Por Sergio Grez Toso
El debate en Chile acerca de la conveniencia y factibilidad del uso de las elecciones como medio para lograr concretar las aspiraciones populares es muy antiguo. Podría decirse que ha tenido lugar a lo menos desde fines del siglo XIX, junto con el surgimiento de una izquierda política que se distinguió claramente del liberalismo de las clases dirigentes. Incluso es posible encontrar algunos elementos de esta discusión en períodos aún más pretéritos, cuando los sectores populares, especialmente los artesanos urbanos, intentaron constituirse como sujetos sociales con identidades políticas propias, aunque –por aquella época– no antagónicas al liberalismo de la elite dirigente.
La pugna que ha opuesto a las “dos almas” de la izquierda y el movimiento popular, la institucionalista o gradualista versus la rupturista, alcanzó su máximo desarrollo en la izquierda social y política chilena durante el siglo XX, adquiriendo –en ciertas coyunturas históricas– mayor relieve el tema de la participación en las elecciones.
Es objeto de este trabajo exponer sucintamente las grandes líneas de los debates y de la praxis histórica de la izquierda chilena, respecto del uso del sufragio y la conquista de espacios en el sistema representativo como medio para la defensa de los intereses populares.
LA REPÚBLICA OLIGÁRQUICA
Al igual que en otros países iberoamericanos, la República que se implantó en Chile después de consumada la Independencia tuvo un carácter claramente aristocrático. Luego de algunos débiles ensayos de construcción de un régimen político un poco más incluyente (que considerara no solo a la aristocracia, sino también a algunos incipientes sectores medios), la victoria conservadora en la guerra civil de 1830 consagró por mucho tiempo una institucionalidad política excluyente, basada en el sufragio masculino censitario que dejaba sin derechos políticos efectivos a más del 95% de la población. La “República Conservadora” de las décadas de 1830, 1840 y 1850, fue una suerte de dictadura constitucional con escasos márgenes para la disidencia política. Su fundamento legal fue la Constitución de 1833, un traje a la medida de los vencedores de la guerra civil (grandes terratenientes y burguesía comercial de la región central del país) que preservó durante varios decenios un régimen caracterizado por el centralismo, el presidencialismo, el elitismo y la fragilidad de los derechos fundamentales proclamados en el texto constitucional.[1]
En ese contexto, al igual que durante los años inmediatamente posteriores a la Independencia, la participación política autónoma de los sectores populares era imposible. A lo sumo, y como consecuencia del eco del discurso republicano que afirmaba teóricamente los principios de la soberanía popular, algunos estratos superiores del “bajo pueblo” (sobre todo los artesanos urbanos) se manifestaban receptivos a los llamados que periódicamente realizaban distintos bandos políticos de la elite a fin de servirse de ellos como fuerza suplementaria, de choque, pero también como masa electoral, ya que algunos artesanos gozaban del derecho a voto a cambio de sus servicios en la Guardia Nacional. Se trataba, por parte de los sectores dirigentes, de convocatorias políticas meramente instrumentales hacia el “bajo pueblo” y, por el lado de los trabajadores, de una participación política absolutamente supeditada. No obstante, en algunas coyunturas, como en 1845-1846 y, más marcadamente en el agitado bienio de 1850-1851, que culminó en una nueva guerra civil ganada por los conservadores, se manifestaron algunos atisbos, aún débiles e inconsistentes, de una incipiente participación política de los trabajadores con un mayor grado de autonomía respecto de los “caballeros” de la clase dirigente. Al mismo tiempo se intentaba defender ciertos intereses de las clases y sectores sociales subordinados, especialmente del artesanado. Reivindicaciones como la protección a los talleres artesanales y la reforma o abolición del servicio militar en la Guardia Nacional, fueron levantadas por los trabajadores urbanos calificados, tanto en coyunturas electorales como de manera permanente, sirviendo de base para la lenta conformación de un movimiento popular. La experiencia de la Sociedad de la Igualdad de 1850 marcó un hito altamente simbólico, que posteriormente adquiriría características míticas como un hecho fundacional del movimiento popular chileno. A pesar de su valor emblemático y práctico (el aprendizaje político realizado en sus filas por numerosos obreros y artesanos), esta experiencia se inscribió aún en el marco de la participación política subordinada de “los de abajo”. Características similares tuvo la incorporación de estos sectores en los bandos que se enfrentaron en las guerras civiles de 1851 y 1859 y en las justas electorales de la década de 1850, 1860 y 1870. Aunque en ciertos momentos se vislumbraron acciones más autónomas de algunos grupos de trabajadores, fundamentalmente durante las guerras civiles, es preciso subrayar que la tónica dominante seguía siendo la supeditación a las elites dirigentes.[2]
Sin embargo, desde la instauración de la llamada República Liberal (1861-1891) y a medida que la liberalización del país avanzó hacia un sistema político más inclusivo y con mayor respeto por los derechos fundamentales, los trabajadores mejor calificados fueron constituyéndose en movimiento organizado tras un ideario de “regeneración del pueblo” de carácter ilustrado, democrático y liberal-popular. El movimiento popular que tomó cuerpo en aquellas décadas no solo impulsó la creación de mutuales, cooperativas, cajas de ahorro, sociedades filarmónicas de obreros, escuelas vespertinas de artesanos y periódicos, sino que también incursionó en la política como un medio para apoyar sus reivindicaciones y conseguir la transformación de la elitista institucionalidad política liberal en un sistema efectivamente democrático que considerara los intereses de los trabajadores.[3]
La liberalización del país alentaba las esperanzas que obreros y artesanos ponían en su participación en la vida política institucional, principalmente a través de las votaciones en los cuerpos representativos del Estado. Durante la República Liberal el sistema político seguía siendo oligárquico, aunque, a diferencia de lo que había ocurrido en la República Conservadora, se abría a todas las facciones de la clase dominante y era crecientemente competitivo. Más aún, desde mediados de la década de 1870 ofreció pequeños espacios de participación política a algunos grupos populares al suprimir el censo o requisito de riqueza para acceder a la “ciudadanía activa”, dejando como única exigencia para el uso de los derechos políticos, saber leer y escribir. Era, en la práctica, la instauración del sufragio universal masculino, aunque de manera muy acotada debido a las altas tasas de analfabetismo. Esta “democracia elitaria de negociación” efectuó, pacíficamente entre 1860 y 1891, reformas liberales como la mencionada ampliación del sufragio masculino, la reforma de la ley de imprentas y el voto de las “leyes laicas” (de registro civil, matrimonio civil y cementerios laicos)[4].
El movimiento popular organizado trató de aprovechar los espacios y oportunidades que le ofrecía la liberalización en curso, apostando a una estrategia de ampliación de libertades públicas y democratización paulatina del sistema político. A pesar de que durante mucho tiempo el movimiento de trabajadores en pro de la “regeneración del pueblo” siguió sirviendo de apoyo al liberalismo oficial con el que compartía sus proyectos de laicización del Estado y de la sociedad, desde 1882 empezaron a desarrollarse experiencias que implicaban el esbozo de una actividad electoral más independiente de los sectores populares inspirados por una lectura plebeya del ideal liberal. A través de una organización sociopolítica –la Sociedad Escuela Republicana– algunos grupos de obreros y artesanos levantaron en 1882 y en 1885 las primeras “candidaturas obreras” como expresión de la corriente liberal popular al interior de la gran “familia liberal”. Las campañas de apoyo a estas candidaturas –en las que se involucraron varias mutuales y otras asociaciones populares de Santiago, Valparaíso, Chillán y Concepción– fueron concebidas como una forma de defender los intereses de los trabajadores a través de la acción de sus propios representantes en los municipios y en el Parlamento nacional [5].
Los trabajadores debían auto representarse, sin confiar en los políticos que solían servirse de ellos. Algunos oradores populares de Valparaíso que apoyaron la campaña municipal de ciertos trabajadores mutualistas en 1885 explicaron que “[…] ya era tiempo de que los obreros porteños, sin dejar de ser fuerza auxiliar de los partidos liberal y radical, separados o unidos, trabajaran por elevar independientemente de su seno a los obreros más ilustrados y prestigiosos para que a nombre del pueblo tomen parte de la cosa pública, ahora como ediles y más tarde, si lograba establecerse el Círculo Político de Obreros, como diputados a los futuros congresos”[6].
Las “candidaturas obreras” de 1882 y 1885 tuvieron un destino irregular: ninguno de sus abanderados resultó elegido parlamentario, pero varios candidatos apoyados por las asociaciones populares consiguieron ocupar puestos municipales en Chillán y Concepción. A pesar de ello, estas campañas sentaron un precedente de incipiente aspiración a la independencia política de los trabajadores [7].
La fundación en 1887 del Partido Democrático (PD), primera formación política de raigambre netamente popular, compuesta por artesanos, obreros y algunos jóvenes intelectuales de las capas medias, significó un paso más decidido en la autorrepresentación política de los sectores populares y su participación en las contiendas electorales. Su programa apuntaba a la transformación progresiva del Estado oligárquico a un Estado democrático. Su estrategia combinaba el impulso de ciertas reivindicaciones populares con la participación electoral como vía privilegiada para la conquista de espacios institucionales a fin de hacer realidad el primer punto de su Programa: la “emancipación política, social y económica del pueblo”[8]. Para alcanzar estos fines, el PD se proponía “trabajar por obtener la debida representación en los diversos cuerpos políticos, Congreso, municipio, juntas electorales, etc.”[9].
Las primeras incursiones electorales del PD no fueron exitosas: a la tradicional intervención del poder ejecutivo en las votaciones, se sumaban el cohecho y el polarizado ambiente político que culminó en la guerra civil de 1891, lo que hacía muy difícil que prosperara la “tercera vía” propuesta por este partido[10]. Sin embargo, en los años inmediatamente posteriores a la guerra civil, en el marco de la flamante República Parlamentaria, que anuló por completo el poder presidencial al trasladar el eje de la política nacional al Parlamento, donde debatían y zanjaban sus disputas los partidos de la oligarquía, el PD cosechó los primeros frutos de su actividad electoral. Hacia mediados de la última década del siglo ya tenía un diputado y cuarenta y cinco concejales municipales en varias de las ciudades más importantes del país[11]. Eran resultados modestos pero alentadores, sobre todo si se tomaba en cuenta que el cohecho practicado por los partidos oligárquicos adquiría cada vez mayores proporciones como mecanismo de sustitución de la antigua intervención presidencial, y considerando, también, que los demócratas habían obtenido dichos puestos representativos practicando una política de “autonomía absoluta”, esto es, sin alianzas o pactos de ningún tipo con otras formaciones políticas, de acuerdo con los principios fundacionales del partido.
