Por Hugo Catalán Flores
En cada ocasión que se han aumentado las atribuciones a las policías y la institución jurisdiccional punitiva, a la larga a quienes afecta son aquellos que disienten del poder estatal y el orden social. Esta es una constante, que sin necesidad de ir muy atrás en la historia, se puede observar en cada coyuntura en que se ha necesitado contener y reprimir aquellas formas de disidencias que molestan al estatus quo: pobladores marginados, estudiantes alzados, juventud disruptiva, identidades diversas.
Por ejemplo, esto se demuestra con el proceso que se vivió el año 2008, cuando se reformó el Código Procesal Penal, que sostiene el nuevo procedimiento punitivo -vigente desde el 2000-, reforma que se dio al calor de un sentido reclamo de la “opinión pública” por dotar de herramientas jurídicas y operativas para las agencias de seguridad estatal, a fin de controlar a la delincuencia que en ese momento se mostraba “descontrolada”, en una espiral de “violencia” en contra de una ciudadanía desprotegida; este mensaje se repetía desde los programas matinales a los noticieros de la medianoche. En aquel momento los partidos políticos y el Estado avanzaron en una agenda “corta antidelincuencia” que incorporó diversas modificaciones para mejorar el control de incivilidades. En todo caso, respecto de esto último, no hay claridad hasta qué punto se cumplió con responder con aquella urgencia, pero lo que sí fue notorio es que especialmente desde el 2011 esas mismas reformas sirvieron al Estado para controlar las movilizaciones, criminalizando expresiones de protesta, y, de pasada, validando a los funcionarios policiales para que se pudieran desplegar bajo el paraguas de la legitimidad formal, primero contra aquellos que identificaban como grupos disruptivos: la juventud estudiantil y los sectores marginales-populares, y posteriormente contra la inmigración latina, asumiéndolos también como antagonistas del orden social.
En posteriores reformas, como la ley 20.931 del año 2016, profundizó en la ampliación de mecanismos de control, siempre en contexto de urgencias de la lucha antidelincuencial, e inevitablemente los dirigentes de partidos progresistas terminaron o avalando el discurso reaccionario, o sin capacidad para contrarrestar aquellas campañas.
Hoy asistimos nuevamente a un esfuerzo concertado de los sectores más reaccionarios de la sociedad que, en una lamentable coincidencia de factores, sumó una serie de circunstancias para crear una justificación perfecta, anulando cualquier debate institucional por sostener criterios distintos a los de la represión sin cuartel a una delincuencia que, ahora sí, señalan los promotores, parece absolutamente descontrolada.
Nuevamente la campaña ha ido in crescendo, en un esquema que ya conocemos de los anteriores procesos: medios de comunicación que hacen amplificación de las tesis más alarmistas y sin espacio para opiniones críticas al discurso punitivo y estigmatizador –el denominado mecanismo de agenda setting-; por otra parte, un mensaje que es asumido como única realidad por la población u “opinión pública”; además, una elite política en que unos se doblegan ante la imposibilidad comunicacional de oponerse a la hegemonía del “sentido común”, y otros simplemente incentivan dicho discurso por coincidencia ideológica con el “orden social”; pero también, hechos de delincuencia que, existiendo -nadie puede negar que en las últimas décadas se han producido cambios de formas de delincuencia, especialmente aquella de mayor impacto y violencia-; y no menos importante, la presencia de antagonistas absolutamente identificables, como es en esta etapa una población empobrecida y una migración social que aportan comportamientos culturales distintos, o, en algunos caso, de violencia delincuencial que no es la que habituábamos como sociedad. Si a este coctel le agregamos actos de fuerza puntuales que afectan directamente a los agentes de seguridad, el resultado es una vorágine en la que nos acercamos rápidamente a la consolidación del estado policial en regla.
En este punto, lo que llama la atención es la falta de coraje de aquellos que dicen representar de algún modo sensibilidades progresistas, que a pesar de haber sido silenciados, contando honrosas excepciones, demuestran una falta de coherencia, permitiendo que se apruebe una agenda legislativa que le ha dado la espalda a cualquier perspectiva de derechos humanos, que entre normas denominadas de “gatillo fácil”, se ha avanzado a la criminalización de la migración y otras formas de disidencia social, esfuerzos que parece que no se detendrán hasta doblegar e imponer políticas públicas de persecución a toda “anormalidad social”.
Debemos constatar, sí, que el escenario social ha cambiado radicalmente desde el año pasado, en especial desde septiembre, en que se han contenido y reprimido cualquier impulso de transformación que no esté determinado por las élites y la derecha, y para las cuales el tema de seguridad pública es central para evitar nuevas expresiones de rebelión social.
En este sentido es oportuno leer lo que señalaban hace más de una década las académicas Claudia Korol y Kathrin Buhl (2008): “La criminalización de los movimientos populares es un aspecto orgánico de la política de control social del neoliberalismo. Articula distintos planos de las estrategias de dominación, que van desde la criminalización de la pobreza y la judicialización de la protesta social…”. Desde Codepu somos testigos de aquellos mecanismos de control social, las mismas reformas que fueron pensadas para mejorar el manejo de la delincuencia son las que permiten a las policías operar contra el amplio margen de expresiones de disidencia social y política, parece tan evidente que cuando se trate de contener una manifestación, el agente del Estado ahora dotado de facultades amplias, que están revestidas de un manto de impunidad a priori, les impulsarán a usar su armamento y prerrogativas sin mayor cuestionamiento.
Sin duda que estamos en una coyuntura especialmente adversa, en que los movimientos sociales y populares son el trasfondo de los nuevos mecanismos de control y criminalización, que ahora tiene denominación en un enemigo total: delincuencia, pero que es cosa que cambien las prioridades de la “opinión pública” y serán todos aquellos que no están de acuerdo con el orden social y político. Un retroceso definitivo para el ejercicio de derechos a la protesta social.
Pero esto no acaba acá. Junto con la vigencia de la ley “gatillo fácil”, se ha mencionado una lista de 70 iniciativas de amplio rango, una verdadera agenda “amplia antidelincuencia”, que pretende, entre otras materias, cerrar el debate de la reforma de la ley 19.944 de inteligencia estatal, u otras normas como las reglas de uso de la fuerza (FUF) que pretende regular en una ley criterios de procedimientos de las policías en el ámbito de orden público.
Esta campaña ha provocado que instituciones nominalmente neutrales, a pesar de tener un fuerte compromiso con el orden social, como es el Poder Judicial, se hayan pronunciado; la ministra vocera de la Corte Suprema, Ángela Vivanco, señaló hace algunos días: «Hay un régimen de libertades públicas que hay que combinar con la seguridad, pero no nos podemos transformar en un Estado policíaco».
Como se ve, si no tomamos la iniciativa como organismos de derechos humanos, en conjunto con las organizaciones territoriales y populares, cada una de estas normas significarán pesar para el pueblo. La historia así lo ha mostrado muchas veces, y esta vez no será distinto.
Por Hugo Catalán Flores
Columna publicada originalmente el 22 de abril de 2023 en Codepu.cl