escenario, las autoridades son las que deben tomar medidas destinadas a enfrentar la crisis y aliviar la carga económica de muchas familias vulnerables.
En Chile, diversos estudios dan cuenta de que una gran mayoría de la población no tiene capacidad de ahorro. Esto, en ‘tiempos normales’. En tiempos difíciles, con inflación galopante, crecimiento menguado, dólar con alzas históricas e incertidumbre generalizada, la gente a duras penas llega a fin de mes. Este contexto nos revela una dura realidad: la escasez mundial de alimentos esenciales y las distorsiones que favorecen a la agroindustria, impactan en los precios y golpean duro al bolsillo de los chilenos.
Nuestro país, al ser importador de alimentos, se ve afectado por las variaciones de los precios internacionales y la capacidad de autoabastecerse ha ido disminuyendo permanentemente, debido a la concentración de los poderes de compra, al reemplazo de cultivos tradicionales de baja rentabilidad por otros de exportación más rentables y al cambio de uso de suelos agrícolas a habitacionales, entre otros.
Si a eso le sumamos el alza de las tasas de interés, la capacidad productiva del sector primario tradicional se verá afectada al punto que la mayoría de los agricultores disminuirá la siembra de sus tierras respecto de la temporada anterior. Es decir, bajará la producción y subirán los precios.
Otra consecuencia que se está apreciando actualmente es la quiebra y en consecuencia la desaparición de agricultores primarios, lo que afectará directamente y de forma permanente la seguridad alimentaria del país.
El sector agrícola nacional ha estado por décadas sometido a un estrés imposible de soportar para cualquier otra industria, pero ha tenido la capacidad de sobrevivir. La diferencia con lo que pasa ahora, radica en que todas las causas del estrés están presentes al mismo tiempo: sequía, conflictos internacionales, inflación, inestabilidad, distorsiones de mercado, precio del dólar.
Todo indica que se viene la tormenta perfecta y habrá muchos damnificados. Lo más grave, parece que las autoridades no la ven venir. Si siguen ignorando la realidad, las consecuencias serán irreparables.
Por Carlos Leva