Mas varios factores hicieron inviable la “autonomía absoluta” de “la Democracia”[12]. Entre ellos destacaban dos elementos. En primer lugar, el sentimiento anticonservador de su militancia que empujaba a muchos demócratas a aliarse con distintas tendencias y partidos del arco liberal. A esto se sumaba el imperativo pragmático de la dirigencia del PD, de “defender” las diputaciones alcanzadas en el contexto de la nociva práctica política imperante en aquella época que permitía a la Cámara de Diputados “calificar” las elecciones, o sea, ratificar o modificar el veredicto de las urnas en función de espurios acuerdos partidarios. Para superar ese obstáculo, el sector hegemónico de la dirección demócrata encabezada por Malaquías Concha y Artemio Gutiérrez logró –con grandes dificultades debido a la resistencia del ala izquierda del partido reticente a la alianza con los partidos oligárquicos– imponer en 1896 el ingreso del partido a la Alianza Liberal. La entrada del PD a ese bloque y al juego parlamentarista acarreó el inicio de un germen de corrupción política que años más tarde produciría una división duradera en su militancia[13].
La puerta quedaba abierta para que el sector hegemónico, so pretexto de defender los intereses del partido, incurriera en las alianzas, pactos y compromisos más variados y alejados del ethos autonomista proclamado por “la Democracia”. En términos electorales las ganancias eran claras: en 1897 el partido obtuvo dos diputados y aumentó cuantiosamente su representación municipal, pero el costo era el alejamiento cada vez más pronunciado de su pureza doctrinaria. Aunque periódicamente las convenciones demócratas afirmaban como un rito consagrado su “autonomía absoluta”, esta ya era cosa del pasado. Desde que el partido se había sometido plenamente al juego parlamentarista, no le quedaba más alternativa que aliarse con uno de los bandos de la clase dirigente, so pena de ver desaparecer sus escasos representantes de los puestos de representación popular. Como la unión con la Coalición era descartada por formar parte de ella el enemigo principal representado por el Partido Conservador, la convergencia obligada –si el PD quería seguir en el juego representativo institucional– era la Alianza Liberal. No obstante, la idea de un candidato propio era acariciada en algunos círculos demócratas. Así, al expirar el siglo, estaban dadas las condiciones para que nuevas tendencias contestatarias se afirmaran en su seno buscando retomar su definición política original[14].
La cuestión electoral fue –desde los últimos años del siglo XIX– una línea divisoria en el seno del movimiento popular, porque la incorporación del PD a la Alianza Liberal y al juego parlamentarista no solo suscitó polémicas y divisiones en su interior; también provocó algunos desprendimientos de militantes demócratas que constituyeron las primeras y efímeras organizaciones socialistas chilenas. Si bien estos nuevos referentes no eran reacios a la utilización del voto como arma para hacer avanzar las conquistas de los trabajadores, diferían de la política aliancista impulsada por la dirección de “la Democracia”. Más radicales aún eran los primeros núcleos anarquistas que empezaron a formarse hacia 1898. De acuerdo con los postulados universales de su corriente, los ácratas chilenos se oponían porfiadamente a cualquier forma de inserción en la política institucional y rechazaban de plano la participación en las elecciones de los cuerpos representativos del Estado, tal como se expresaba en uno de sus periódicos en 1900:
Es preciso que las clases trabajadoras de Chile imiten a las de otros países más adelantados, que no asistiendo a las urnas, han negado su voto aun a los mismos obreros que iban al poder, seguros de que estando arriba se olvidan de todas las promesas hechas en discursos y proclamas, y solo piensan favorecerse ellos y sus secuaces.
Pensamos que el único medio de mejorar moral y materialmente a los proletarios, es la revolución social que barra con todas estas instituciones que son una vergüenza para la humanidad [15].
Entretanto, la política electoral causaba efectos contradictorios en el PD. Si bien su cuota de representantes en las municipalidades y en el Parlamento seguía creciendo, lenta pero regularmente, y sus diputados se destacaban en la presentación de los primeros proyectos de legislación social, las polémicas por la cuestión de las alianzas con los partidos burgueses desembocaron en 1901 en un fraccionamiento de larga duración de sus alas reglamentaria y doctrinaria. A pesar de su división, en 1906 el partido consiguió elegir seis diputados, pero a costa de la pérdida de su autonomía electoral, puesto que hasta los doctrinarios ya estaban estableciendo pactos con sectores del liberalismo, en circunstancias que sus camaradas reglamentarios se aliaban con partidos del otro bloque, incluso con los conservadores. Ese mismo año, cada fracción apoyó a un candidato burgués distinto a la Presidencia de la República. La realpolitik de la República Parlamentaria reducía a una simple hoja de parra las proclamaciones de principios autonomistas de los demócratas y los arrastraba a prácticas de corrupción cada vez más parecidas a las de los partidos oligárquicos, acentuando, de paso, la división en su seno. Es más, tres de las seis diputaciones conseguidas a comienzos de año se perdieron debido a las maniobras arteras de otros partidos que, aprovechando las divisiones internas de los demócratas, les arrebataron esos cargos en el proceso de “calificaciones” efectuado en el Congreso Nacional. Y para colmo de males, la participación en las elecciones despertaba apetitos en la militancia del partido, generando disputas personales y de grupos que ambicionaban, más allá de todo principio, llenar con uno de los suyos los puestos de candidatos.
El surgimiento y fortalecimiento de una corriente socialista en el seno de la fracción doctrinaria del PD estuvo ligado en buena medida al descontento que producían, estas prácticas electoralistas, en el sector demócrata más radicalizado y vinculado con el emergente movimiento obrero. Aunque estos militantes no despreciaban la actividad electoral, la subordinaban al desarrollo autónomo de las luchas de los trabajadores y se proponían ya no solo la conquista de la democracia, sino el socialismo como horizonte de su acción.
En 1912, la ruptura se consumó cuando un puñado de militantes conducidos por el obrero tipógrafo Luis Emilio Recabarren constituyó en el norte salitrero el Partido Obrero Socialista (POS), germen del futuro Partido Comunista de Chile (PC) [16]. Muchas de las razones esgrimidas por los socialistas de Recabarren para explicar su ruptura con “la Democracia” se relacionaban con las cuestiones electorales y la política de alianzas:
1.- Porque el Partido Demócrata en su acción durante toda su existencia, se ha unido a los partidos de la clase capitalista y enemigos del progreso de los trabajadores. 2.- Porque mediante pactos comerciales con aquellos partidos, en cada campaña electoral, el Partido Demócrata ha contribuido a consolidar el poder de la burguesía capitalista, en perjuicio de la naciente organización de los trabajadores. 3.- Porque el Partido Demócrata jamás se ha preocupado de organizar a los trabajadores para la defensa de sus intereses económicos, ni se ha preocupado de la instrucción del pueblo, por medio de la conferencia o del periódico. 4.- Porque muchos candidatos, con el silencio autorizado del Partido, han practicado el cohecho contribuyendo a la corrupción, al igual que los demás partidos. 5.- Porque el Partido en sus diversas convenciones se ha negado a establecer un programa de reivindicaciones obreras. 6.- Porque el inciso 7º del artículo 49 del Reglamento General del Partido, autoriza al Directorio General para anular cualquier disposición reglamentaria, lo cual autoriza al despotismo. 7.- Porque la conducta de los diputados del Partido ha sido siempre deficiente, incompleta e inconsecuente. Los discursos y declaraciones con que algunos representantes han creído defender los derechos del pueblo, han sido destruidos por sus actos de apoyo a mayorías deshonestas[17].
A partir de ese momento, tres fuerzas se disputarían la conducción de los movimientos populares: los anarquistas, cuyos postulados los hacían excluir toda posibilidad de actuación en el terreno electoral, los demócratas y los socialistas. Para estas últimas corrientes, las elecciones eran un terreno válido, aunque sus políticas diferían en aspectos sustantivos. Tal como ha sido expuesto, los demócratas se habían deslizado por una pendiente de la cual no volverían a salir. Su pragmatismo político no solo los llevaba a contraer todo tipo de alianzas, desde 1916 también empezaron a participar en gabinetes ministeriales de variado signo. A pesar de que los ministros demócratas promovieron proyectos destinados a hacer realidad parte del programa reformista del partido (leyes de accidentes del trabajo y seguro obrero; creación de escuelas industriales, salubridad y seguridad del trabajo, habitaciones obreras baratas, jornada de trabajo de ocho horas en todas las obras públicas y Juntas permanentes de Conciliación y Arbitraje en los conflictos entre el capital y el trabajo, entre otros[18]), estos logros se obtuvieron a expensas de su conversión en una máquina electoral y de distribución de cargos públicos, participando en gobiernos preocupados más por la contención de los movimientos populares, que por la satisfacción de sus principales demandas. Ello explica que, a pesar de la mantención de su retórica izquierdista, el PD estuviera ausente o participara a remolque en las grandes luchas populares del período 1918-1921. Con todo, la plena inserción de “la Democracia” en el juego parlamentario y su colaboración ministerial, le brindaron buenos frutos electorales. En 1918, su representación en el Congreso Nacional se elevó a dos senadores y seis diputados[19]; en 1921, a dos senadores y doce diputados, llegando a ser la cuarta fuerza política del país en el número de diputaciones. Lo anterior, excluyendo sus doscientos tres regidores o concejales municipales[20]. Mas, como está dicho, su ascendiente electoral e institucional ya no corría a la par con su lugar en los movimientos sociales populares, especialmente en el movimiento sindical.
El POS tenía una aproximación muy distinta a la cuestión electoral. Los socialistas estimaban que para realizar su ideal, los trabajadores debían agruparse gremialmente (en sindicatos) para defender sus intereses frente a la clase burguesa, formar cooperativas para abaratar el costo de la vida y organizarse políticamente a fin de afianzar, a través de sus representantes, las conquistas que obtuvieran con la organización gremial y cooperativa. La lucha política implicaba la participación en las elecciones para elegir representantes en los cuerpos del Estado (municipalidades, Parlamento y gobierno central). Sin embargo, los socialistas no pretendían conquistar mayorías en dichos comicios, sino, simplemente, utilizar las elecciones como un instrumento para difundir su mensaje a sectores más vastos de los trabajadores, por lo tanto, su llegada a los municipios y al Parlamento era concebida como un medio para realizar un trabajo de crítica, agitación y propaganda antisistémica. Solo a nivel municipal, los socialistas de Recabarren alentaban algunas ilusiones acerca de la posibilidad de impulsar algunas iniciativas en beneficio de los sectores populares. Esta visión era realista, ya que los exiguos recursos financieros del POS y las viciosas prácticas electorales de la época, que iban desde el cohecho más desvergonzado hasta la intervención arbitraria e ilegal de las autoridades, pasando por fraudes perpetrados a plena luz del día, se alzaban como obstáculos insuperables para una fuerza política rupturista aún débil e inexperta. Es por esto que, durante toda su existencia (1912-1921) el POS obtuvo resultados electorales muy modestos, alcanzando recién en 1921 el 1,4% de los sufragios nacionales en las elecciones parlamentarias. Aunque es necesario precisar que en ciertas provincias –como las del norte salitrero– su caudal de sufragios fue siempre importante, alcanzando ese mismo año votaciones que oscilaron entre el 46% y el 50,3%. A lo que habría que agregar que a nivel municipal en algunas comunas de esas mismas provincias, el POS conquistó una representación nada despreciable[21].
El POS, al igual como lo haría a partir de 1922 su sucesor, el PC, no descuidó la acción en el plano electoral, pero sin alentar ilusiones acerca de la posibilidad de cambio revolucionario a través de la vía parlamentaria. Los dos primeros diputados del POS, Luis Emilio Recabarren y Luis V. Cruz, que debido al cambio de nombre del partido en enero de 1922 se convirtieron en los primeros parlamentarios comunistas chilenos, siguieron el postulado leninista consistente en utilizar el Congreso Nacional como una tribuna de agitación, crítica y denuncia del sistema capitalista y de las instituciones burguesas[22]. Para ellos el cambio revolucionario no pasaba por las elecciones ni por el Parlamento; a lo sumo, las victorias electorales comunistas podían acercar el triunfo de la revolución social, pero nunca provocarían por sí solas su advenimiento. En 1921, cuando aún existía el POS, Recabarren exclamaba:
¿Quieren los obreros que vaya a la Cámara a hacer leyes obreras, opuestas a las leyes burguesas?
No. Ya comprendemos los obreros que el problema social no se resolverá por medio de las leyes, pues, la burguesía capitalista, jamás habrá de permitir que se hagan leyes benéficas para el pueblo y si algunas se hicieren no las respetará.
Entonces, ¿para qué hacer más leyes?
De la Cámara burguesa jamás saldrá una ley que determine la verdadera libertad, ni el verdadero bienestar y felicidad popular. Jamás. La historia del pasado es la prueba, porque jamás se ha hecho leyes que acaben con la esclavitud.
Si la representación socialista fuera al Congreso a contribuir a la dictación de nuevas leyes, no iría a obtener la verdadera libertad que necesitamos, ni a obtener verdadero beneficio para la familia obrera.
Cualquier ley que un diputado socialista obtuviera, con apariencias beneficiosas, no serviría para nada para el pueblo, puesto que nunca han servido y en cambio contribuiría a mejorar las condiciones del estado capitalista, postergando y retardando la verdadera emancipación popular, a la vez que haciendo confiar al pueblo en esperanzas que jamás se transformarán en bienestar social [23].
Según Recabarren, la felicidad del pueblo se alcanzaría mediante “la reconstrucción total de la organización del Estado”, y esa no podía ser obra de un parlamento capitalista; solo el pueblo sería capaz de llevarla a cabo. Por eso los socialistas no debían “ofrecer hacer leyes para parchar una organización ruinosa”. Los representantes de su partido utilizarían la tribuna parlamentaria a fin de mostrarle al pueblo la incapacidad de la burguesía y la inutilidad de sus leyes[24]. Al año siguiente, cuando el POS ya había adoptado la denominación de PC, el mismo líder reafirmó la línea revolucionaria que debía guiar la acción de los parlamentarios comunistas:
Un representante comunista no va al Congreso a hacer política, a ‘cooperar con los burgueses, a pedir empleos, a mendigar sueldos, o a intrigas entre pasillos’.
El parlamentario comunista investido de la representación de un partido serio que encierra en sí las aspiraciones y la voluntad de las masas ya no sumisas: va a la Cámara a destruir, a despedazar con su crítica libre y severa, la dialéctica jesuítica y sofística de los representantes burgueses; y a iluminar, con el resplandor de la doctrina comunista, los problemas vitales que nos acosan.
El representante comunista en la Cámara, sigue siendo antiparlamentario, sigue combatiendo al parlamentarismo; y sus ideas en el Congreso, no difieren de las que expresara en vísperas de elecciones, y en su vida privada, ante sus electores[25].
LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICO-LIBERAL
La desconfianza en los parlamentos burgueses no mermó la convicción de los comunistas chilenos en la necesidad de competir en las votaciones a fin de llevar la lucha política al seno de las instituciones representativas burguesas. A partir de 1924, el PC participó en diversos procesos electorales y, contradictoriamente, desarrolló un discurso antiparlamentarista influenciado por la línea ultraizquierdista del llamado “Tercer período” de la Internacional Comunista (1928-1934).
En 1925 integró coaliciones electorales de centro izquierda en las elecciones presidenciales y en las parlamentarias (en alianza con el PD y otras fuerzas), consiguiendo elegir dos senadores y siete diputados. Al término de la dictadura populista del general Ibáñez (1927-1931), en el contexto del clima de gran inestabilidad política provocado por los devastadores efectos de la depresión económica internacional que golpeó con particular rudeza a Chile, el PC reanudó su participación en el juego electoral. Hasta mediados de esa década sus resultados fueron modestísimos: las candidaturas presidenciales de su líder Elías Lafertte obtuvieron apenas 0,86 y 1,2% de los votos en 1931 y 1932, respectivamente[26]. Esta ambigua posición –dentro y fuera de la institucionalidad al mismo tiempo– terminó con la adopción de una nueva estrategia comunista, consistente en la implementación de una amplia política de alianzas de carácter antifascista y antiimperialista, concretada en 1936 en la formación del Frente Popular junto con el Partido Radical (PR), el flamante Partido Socialista de Chile (PS), el PD y la Confederación de Trabajadores de Chile (CTCH), multisindical dirigida por socialistas y comunistas[27]. Está casi demás decir que esta línea era perfectamente coincidente con el giro de la política internacional soviética y con la política de frentes antifascistas, impulsada desde mediados de la década de 1930 por la Internacional Comunista.
Desde 1933, el panorama de la izquierda chilena venía cambiando: el PD estaba entrando en franca decadencia, los opositores a la creciente influencia de la Internacional Comunista en el seno del PC habían roto con ese partido y formado la Izquierda Comunista (IC), cercana a la corriente trotskista, aunque, lo más relevante, ese año varios grupos confluyeron en la fundación del PS, que en su declaración de principios “aceptó como doctrina y método de interpretación de la realidad, el marxismo, enriquecido por todos los aportes del constante devenir”. El PS hizo suyos conceptos como lucha de clases, socialización de los medios de producción y gobierno de trabajadores e internacionalismo; puso énfasis en lo latinoamericano y rechazó las internacionales, tanto la II socialdemócrata como la III comunista. Estos principios y su pretensión de conseguir la representación política de los trabajadores lo hicieron entrar en dura pugna con los comunistas que, por su parte, aspiraban al mismo objetivo[28]. Socialistas y comunistas mantuvieron hasta 1935 una retórica izquierdista rupturista, sin que ello impidiera su participación regular en las elecciones de distinto tipo. Durante sus primeros años, el PS mantuvo una ambivalencia entre la vía electoral y la vía violenta, de acuerdo con la percepción de la democracia burguesa como un simple medio para llegar al socialismo, pero –como bien señala el historiador norteamericano Paul Drake– “nunca se preparó para la revolución armada y se dedicó a las elecciones”[29].
Fue así como a fines de 1934, el PS constituyó el Block de Izquierdas con el Partido Radical-Socialista, el PD y la IC, combinando la mantención discursiva de los principios con una política pragmática destinada a ganar influencia en los espacios institucionales para, desde allí, difundir su mensaje revolucionario. La justificación de esta política por parte de los socialistas era muy similar a la sostenida por el PC y su ancestro, el POS. Hacia mediados de 1935, un semanario socialista la explicaba en estos términos:
Al Partido Socialista no interesa un mayor número de bancas parlamentarias. Partido revolucionario, de clase, organizado nuclearmente, no puede ver en el Parlamento sino un simple medio de lucha, una tribuna más… […] Pero si el Partido Socialista no puede ni debe limitarse a una mera lucha política, tampoco es posible que, en nombre de razones políticas también, entre a pactar con partidos burgueses de centro sin más objeto que el de hacer, en este caso, oposición al régimen […]. Si las fuerzas de mera oposición política prestan también su cohesión electoral al candidato de la clase media y del pueblo organizado revolucionariamente, no queda sino felicitarse de que también los sectores políticos de centro comiencen a comprender cuál es su sitio en esta histórica lucha… Pero ello no significa que el Block parlamentario de Izquierda tuerza o varíe sus consignas unánimes de lucha, ni mucho menos que el Partido Socialista, […] se desvíe en un ápice de su línea de acción doctrinaria en el terreno de la brega política, la lucha sindical o la agitación revolucionaria[30].
La adopción, a mediados de la década de 1930, de la política frente populista representó un “gran viraje” de los dos principales partidos políticos de la izquierda chilena, que pasaron de una estrategia radical y rupturista a una esencialmente gradualista, parlamentaria e institucional[31]. Los resultados electorales fueron muy positivos: la llegada del PS y del PC al gobierno en coalición con el PR significó un cuantioso aumento de la representación municipal y parlamentaria de ambos partidos de izquierda, amén de la obtención de puestos ministeriales y otras posiciones en el aparato administrativo del Estado. El PS pasó del 11,17% de los votos en las elecciones parlamentarias de 1937 al 16,69% en las de 1941, pero debido al desprendimiento de algunas fracciones bajó al 7,2% en 1945; mientras que el PC saltó en los mismos años de 4,16% al 11,8% y al 10,2%, respectivamente. El mayor progreso electoral de los partidos de la izquierda durante los tres gobiernos frente populistas presididos por los radicales lo experimentó el PC en las elecciones municipales, al aumentar de un 8,68% de los sufragios emitidos en 1944 al 16,52% en 1947, en circunstancias que el PS obtuvo un crecimiento ínfimo durante el mismo período, pasando de un 8,48% a un 8,72% [32].
La experiencia de los gobiernos frente populistas hegemonizados por el PR terminó frustrando las esperanzas de la izquierda y de vastos sectores populares. Estos gobiernos realizaron una serie de reformas democráticas entre 1938 y 1947, las que favorecieron a los trabajadores urbanos y a los sectores medios, también propinaron un importante impulso a la industrialización del país, mas, a cambio de ello, la izquierda socialista y comunista debió respetar irrestrictamente los intereses de la “burguesía nacional” y sacrificar al campesinado, posponiendo indefinidamente la realización de la reforma agraria y el derecho a sindicalización de los trabajadores del campo[33].
Finalmente, el proyecto desarrollista fracasó debido a su dependencia de la tecnología y de los créditos del extranjero. Desde fines de la década de 1940, se dispararon las tasas de inflación y de cesantía, males endémicos que caracterizarían la economía chilena durante décadas. Dicho en los términos del sociólogo Tomás Moulian, las coaliciones frente populistas “promovieron el crecimiento industrial pero no produjeron una ‘revolución capitalista’, [y] generaron una mayor democratización de oportunidades pero no una ‘revolución democrática’”[34]. En este marco, el “reformismo incompleto” de los frentes populares no tocó al latifundio ni nacionalizó las riquezas básicas ni democratizó duraderamente el régimen político[35]. Y para colmo de males, el desenlace de la política frente populista se coronó con una involución conservadora, ya que el último presidente radical, Gabriel González Videla, alarmado por el progreso electoral y la creciente influencia sindical de sus aliados comunistas, haciéndose eco de la política norteamericana de la naciente Guerra Fría, rompió su alianza con el PC, lo expulsó del gobierno en 1947 y lo ilegalizó en 1948 mediante la llamada Ley de Defensa Permanente de la Democracia.
La aplicación de esta ley –conocida también como la “Ley Maldita”– no solo sacó del juego político institucional a los comunistas durante una década, también puso en peligro el “Estado de compromiso” laboriosamente construido desde mediados de la década de 1920. No obstante la represión sufrida, sobre todo en la fase más dura de los años 1948-1952 (relegaciones, prisiones, exilios y supresión de los registros electorales de sus militantes), el PC nunca desechó la utilización de las elecciones como medio de lucha. Sirviéndose de instituciones de fachada, los comunistas prosiguieron su trabajo legal o semilegal a la par que mantuvieron en funcionamiento sus estructuras clandestinas. En 1952, el PC apoyó la primera candidatura presidencial de Salvador Allende, líder de una de las fracciones en que se hallaba dividido el PS, y a partir de 1956 comenzó a construir una nueva alianza de izquierda con los socialistas –Frente de Acción Popular (FRAP)– que en 1958 postuló por segunda vez a Allende a la Presidencia de la República. Allende fue derrotado por un estrecho margen por el representante de la derecha, gracias a una sospechosa candidatura populista que logró arrebatarle poco más de la cantidad justa de sufragios que le hubiera permitido triunfar[36].
Hasta ese momento, la participación en las elecciones no era materia de debate relevante en la izquierda [37] como sí lo era la cuestión de las alianzas. Se enfrentaban dos alternativas: la constitución de una alianza de los obreros y campesinos con los sectores medios y la “burguesía nacional”, en un “Frente de Liberación Nacional” para realizar la revolución democrático burguesa “anti imperialista, anti feudal y anti oligárquica” bajo hegemonía de la clase obrera, según la propuesta comunista; o un “Frente de Trabajadores” para conquistar un gobierno de trabajadores que abriera el paso al socialismo, de acuerdo con el postulado socialista[38]. Pero una serie de hechos nacionales e internacionales provocó un cambio de los ejes de la discusión en la izquierda. A las derrotas de las candidaturas de Allende en 1958 y 1964 se sumaron las repercusiones de la Revolución cubana, que promovió la vía armada como un modelo a seguir para las izquierdas de todo el continente. A ello se agregó la ruptura entre los partidos comunistas de China y la Unión Soviética, debido a la dura oposición china a las tesis proclamadas por la dirigencia soviética desde el XX Congreso del PCUS en febrero de 1956, acerca de la posibilidad de vía o tránsito pacífico hacia el socialismo y de coexistencia pacífica con el imperialismo. El cisma chino-soviético tuvo repercusiones en todo el mundo, y en el PC chileno, al igual que en muchos partidos comunistas, alentó las posiciones críticas de quienes acusaban a la dirección de ese partido de practicar una política reformista y de conciliación de clases expresada, entre otros aspectos, en el “cretinismo parlamentario” y en su estrategia de tránsito evolutivo, gradual e institucional como camino más probable para llegar al socialismo. Esta era la perspectiva, entre otros, de un grupo disidente comunista inspirado por las posiciones maoístas, que se organizó, a partir de 1966, como Partido Comunista Revolucionario (PCR) con la intención de ser una alternativa a la conducción “revisionista” del PC. A comienzos de 1964, cuando estos militantes aún formaban parte del PC, formulaban de esta manera su crítica a la dirección del partido:
El Partido Comunista de Chile ha trabajado sistemáticamente desde hace mucho, en procesos electorales y en promover ciertas conquistas sindicales. En el terreno electoral solo ha conseguido hacer triunfar a algunos candidatos burgueses en oposición a las fuerzas oligárquicas, candidatos que han terminado gobernando con los sectores más retrógrados y volviendo las espaldas al pueblo. Luego de elegidos no ha existido la fuerza revolucionaria (ni la intención de hacerlo) como para pasar a la ofensiva, cuando traicionan, arrojándolos del poder. El desengaño de las masas fue convertido luego en esperanza frente a algún otro representante de la burguesía, embarcándose por completo en nuevos procesos electorales que no han hecho más que postergar el camino de la revolución. No se trata de eludir un proceso electoral sino de darle su verdadero sentido revolucionario con plena conciencia de que el problema del poder no se definirá, en última instancia, por votos más o votos menos, sino a través de un enfrentamiento de clases, en que el pueblo está preparado, cualquiera que sea el resultado, para arrebatar el poder a los explotadores[39].
Críticas similares respecto de la acción de las direcciones del PC y del PS surgieron en otros sectores de ambos partidos, sobre todo en sus juventudes. A los pocos días de la derrota electoral de Allende en las elecciones presidenciales de 1964, un grupo de disidentes comunistas y socialistas agrupados en la Vanguardia Revolucionaria Marxista (VRM), que en su mayoría confluirían al año siguiente con otros grupos en la fundación del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), de tendencia guevarista, afirmaba que:
[…] la derrota sufrida en las urnas no es la derrota de los obreros, campesinos, estudiantes revolucionarios ni de las capas progresistas de la clase media. El descalabro electoral es la derrota de la llamada vía pacífica, del electoralismo conciliador, oportunista, sectario y vergonzante […] [40].
Las críticas a la “izquierda tradicional” que formularon las distintas corrientes de la nueva izquierda que empezó a brotar en Chile entre 1962 y 1966 apuntaban a un sinnúmero de aspectos relacionados entre sí: carácter de la revolución, campo de las alianzas, formas de lucha, tipo de partido, valoración de las elecciones y, de manera más general, la estrategia para llegar al poder. En la Declaración de Principios aprobada en el Congreso Constituyente del MIR realizado en agosto de 1965, se leía:
Las directivas burocráticas de los partidos tradicionales de la izquierda chilena defraudan las esperanzas de los trabajadores; en vez de luchar por el derrocamiento de la burguesía se limitan a plantear reformas al régimen capitalista, en el terreno de la colaboración de clases, engañan a los trabajadores con una danza electoral permanente, olvidando la acción directa y la tradición revolucionaria del proletariado chileno. Incluso, sostienen que se puede alcanzar el socialismo por la ‘vía pacífica y parlamentaria’, como si alguna vez en la historia de las clases dominantes hubieran entregado voluntariamente el poder [41].
Razonamientos muy parecidos se encuentran en el Programa del PCR, aprobado en su Congreso fundacional de febrero de 1966:
[…] las tácticas que se inspiran en la ilusión de un ‘camino pacífico’ hacia el poder, consisten en esencia en frenar el ascenso de la lucha de clases, manteniéndola en un plano que no haga peligrar la dominación de los explotadores, para evitar así que estos recurran a la fuerza de las armas, que los protege como clase gobernante. Este tipo de ‘lucha’ transcurre, por lo general, dentro de los marcos de las disposiciones legales que las clases reaccionarias han estatuido, para establecer los límites que les son aceptables con respecto a las exigencias y conquistas que pueden hacer los trabajadores. La ‘vía pacífica’, por consiguiente, es un camino reformista y de conciliación con el enemigo de clases, para impedir la ‘inevitable transformación de la lucha de clases en guerra civil’ [42].
La lógica que inspiraba a las direcciones de la “izquierda tradicional” era diametralmente opuesta, especialmente la del PC, que seguía sosteniendo con gran firmeza después de la derrota en las elecciones presidenciales de 1964, la teoría de la “vía pacífica” (o “no armada”) al socialismo. Para la cúpula comunista, “las formas de lucha más extremas” no eran siempre las más revolucionarias. Las formas de lucha más revolucionarias eran definidas por estos líderes como:
[…] aquellas que surgen de las condiciones económico-políticas concretas y que tienden a crear grandes movimientos de masas que luchan por transformaciones de contenido revolucionario que interpreten la etapa del desarrollo [43].
Esa era la línea seguida por el PC y por ello, sostenían, este partido impulsaba las luchas de masas y participaba en las elecciones a fin de alcanzar un mayor desarrollo, popularizar sus objetivos y fortalecer el movimiento nacional antiimperialista:
Mienten y tergiversan nuestra actitud al afirmar que sostenemos que no es posible la victoria revolucionaria por la violencia. Nuestro Partido no ha sostenido nunca esa estupidez, pues tenemos conciencia del papel que la violencia ha jugado siempre en la historia. El llamamiento a la violencia revolucionaria no se debe hacer en cualesquiera condiciones, y los cambios revolucionarios pueden también efectuarse sin ella, como producto de un poderoso movimiento de lucha de las masas populares.
El desarrollo por el camino sin lucha armada, o el desarrollo por el camino de la guerra civil, solo depende de las condiciones que se den en el proceso de la lucha.
En lo que respecta al parlamentarismo, este forma parte de la estructura política de nuestra sociedad y puede lograrse, a través de las fuerzas políticas de la clase obrera y del movimiento popular, que consiga e imponga a través del Parlamento, conquistas progresivas y reformas que aseguren las posiciones de la clase obrera y socaven el poder de la reacción y el imperialismo [44].
El impacto de la revolución cubana, el cisma chino soviético y otros acontecimientos internacionales como la disidencia yugoslava desde fines de la década de 1940 y la invasión soviética a Hungría en 1956, también produjeron efectos en el PS, floreciendo corrientes que comenzaron a cuestionarse elementos de la táctica tradicional de la izquierda, en particular la cuestión de los caminos para alcanzar el poder. En 1962 tuvo lugar una polémica entre los secretarios generales del PS (Raúl Ampuero) y del PC (Luis Corvalán) sobre variados temas, entre ellos, el de las vías de la revolución y el rol de las elecciones [45]. No obstante estas diferencias y el sesgo de mayor radicalismo teórico de las posiciones socialistas, ambos partidos continuaron unidos en el FRAP y luego en una alianza más amplia, la Unidad Popular (UP), en la perspectiva de alcanzar, mediante el sufragio universal, el gobierno para dar inicio a las transformaciones revolucionarias.
La estrategia seguida por los dos principales conglomerados de la izquierda chilena combinaba el impulso de las luchas reivindicativas de los sectores populares a través de huelgas, ocupaciones de terrenos, manifestaciones, marchas, paros nacionales y otras formas de lucha, preferentemente legales, con la participación regular en las elecciones. La profundización de la crisis económica y social, y los fracasos del segundo gobierno populista de Carlos Ibáñez (1952-1958), del gobierno de la derecha clásica de Jorge Alessandri (1958-1964) y del ensayo reformista demócrata cristiano de la administración de Eduardo Frei Montalva (1964-1970), que se desarrolló en estrecha articulación con la nueva política norteamericana para América Latina de “Alianza para el Progreso”, provocaron una agudización de los conflictos sociales, que fue acompañada de un sistemático crecimiento electoral de los partidos de izquierda. Entre 1960 y 1969 el PC pasó del 9,55% al 16,6% del electorado y el PS del 10,17% al 12,76%, cifras a las que habría que agregar en 1969 el 2,2% obtenido por la Unión Socialista Popular desprendida del PS [46].
Como es evidente, con estos porcentajes, la izquierda no podía aspirar seriamente a ganar la elección presidencial de 1970. Esta constatación produjo reacciones encontradas en sus partidos principales. Entre los socialistas, profundizó la desconfianza en la vía electoral provocada por la derrota de Allende en 1964. En su XXII Congreso realizado en Chillán, en noviembre de 1967, el PS se planteó la toma del poder para instaurar un “Estado revolucionario” que iniciara la construcción del socialismo y definió la lucha armada como el eje de su estrategia:
La violencia revolucionaria es inevitable y legítima. Resulta necesariamente del carácter represivo y armado del estado de clase. Constituye la única vía que conduce a la toma del poder político y económico y, a su ulterior defensa y fortalecimiento. Solo destruyendo el aparato burocrático y militar del estado burgués, puede consolidarse la revolución socialista [47].
Y para mayor claridad respecto del camino escogido, el texto aprobado por el plenario socialista de ese Congreso, señalaba que:
Las formas pacíficas o legales de lucha (reivindicativas, ideológicas, electorales, etc.) no conducen por sí mismas al poder. El Partido Socialista las considera como instrumentos limitados de acción, incorporados al proceso político que nos lleva a la lucha armada [48].
No obstante estas encendidas declaraciones, el PS continuó desplegando sus mejores esfuerzos en actividades legales y pacíficas. Aniceto Rodríguez, secretario general electo en el Congreso de Chillán, diría posteriormente que los dirigentes socialistas se encontraron en la disyuntiva de “congelarse” políticamente siguiendo la vía proclamada, “o bien, abordar objetivamente una realidad de participación en los procesos electorales”[49]. Animados por este pragmatismo y argumentando que no se trataba de rechazar la actividad electoral sino de subordinarla a la estrategia revolucionaria, los socialistas se involucraron a fondo en las elecciones parlamentarias de 1969 y, enseguida, en la campaña presidencial de 1970. Contrariando sus propias declaraciones, tal como lo reconoció el historiador socialista Julio César Jobet, en 1969 el PS “entró en compensaciones electorales, mostrándose ante los sectores populares principalmente interesado en obtener cargos parlamentarios, y no en dar cumplimiento cabal a la línea política acordada en Chillán” [50].
Además, el PS terminó plegándose a la política de “unidad popular democrática” preconizada por el PC, suerte de “Frente de liberación nacional”, más amplio que el “Frente de Trabajadores” impulsado por los socialistas desde la década de 1950 [51]. De este modo, el PS, según Jobet:
Poco a poco aceptó la línea defendida por el PC en orden a agrupar ‘las más amplias fuerzas anti-imperialistas y anti-oligárquicas’, en una alianza de partidos marxistas y no marxistas. El deslizamiento hacia esta nueva posición, que significaba liquidar el FRAP se vio favorecida [sic] por el cambio violento del Partido Radical hacia una plataforma y una conducta de izquierda y por la constitución del MAPU, conglomerado de los elementos democratacristianos partidarios de la unidad con las colectividades obreras [52].
La cuarta postulación del socialista Salvador Allende a la Presidencia de la República, esta vez como abanderado de la coalición de la UP, compuesta por socialistas, comunistas, radicales, mapucistas (disidentes de la Democracia Cristiana), socialdemócratas e independientes, ocasionó nuevos debates sobre la cuestión electoral en el seno de la izquierda chilena. El PC, el sector que representaba el propio Allende en el PS y otros integrantes de la UP, como el recién formado MAPU, adherían irrestrictamente a la estrategia escogida. En cambio, la mayoría del PS y, sobre todo, varias organizaciones situadas a la izquierda de la UP, declararon su profunda desconfianza en la vía electoral. Como un gesto frente a la recién formada UP, el MIR se limitó en 1969 a suspender la realización de acciones de propaganda armada y en mayo de 1970 declaró que no desarrollaría ninguna actividad electoral, afirmando que las elecciones no eran un camino para la conquista del poder:
Desconfiamos que por esa vía vayan a ser gobierno los obreros y campesinos y se comience la construcción del socialismo. Estamos ciertos de que si ese difícil triunfo electoral se alcanza, las clases dominantes no vacilarán en dar un golpe militar […] En ese caso no vacilaremos en colocar nuestros nacientes aparatos armados, nuestros cuadros y todo lo que tenemos, al servicio de lo conquistado por obreros y campesinos [53].
Posteriormente, en julio de 1970, en un documento interno el Secretariado Nacional de esta organización dio libertad a sus militantes para decidir votar o no [54].
Más radical en su rechazo al camino escogido por la mayoría de la izquierda fue el PCR, organización que a comienzos de 1970 ratificó a través de las páginas de su órgano teórico oficioso, la revista Causa Marxista-leninista, lo que había venido sosteniendo desde su nacimiento, esto es, concebir las elecciones como “una trampa contra el pueblo”, un instrumento para “legalizar” la dictadura antipopular de las clases dominantes y del imperialismo, argumentando de manera parecida al MIR la inevitabilidad del enfrentamiento armado entre explotadores y explotados:
La creencia de que el obtener más votos que los explotadores determinará que estos acepten suicidarse política y económicamente y hará que entreguen sus medios de producción y el poder que controlan, deja al pueblo totalmente inerme frente a la potencialidad represiva que sus enemigos ya poseen y que emplearán sin vacilación alguna para defender sus intereses […] A la postre e inevitablemente el problema del poder, como siempre ha ocurrido en la historia, deberá resolverse a través de un enfrentamiento violento y armado entre el pueblo y sus explotadores [55].
De acuerdo con estos planteamientos el PCR llamó a la abstención [56].
La victoria de Allende del 4 de septiembre de 1970 no terminó con estas discusiones en el seno de la izquierda chilena. Mientras el PC, un sector del PS y otras fuerzas de la UP vieron en ello la confirmación práctica de la posibilidad de iniciar la transición hacia el socialismo por medios pacíficos, para gran parte del propio PS, el MIR y otras franjas de la UP, además de algunas pequeñas organizaciones situadas fuera de la alianza que llegó al gobierno a comienzos de noviembre de ese año, la victoria electoral no significaba la negación de la inevitabilidad del enfrentamiento armado sino, a lo sumo, la configuración de un escenario político distinto.
El MIR, por ejemplo, reafirmó inmediatamente sus postulados anteriores, reconociendo solamente un error de apreciación consistente en sobrevalorar la fortaleza político-táctica con que la derecha enfrentaría un triunfo electoral de la izquierda y en subvalorar la capacidad de maniobra táctica de la UP en caso de vencer en las elecciones. De todos modos, sostenía la dirigencia mirista, la cuestión del poder seguía pendiente puesto que el aparato del Estado capitalista, especialmente sus Fuerzas Armadas, se mantenía intacto y las posibilidades legales de la UP de modificar sustancialmente el marco legal eran limitadas y difíciles [57]. El MIR asumió, en consecuencia, una posición de apoyo crítico al gobierno de Allende tratando de impulsar la lucha de masas para desbordar el marco institucional y preparar el inevitable enfrentamiento armado.
Los debates de la izquierda chilena sobre la cuestión electoral durante el gobierno de la UP se entreveraron con la discusión acerca de la estrategia para alcanzar el poder e iniciar la construcción del socialismo. Si bien todas las fuerzas de izquierda reconocían que la llegada al gobierno no significaba la conquista del poder (puesto que el Parlamento, la Justicia, las FF.AA. y casi toda la institucionalidad seguía bajo control o influencia de las clases dominantes), diferían en cuanto a la táctica y la estrategia para avanzar hacia la toma del poder. El PC, Allende y otros sectores cercanos a sus planteamientos sostenían la tesis que apuntaba a copar el Estado mediante una combinación de luchas sociales y políticas en las que la cuestión electoral y la búsqueda de un pacto con el centro (Partido Demócrata Cristiano) eran cuestiones fundamentales. El poder adquirido en el Estado sería utilizado para realizar una combinación de tareas democráticas, nacionales y “socialistas”. Era el proceso revolucionario a través de la “vía política”, según los términos empleados por el abogado y cientista político catalán Joan Garcés, asesor del Presidente Allende [58].
El lema que sintetizó esta posición fue “Consolidar para avanzar”. Por el contrario, la mayoría del PS, el MIR, buena parte del MAPU y otros sectores dentro y fuera de la UP que se propusieron la creación de un “polo revolucionario”, sostenían la tesis de la inevitabilidad del enfrentamiento armado y, por ende, la necesidad de su preparación mediante el impulso a la movilización de masas que desbordara la institucionalidad del Estado burgués. Esta posición afirmaba el carácter inmediatamente socialista del proceso en curso. Sus consignas fueron “Avanzar sin transar” y “Crear poder popular”, concibiendo este poder como paralelo y alternativo al Estado burgués [59]. Las polémicas entre estas corrientes tuvieron muchas veces un carácter canónico, esgrimiendo cada tendencia aquellos pasajes de los “clásicos” del marxismo (Marx, Engels y Lenin, principalmente) que mejor convenían a sus postulados [60]. Nadie alcanzó la hegemonía, produciéndose lo que Tomás Moulian ha denominado como un “empate catastrófico” en el contexto de una arremetida golpista que echó por tierra la experiencia de la “vía chilena hacia el socialismo” que pretendía evitar el terrible costo de una guerra civil [61].
La larga dictadura pinochetista (1973-1990) canceló las competencias electorales realizadas con un mínimo de garantías democráticas. No obstante, con motivo de los plebiscitos organizados por el régimen, la posición a asumir en dichas coyunturas fue objeto de discusiones en la izquierda y en el conjunto de la oposición. En 1980, la dictadura convocó, con tan solo un mes de anticipación, a un plebiscito para aprobar su proyecto constitucional elaborado en secreto durante siete años. La oposición se encontró ante la disyuntiva de participar, legitimando de ese modo una “consulta” realizada en medio de un clima de terrorismo de Estado, sin registros electorales (quemados por los militares golpistas), con los partidos políticos “en receso” y en desigualdad absoluta de condiciones para las opciones ofrecidas (aceptación o rechazo del proyecto de Constitución de la dictadura). En ese contexto, la disyuntiva no se tradujo en un debate importante en el seno de la izquierda.
Diferente fue en 1988: luego de un ciclo de masivas protestas populares, el régimen se encontraba en una fase de declive y de repliegue ordenado, negociado con los representantes de la oposición moderada (Democracia Cristiana, un sector del PS, entre otras fuerzas). Como esta transacción contaba con el beneplácito y activo incentivo de la Iglesia Católica y del gobierno norteamericano, las condiciones de la competencia plebiscitaria entre las alternativas del Sí (prolongación del régimen de Pinochet durante nueve años más) y del No (elecciones presidenciales dentro de catorce meses y cambio de gobierno tres meses más tarde) eran mucho más equilibradas que en 1980. Sin embargo, gran parte de la izquierda, el PC, un sector del PS, el MIR y otras organizaciones desconfiaban profundamente de esta salida negociada y de las posibilidades reales de que el régimen aceptara una eventual derrota en las urnas.
Finalmente, estos sectores de la izquierda se sumaron a regañadientes a la opción del No, debido al fracaso de su opción rupturista de derrocamiento de la dictadura [62], promovida sobre todo por el PC que, desde inicios de esa década, dando un giro táctico, había desarrollado la política de “rebelión popular de masas” basada en el impulso de “todas las formas de lucha” [63]. Estas polémicas se cruzaban con estrategias y objetivos divergentes que dividían a la izquierda desde fines de la década de 1970, respecto de cuestiones tan variadas como la valoración de los “socialismos reales”, el marxismo-leninismo, el tipo de partido, la democracia y la forma de poner término a la dictadura. Debates que produjeron la llamada “renovación socialista” y un reordenamiento general de las fuerzas de izquierda, temas acerca de los cuales no es posible extendernos en esta ocasión [64].
EPÍLOGO DE ACTUALIDAD: LA DEMOCRACIA NEOLIBERAL
La solución negociada entre los partidarios del régimen dictatorial y las cúpulas de la oposición moderada agrupadas en la Concertación de Partidos por la Democracia, coalición compuesta principalmente por la Democracia Cristiana, el PS, el PR y el Partido por la Democracia (PPD), dio origen a partir de marzo de 1990 a un sistema político que, basado en la Constitución reformada de 1980 y en el sistema binominal de elecciones parlamentarias, ha sido conceptualizado desde diferentes miradas críticas como una democracia “tutelada” y “protegida”. Sistema que garantiza la continuidad del modelo económico neoliberal impuesto por la dictadura y vacía a la democracia representativa de contenido real, al garantizar el derecho a veto al bloque parlamentario minoritario mediante el binominalismo en las elecciones de diputados y senadores [65].
En este contexto, el debate en la izquierda sobre la pertinencia de la utilización de las elecciones como medio para conquistar espacios democráticos y avanzar en la conquista de derechos para los sectores populares se ha presentado como una discusión acerca de la validez y los límites de este medio de lucha en un sistema que no reúne los requisitos mínimos para garantizar una justa representación a las fuerzas contestatarias del modelo, situadas fuera de los bloques hegemónicos de la derecha clásica (Alianza por Chile) y de la Concertación de Partidos por la Democracia, que gobernó el país durante los veinte años transcurridos entre marzo de 1990 y marzo de 2010.
Las respuestas a este problema han sido muy diversas. Socialistas, radicales y otras fuerzas que participaron en el gobierno de la Unidad Popular, plenamente integrados desde fines de los 80 en la alianza con la Democracia Cristiana en la Concertación de Partidos por la Democracia, han hecho de ese bloque y de la administración con “correctivos sociales” del modelo económico heredado de la dictadura, el centro de su política. El PC, por su parte, situado como oposición de izquierda a los gobiernos de la Concertación, optó durante largos años por postular candidatos propios o en alianza con pequeñas fuerzas afines en las elecciones municipales, parlamentarias y presidenciales, apoyando, a partir de 2006 en la segunda vuelta de las presidenciales, a los candidatos del bloque concertacionista para tratar de impedir el triunfo de la derecha tradicional. Pero como el sistema electoral binominal imperante en las elecciones parlamentarias produce la marginalización de las fuerzas políticas menores que no forman parte de una coalición, desde 2008 este partido empezó a establecer pactos de desistimiento mutuo con la Concertación en las elecciones municipales y parlamentarias [66].
Los resultados fueron relativamente auspiciosos para sus promotores: ese mismo año, tres comunistas fueron elegidos como alcaldes en las votaciones municipales y a partir de marzo de 2010, por primera vez desde el golpe de Estado, tres dirigentes del PC ocuparon escaños en la Cámara de Diputados.
El entendimiento entre el PC y la Concertación se profundizó durante la campaña para las elecciones municipales de octubre de 2012 [67] y se ahondó aún más con motivo de la campaña para las elecciones parlamentarias y presidenciales de 2013. A fines de mayo de este año, el Comité Central del PC decidió apoyar en las elecciones primarias del conglomerado opositor nucleado en torno a la Concertación a la expresidenta Michelle Bachelet, sin mediar siquiera el acuerdo de un programa de gobierno [68]. El horizonte inspirador de esta política, desde el punto de vista oficial comunista, fue definido por la Conferencia Nacional del PC, realizada en mayo de 2012, como la búsqueda de un “Gobierno de Nuevo Tipo”, resultante de una amplia convergencia político-social, siendo algunas de sus bases programáticas la plataforma de doce puntos del candidato concertacionista democratacristiano Eduardo Frei Ruiz-Tagle, derrotado en las elecciones presidenciales de enero de 2010, más el “Manifiesto por Democracia Social Ahora”, elaborado por varias organizaciones sociales con motivo del paro de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) de agosto de 2011 [69].
Del mero pacto de desistimiento mutuo con la Concertación, la dirección del PC llegó, finalmente, durante la campaña electoral de 2013, a un acuerdo programático con dicho bloque, lo que suscitó fuertes críticas en la izquierda, e, incluso, en sectores de su propia militancia y área de influencia que no logran asimilar el cambio de política de dicho partido: de severo crítico a la gestión neoliberal de la Concertación cuando esta fue gobierno, a su aliado en una coalición ampliada (“Nueva Mayoría”), con el argumento de la necesidad de combatir a la derecha y superar el neoliberalismo[70].
La crítica más dura desde el campo de la propia área de influencia del comunismo chileno la formuló el escritor Alejandro Lavquén, quien luego de señalar que el PC no representa a todos los comunistas sino solo a los “comunistas militantes”, sintetizó el juicio y el sentimiento de muchas personas de izquierda frente a la nueva política de la dirección de ese partido:
[…] tenemos claro, desde un análisis materialista dialéctico e histórico, que cuando un partido de Izquierda decide apoyar una candidatura con claros tintes neoliberales comete un grave error. Hoy, los actuales dirigentes del Partido Comunista, a cambio de escaños en el parlamento, han hipotecado la ideología y desafectado la identidad comunista forjada en la lucha contra la dictadura y en contra del neoliberalismo de las últimas dos décadas.
La famosa “nueva mayoría” que se invoca como panacea para apoyar a Bachelet, es solo un eslogan, una ilusión. Mientras no haya participación efectiva de las bases no habrá democracia verdadera. Hasta el más bobalicón se da cuenta que el discurso de los dirigentes de los partidos de la Concertación no se condice con su práctica diaria. Recomiendo solicitar, por ley de transparencia, los documentos de cómo han votado los proyectos de ley los parlamentarios concertacionistas en los últimos años. Desde mañana veremos a los dirigentes comunistas tratando de justificar lo injustificable y tratando de convencer al pueblo de las virtudes de la candidata; sin olvidarse, claro está, de decir que quienes los criticamos le hacemos el juego a la derecha. O sea, algo así como el discurso fascista de que los comunistas nos comemos las guaguas, pero al revés. Créanme, no se les ocurrirá un argumento más inteligente[71].
Las críticas a esta política desde la izquierda situada fuera de la Concertación (o de la Nueva Mayoría) no están inspiradas en una posición contraria por principios a la participación en competencias electorales, que solo es preconizada por los anarquistas o algunos grupos muy pequeños, sino porque ella es considerada por estos sectores como la “legitimación” de un sistema político que no alcanza los niveles mínimos para ser considerado democrático, y por el rechazo que les provoca la alianza con el bloque que administró y consolidó durante dos décadas ese sistema y el modelo económico neoliberal. Prueba de ello es que algunas pequeñas fuerzas de izquierda han intentado desarrollar una política electoral alternativa a la de los dos bloques dominantes, excluyendo establecer alianza con alguno de ellos, aunque con resultados más bien modestos. En las elecciones a concejales del 28 de octubre de 2012, el pacto conformado por el Partido Progresista (PRO) y el Partido Ecologista Verde obtuvo 4,51% de los sufragios; el Partido Humanista, 1,86% y el Movimiento Amplio Social (MAS), 1,19%, mientras que el Partido Igualdad logró solo 0,81% de los votos. Por su parte, el subpacto del PC y la Izquierda Ciudadana, insertado en un pacto más amplio de desistimiento mutuo con la Concertación, logró un 6,42% de la votación nacional, lo que le permitió elegir cuatro alcaldes y ciento dos concejales[72].
En las elecciones parlamentarias de 2013, estas fuerzas de izquierda aumentaron moderadamente su caudal de votos en comparación con las municipales del año precedente: el Partido Progresista obtuvo 3,79% de los sufragios a diputados, el Partido Humanista alcanzó el 3.36% en sus candidaturas a diputado y 3,47% en senadores, mientras que el Partido Igualdad apenas 1,09% en diputados y 1,57% en senadores. Además, de la elección a la Cámara de Diputados a fines de 2013 del ex líder estudiantil Gabriel Boric (Izquierda Autónoma), única candidatura “alternativa” que logró triunfar sin alianza alguna, rompiendo, de esta manera, con el “candado” binominal. Ello sin contar con el 4,11% obtenido por el Partido Comunista en diputados y 0,14% en senadores; además del 0,10% en diputados y 3,47% en senadores del Movimiento Amplio Social, estando ambas colectividades ya integradas a la Nueva Mayoría o coalición concertacionista ampliada[73].
Los debates en la izquierda sobre la pertinencia de la participación en las justas electorales se articulan con otras discusiones en curso actualmente en Chile, primordialmente en relación con la reforma del sistema electoral binominal, con el cambio de Constitución y con la necesidad de una Asamblea Constituyente como medio para alcanzar dicho cambio. La mayoría de la izquierda que está fuera de la Nueva Mayoría estima que la crisis de legitimidad de la institucionalidad política nacional ha llegado a un punto tal que solo un ejercicio democrático resultante de una Constituyente haría viable un nuevo sistema político, una “Segunda República” con alto apoyo ciudadano [74]. Esta posición se vio reforzada por la altísima tasa (60%) de abstención en las elecciones municipales de octubre de 2012, interpretada por la generalidad de los analistas críticos como un repudio al conjunto de la “clase política” y al sistema institucional vigente en el país, y por el porcentaje casi similar (58,02%) de abstención en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de fines de 2013 [75].
La exigencia de una Asamblea Constituyente ha cobrado más fuerza en este contexto. Ello cuestiona la legitimidad de la institucionalidad política heredada de la dictadura y, muy particularmente, las elecciones realizadas en base al sistema binominal[76].
CONCLUSIÓN
La cuestión electoral continúa siendo un factor de polémica y de diferenciación de las “dos almas” que han caracterizado y tensionado a la izquierda y al movimiento popular en Chile: una tendencia a la integración en el sistema institucional a fin de aprovechar sus espacios en función del logro de ciertos objetivos económicos, políticos y sociales que, generalmente, se ha traducido en estrategias gradualistas, reformistas, de ocupación paulatina del Estado y de evolución esencialmente pacífica, versus una tendencia rupturista, renuente a la integración sistémica, a los pactos con fuerzas “burguesas”, y que en algunos momentos de la historia ha proclamado o, incluso, intentado implementar políticas de corte insurreccional.
Aunque no siempre ha existido una coincidencia perfecta entre la aceptación o el rechazo de las elecciones como medio para la acumulación de fuerzas y la adscripción a estrategias más o menos proclives a la integración sistémica o a la ruptura revolucionaria, con frecuencia, quienes han puesto un énfasis particular en la actividad electoral se han inscrito en la perspectiva de las reformas graduales, la ocupación escalonada del Estado y las alianzas muy amplias (incluyendo eventualmente a la “burguesía nacional”). En contrapunto, aquellos que han percibido las elecciones como una trampa sistémica han manifestado mayor inclinación por políticas de ruptura revolucionaria y, en la mayoría de los casos, por alianzas exclusivamente populares. El debate y la pugna entre ambas posiciones siguen vigentes en el Chile actual.
Por Sergio Grez Toso
Doctor en Historia
NOTAS
[1] Análisis críticos de la Constitución de 1833 se encuentran, entre otras, en las siguientes obras: Julio César Jobet, Ensayo crítico del desarrollo económico-social de Chile, Santiago, Editorial Universitaria, 1955, pp. 33-35; Sergio Villalobos R., Portales, una falsificación histórica, Santiago, Editorial Universitaria, 1982, pp. 107-112.
[2] Sergio Grez Toso, De la “regeneración del pueblo” a la huelga general. Génesis y evolución histórica del movimiento popular en Chile (1810-1890), Santiago, Ediciones de la DIBAM – Editorial RIL, 1997, 1ª ed., pp. 177-236, 283-376, 389-426 y 485-525.
[3] Ibíd., pp. 427-552.
[4] Tomás Moulian, Contradicciones del desarrollo político chileno 1920-1990, Santiago, Lom Ediciones – Editorial ARCIS, 2009, pp. 10 y 11.5 Grez, op. cit., pp. 627-639.
[5] Grez, op. cit., pp. 627-639.
[6] “Reunión política de obreros”, El Mercurio, Valparaíso, 17 de abril de 1885.
[7] Grez, op. cit., pp. 621-639.
[8] “Programa del Partido Democrático. Aprobado en Junta General en 20 de noviembre de 1887”, El Ferrocarril, Santiago, 29 de noviembre de 1887.9 Ibíd.10 Sobre los primeros años de vida del Partido Democrático, véase Grez, op. cit., pp. 655-703.
[9] Ibíd.
[10] Sobre los primeros años de vida del Partido Democrático, véase Grez, op. cit., pp. 655-703.
[11] Héctor de Petris Giesen, Historia del Partido Democrático. Posición dentro de la evolución política nacional, Santiago, Imprenta de la Dirección General de Prisiones, 1942, p. 17.
[12] En la jerga de los militantes demócratas, “la Democracia” (casi siempre con mayúscula) era el Partido Democrático, tanto sus principios como su organización.
[13] Sergio Grez Toso, “El Partido Democrático de Chile: de la guerra civil a la Alianza Liberal (1891-1899)”, Historia N°46, vol. I, Santiago, junio de 2013, pp. 39-87; “Reglamentarios y doctrinarios, las alas rivales del Partido Democrático de Chile (1901-1908)”, Cuadernos de Historia N°37, Santiago, diciembre de 2012, pp. 75-130.
[14] Ibíd.
[15] “Nuestros propósitos”, El Ácrata, Santiago, 1 de febrero de 1900. Un desarrollo detallado de los postulados anarquistas en Sergio Grez Toso, Los anarquistas y el movimiento obrero. La alborada de “la Idea” en Chile (1893-1915), Santiago, Lom Ediciones, 2007.
[16] Sergio Grez Toso, Historia del comunismo en Chile. La era de Recabarren (1912-1924), Santiago, Lom Ediciones, 2011, pp. 23-36.
[17] El Despertar de los Trabajadores, Iquique, 6 de junio de 1912.
[18] Julio Heise González, El período parlamentario 1861-1925, tomo II, Santiago, Instituto de Chile – Editorial Universitaria, 1982, pp. 169 y 170; “Manifiesto a las agrupaciones del Partido Democrático”, El noticiero, Santiago, 10 de agosto de 1916; “El ministro Guarello empieza a mejorar la instrucción”, La Opinión, Santiago, 31 de julio de 1917; Las candidaturas de Zenón Torrealba a Senador, de vicente Adrián a Diputado y de Luis Torres Lucero a Municipal por Santiago. Breves consideraciones, Santiago, Imprenta y Librería Excelsior, [1923], pp. 46-55.
[19] “Triunfo aplastador de la Alianza”, La Opinión, Santiago, 4 de marzo de 1918; Enrique Turri Concha, Malaquías Concha el político, Santiago, Editorial Universitaria, 1958, p. 58.
[20] De Petris, op. cit., p. 61; Guillermo M. Bañados, Un año en el frente (15 de abril de 1920 al 15 de abril de 1921). Memoria presentada a la Convención Extraordinaria del Partido por el Senador por Santiago Guillermo M. Bañados, Santiago, Imprenta Excelsior, 1922, p. 18.
[21] Grez, Historia del comunismo…, op. cit., pp. 61-88.
[22] Los principales planteamientos del líder bolchevique sobre este tema se encuentran en Vladimir Ilich Lenin, La enfermedad infantil del “izquierdismo” en el comunismo, Pekín, Ediciones en Lenguas Extranjeras, 1972.
[23] Luis E. Recabarren, “¿A qué iré a la Cámara de Diputados?”, El Socialista, Antofagasta, 23 de febrero de 1921. Reproducido en Ximena Cruzat y Eduardo Devés, Recabarren. Escritos de prensa, tomo 4, 1919-1924, Santiago, Nuestra América Ediciones-Terranova, 1987, p. 101.
[24] Ibíd., pp. 101 y 102.
[25] Luis E. Recabarren S., “Partido Comunista de Chile adherido a la Internacional Comunista”, La Federación Obrera, Santiago, 7 de abril de 1922.
[26] Luis Durán B., “Visión cuantitativa de la trayectoria electoral del Partido Comunista de Chile: 1903-1973”. En Augusto Varas, Alfredo Riquelme y Marcelo Casals (Eds.), El Partido Comunista en Chile. Una historia presente, Santiago, Catalonia, 2010, pp. 231 y 232.
[27] Pedro Milos, Frente Popular en Chile. Su configuración: 1935-1938, Santiago, Lom Ediciones, 2008.
[28] Julio César Jobet, El Partido Socialista de Chile, Santiago, Ediciones Prensa Latinoamericana S.A., 1971, tomo I, pp. 39 y 115-120; Paul Drake, Socialismo y populismo en Chile 1936-1973, Valparaíso, Universidad Católica de Valparaíso, 1992, pp. 115-142.
[29] Drake, op. cit., p. 131.
[30] “El nuevo senador por Santiago”, Consigna, Santiago, 13 de julio de 1935. Citado por Milos, op. cit., p. 39.
[31] Tomás Moulian, “Violencia, gradualismo y reformas en el desarrollo político chileno”. En Adolfo Aldunate, Ángel Flisfich y Tomás Moulian, Estudios sobre el sistema de partidos en Chile, Santiago, FLACSO, 1985, pp. 13-68. La idea del “gran viraje” de la izquierda está expuesta más precisamente en pp. 49 y 50.
[32] Ricardo Cruz-Coke, Historia electoral de Chile. 1925-1973, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1984; Durán, op. cit., pp. 233 y 234.
[33] Tomás Moulian, Fracturas. De Pedro Aguirre Cerda a Salvador Allende (1938-1973), Santiago, Lom Ediciones, 2006, pp. 19-142 y Contradicciones del desarrollo político chileno 1920-1990, Santiago, Lom Ediciones – Editorial ARCIS, 2009, pp. 39-46.
[34] Moulian, Contradicciones…,op. cit., p. 40.
[35] Ibíd.
[36] Jorge Arrate y Eduardo Rojas, Memoria de la izquierda chilena, tomo I (1850-1970), Santiago, Javier Vergara Editor, 2003, pp. 321-332.
[37] Tal vez la única, débil y efímera excepción a esta tendencia ampliamente dominante fueron las posiciones del grupo liderado por Luis Reinoso, secretario de Organización del PC durante los primeros años de su clandestinidad. Entre 1949 y 1951, esta fracción intentó implementar una línea más “combativa”, que incluía ciertas acciones violentas por parte de un incipiente aparato paramilitar del partido, destinadas a estimular reacciones más radicales de las masas contra el gobierno de González Videla. Las posiciones del “reinosismo” fueron purgadas de manera expedita por la Dirección del PC: no hubo un debate informado de la militancia y los contestatarios principales fueron expulsados, recurriendo los dirigentes oficialistas a los anatemas característicos del estalinismo. A pesar de su ilegalización, el PC continuó intentando aprovechar los menguados espacios institucionales y las elecciones. Sobre este tema, véase Manuel Loyola, “‘Los destructores del Partido’: notas sobre el reinosismo en el Partido Comunista de Chile”, Izquierdas N°2, Santiago, diciembre de 2008: http://www.izquierdas.cl/revista/page/2/
[38] Arrate y Rojas, op. cit., pp. 305-308.
[39] “El espejismo revolucionario del C.C. del PC”, Principios marxista-leninistas, Santiago, febrero de 1964, p. 13.
[40] El Rebelde N°28, Santiago, septiembre de 1964. Citado en Carlos Sandoval, M.I.R. (una historia), Santiago, Sociedad Editorial Trabajadores, 1990, p. 10.
[41] “Declaración de principios del M.I.R. (Aprobada en el Congreso Constituyente de 1965)”, en Sandoval, op. cit., pp. 134 y 135.
[42] Programa del Partido Comunista Revolucionario de Chile, Santiago, Imprenta Bío-Bío, 1969. Para mayor ahondamiento de estas posiciones, véase, entre otros: Raimundo León, “La vía pacífica de Corvalán: camino contrarrevolucionario”, Causa Marxista-Leninista N°17, Santiago, abril de 1970, pp. 3-15.
[43] José Pino, “Los ‘revolucionarios’ anticomunistas”, Principios N°106, Santiago, marzo-abril de 1965, p. 78.
[44] Ibíd., p. 79.
[45] Arrate y Rojas, op. cit., pp. 347-360.
[46] Durán, op. cit., p. 235; Jobet, op. cit., tomo II, p. 146.
[47] Citado en Jobet, op. cit., tomo II, p. 130.
[48] Ibíd.
[49] Citado en Arrate y Rojas, tomo I, op. cit., p. 427.
[50] Jobet, op. cit., tomo II, p. 142. Véase también, Patricio Quiroga Z., Compañeros. El GAP: la escolta de Allende, Santiago, Aguilar, 2001, pp. 24 y 25.
[51] Sobre la política de “unidad popular” impulsada por el PC hacia fines de la década de 1960, véase, entre otros, Luis Corvalán, “Unidad popular para conquistar un gobierno popular”, Informe al XIV Congreso del Partido, 23 de noviembre de 1969 (Fragmentos). En Luis Corvalán, Tres períodos en nuestra línea revolucionaria, Dresden, RDA, Verlag Zeit im Bild, 1988, pp. 50-68.
[52] Jobet, op. cit., tomo II, p. 153.
[53] “El MIR y las elecciones presidenciales”, en Punto Final, N°104, Santiago, 12 de mayo de 1970. Citado en Pedro Naranjo et al. (edición a cargo de), Miguel Enríquez y el proyecto revolucionario en Chile. Discursos y documentos del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR, Santiago, Lom Ediciones – Centro de Estudios Miguel Enríquez, 2004, p. 65.
[54] Secretariado Nacional del MIR, Las alternativas electorales y el proceso revolucionario chileno, julio de 1970. Citado en Naranjo et al., op. cit., p. 65.
[55] “Las elecciones presidenciales: una siembra de ilusiones para impedir la revolución”, Causa Marxista-Leninista N°16, Santiago, febrero-marzo de 1970, pp. 2 y 3.
[56] Ibíd., p. 6.
[57] “El MIR y el resultado electoral”, Documento público Secretariado Nacional MIR, 28 de septiembre de 1970. Publicado en Punto Final N°115, Santiago, 13 de octubre de 1970 y reproducido íntegramente en Naranjo et al., pp. 111-125.
[58] Joan Garcés, El estado y los problemas tácticos en el gobierno de Allende, Buenos Aires, Siglo XXI Argentina Editores, 1974, especialmente pp. 254-277.
[59] Una caracterización sintética de ambas posiciones se encuentra en Moulian, Fracturas…, op. cit., pp. 239-252.
[60] Como es sabido, si bien en las obras de estos autores se pueden encontrar muchos argumentos para sostener la inevitabilidad del enfrentamiento violento (armado) entre las clases sociales antagónicas de la sociedad contemporánea, también es posible hallar planteamientos a favor de la participación en los parlamentos burgueses (como un medio de agitación y propaganda) o, incluso, de la posibilidad de un tránsito más o menos pacífico al socialismo. Aunque, a decir verdad, las afirmaciones que podrían sustentar las teorizaciones sobre la “vía pacífica” son más puntuales y, por regla general, se refieren a casos bien específicos.
[61] Tomás Moulian, Conversación interrumpida con Allende, Santiago, Lom Ediciones – Editorial ARCIS, 1998. Una interpretación parecida a la de Moulian, pero apoyada en una reconstrucción pormenorizada de los acontecimientos, es la que propone el historiador Luis Corvalán Márquez, Los partidos políticos y el golpe del 11 de septiembre. Contribución al estudio del contexto histórico, Santiago, Ediciones Chile América – CESOC, 2000.
[62] Alfredo Riquelme Segovia, Rojo atardecer. El comunismo chileno entre dictadura y democracia, Santiago, Ediciones de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, 2009, pp. 154-164.
[63] Sobre esta política, véase, entre otros: Viviana Bravo Vargas, ¡Con la Razón y la Fuerza, venceremos! La Rebelión Popular y la Subjetividad Comunista en los ’80, Santiago, Ariadna Ediciones, 2010; Riquelme, Rojo amanecer…, op. cit., pp. 109-198; Tomás Moulian e Isabel Torres, “¿Continuidad o cambio en la línea política del Partido Comunista de Chile?”. Varas, Riquelme y Marcelo Casals, op. cit., pp. 201-308; Luis Rojas Núñez, De la rebelión popular a la sublevación imaginada. Antecedentes de la Historia Política y Militar del Partido Comunista de Chile 1973-1990, Santiago, Lom Ediciones, 2011.
[64] Sobre la “renovación socialista” véase Tomás Moulian, Democracia y socialismo en Chile, Santiago FLACSO, 1983, y del mismo autor, Contradicciones…, op. cit., pp. 96-106.
[65] Sobre estos temas, véase entre otros: Felipe Portales, Chile: una democracia tutelada, Santiago, Editorial Sudamericana, 2000; Gregorio Angelcos y Carlos Díaz, Chile, una democracia de oligarquías, Santiago, Ediciones Documentas, 2005; Moulian, Contradicciones…, op. cit., pp. 117-131.
[66] Alfredo Riquelme Segovia y Marcelo Casals Araya, “El Partido Comunista de Chile y la transición interminable (1986-2009)”. En Varas, Riquelme y Casals, op. cit., pp. 351-381.
[67] “20, 21 y 22 de abril 2012. Informe a la I Conferencia Nacional del Partido Comunista”, Principios s/n, Santiago, junio de 2012, pp. 18 y 19.
[68] “Teillier impone tesis y PC apoya candidatura presidencial de Bachelet”, diario electrónico El Mostrador, Santiago, 25 de mayo de 2013: http://www.elmostrador.cl/noticias/pais/2013/05/25/teillier-impone-tesis-y-pc-apoya-candidatura-presidencial-de-bachelet/
[69] “20, 21 y 22 de abril 2012. Informe a la I Conferencia Nacional del Partido Comunista”, op. cit., pp. 17 y 18.
[70] Manuel Loyola, “Reflexiones de un historiador comunista sobre el PCCh en días de decisiones”, 27 de mayo de 2013, en http://www.g80.cl/noticias/columna_completa.php?varid=17727
[71] Alejandro Lavquén, “El PC y su apoyo a Bachelet”, Clarín, Santiago, 26 de mayo de 2013: http://www.elclarin.cl/web/index.php?option=com_content&view=article&id=8221:el-pc-y-su-apoyo-a-bachelet&catid=13:politica1&Itemid=12
[72] http://www.elecciones.gov.cl/concejales.action. El aparente progreso de las posiciones municipales comunistas oculta, sin embargo, un hecho fundamental: el PC bajó de 299.121 votos en 2004 a 277.895 sufragios en 2008 y a 263.204 en 2012. De modo tal que –como observa Manuel Loyola– en ocho años este partido pierde un 12% de su electorado municipal, lo que significa que los nuevos electores comunistas no logran ni siquiera reponer el decrecimiento natural de sus fuerzas producto del envejecimiento y los decesos de sus votantes. Esto imprimiría un carácter “pírrico” a los triunfos comunistas en concejalías, ya que si la tasa de abstención hubiese sido menor –por ejemplo un 40% en vez de un 60%– los resultados del PC habrían sido mucho más modestos, como lo demuestra el hecho de que numerosos concejales comunistas reelectos obtuvieron, en promedio, 30% menos de votos que en 2012. Manuel Loyola, “Las municipales y el PC ¿Y cómo andamos por casa?”, en http://www.xn--daoestructural-rnb.cl/?p=729
[73] http://es.wikipedia.org/wiki/Elecciones_parlamentarias_de_Chile_de_2013
[74] Jaime Massardo, “Nace una nueva forma de hacer política”, Le Monde Diplomatique N°121, edición chilena, Santiago, agosto de 2011; Sergio Grez Toso, “Un nuevo amanecer de los movimientos sociales en chile”, The Clinic N°409, Santiago, 1 de septiembre de 2011.
[75] A modo de ejemplo, véase el comentario del Premio Nacional de Periodismo y Director de la Radio de la Universidad de Chile, Juan Pablo Cárdenas, “El triunfo del NO más”, en http://radio.uchile.cl/columnas/177298/
[76] Manifiesto por la Huelga Electoral Constituyente, 14 de mayo de 2013, en http://radiodelmar.cl/rdm_2012/images/documentos/manifiesto-huelga-electoral-constituyente.pdf. Véase también Pedro Alejandro Matta, “Chile a seis meses de las elecciones”, Movimiento Generación 80, 14 de mayo de 2013, en http://www.g80.cl/noticias/columna_completa.php?varid=17663; Foro por la Asamblea Constituyente, “Chile: un sistema político antidemocrático”, Santiago, noviembre de 2013, en: http://www.convergenciaconstituyente.cl/?p=474
Publicado originalmente en junio de 2014 en la revista Cuadernos de Historia N°40, del Departamento de Ciencias Históricas de la Universidad de Chile.