Arquitecto Iñaki Alonso: «Hay que repensar y regenerar nuestra manera de mirar la vivienda a través de la perspectiva de la sostenibilidad y de reconstruir la relación entre las personas»

El creador de la iniciativa Entrepatios nos relata cómo el cohousing se constituye cada vez más en una alternativa para la vida

Arquitecto Iñaki Alonso: «Hay que repensar y regenerar nuestra manera de mirar la vivienda a través de la perspectiva de la sostenibilidad y de reconstruir la relación entre las personas»

Autor: Sofia Belandria

Entrepatios, un proyecto llevado a cabo por una cooperativa de vecinos en Madrid, se perfila como un ejemplo de vivienda ‘post-COVID’, con proximidad entre los residentes y respeto al medioambiente.

Desde fuera, el bloque ya destaca por su estética. Pero es nada más cruzar al rellano cuando se palpa su filosofía: «Lo primero, darte las gracias por traernos la correspondencia de manera tan eficaz. Verás, por acuerdo de la comunidad de vecinos de este edificio, queremos pedirte un favor: cuando no quepa en el buzón el envío o no se encuentre la persona destinataria, ¿podrías dejarlo sobre los buzones o entregársela a otra? Tenemos confianza y nos ahorraría paseos a la oficina de Correos».

Quien escribe este mensaje al cartero es un grupo de residentes que, como sugiere la nota, ha creado lo que denominan «una casa común». Un modelo de vivienda diferente en lo que antes era un descampado situado entre una circunvalación y algunas naves industriales. Es el primer bloque que ha terminado de construir la iniciativa llamada Entrepatios, que tiene otros dos en marcha y una vocación clara: que el suelo no sea un valor con el que especular, que se respete el medioambiente y que conforme una unidad más allá de cada piso.

Se perfila, por tanto, como avanzadilla de la vivienda post-COVID. Un término que no les termina de convencer, pero que sí que se adecúa a lo que ya se venía hablando entre expertos: las edificaciones del futuro han de apostar por la eficiencia energética, por las sinergias entre sus moradores y el entorno o por el derecho a un espacio decente sin la tramoya de los mercados.

Y Entrepatios juega en esa división. No es lo habitual, al menos en España, pero tampoco es nuevo. Levantado a pocos metros de uno de los mayores hospitales públicos de la urbe, con cerca de 3,5 millones de habitantes, el inmueble que han denominado Las Carolinas se erige como un modelo diferente al tradicional. No solo por sus materiales o su diseño, sino por la manera de formar parte o la doctrina que engloba. Por ejemplo, su gestión no responde al alquiler o la compra, sino al «derecho de uso».

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Esto significa que el compromiso individual va más allá de una cuota mensual. El propietario, de hecho, no se reduce a esa categoría financiera: también es el que ha dibujado el boceto, el que ha elegido el espacio e incluso el que se ha enfrentado a los trámites burocráticos. Cada vecino, en resumen, es «parte activa» de una gestión inmobiliaria que conjuga lo público y lo privado, la compra y el arrendamiento. Aparte de los «pilares» básicos sobre los que se sustenta la construcción: el respeto con el entorno y la innovación colectiva.

«Requiere un proceso largo. Empezamos juntándonos hace 20 años y observando otros ejemplos de Dinamarca o Uruguay. Para entrar hay que estar interesado y pensar que es algo privado y hay que tener recursos, porque no dan ayudas», adelanta Iñaki Alonso, arquitecto y fundador del proyecto, que se registró como tal en 2011 y que acaba de obtener el máximo reconocimiento en la categoría Ciudades sostenibles: Comunidad urbana de los Premios Latinoamérica Verde 2021.

Para diseñar un espacio así, detalla, se transita por diferentes «talleres». Son etapas de lanzar ideas, ver cómo llevarlas a la práctica y afinar el tiro hasta dar con la solución más adecuada. «Se empieza con el taller de los sueños, donde todo el mundo manda su carta a los Reyes Magos. Es un proceso complejo, pero muy interesante. Luego hay renuncias y se incorporan cosas que no estaban pensadas», explica Alonso, que no cree haber inventado nada nuevo:

«El cohousing es como eran las casas de los pueblos, donde todo el mundo pasaba y se reunía. Yo ahora sé que mis niños pueden estar con otros por la corrala y que si me apetece tomar algo, me junto con gente de aquí». Iñaki

Entrepatios es un escalón más en el camino. «Hay que repensar y regenerar nuestra manera de mirar la vivienda a través de la perspectiva de la sostenibilidad y de reconstruir la relación entre las personas», cavila. Alonso, de 50 años y encargado del estudio sAtt Arquitectura Abierta, alude en la conversación a las passivhaus o «casas pasivas» nacidas a finales de los ochenta en Suecia (construcciones con un gran aislamientos térmico y una máxima calidad de aire que permite disminuir el consumo energético hasta un 70%), a las recientes supermanzanas o a los ecos de ciudades de 15 minutos que resuenan últimamente.

Normalmente, señala, la economía tradicional busca el mayor rendimiento. «Aquí funciona una economía circular y al ser de derecho de uso se bloquea la posibilidad de especular: yo no podría irme y venderla», sostiene, apelando a la necesidad de regular el sector desde lo público para evitar burbujas como las que ha experimentado España. Algo que ya hacen en otros lugares como Viena o Berlín, donde el parqué de pisos sociales es elevado, y que sobrevuela los programas políticos nacionales desde hace tiempo, sin plasmarse del todo.

«Vamos a entrar en una década donde hay que dar pasos trascendentales o te quedas atrás», reflexiona, «y hay que afrontarlo con voluntad». A las nuevas corrientes, que ya han ido barruntándose desde el cambio de siglo, se les suma la pandemia. Un punto y aparte inesperado que, recuerda, «nos ha hecho salir al balcón y ver que tenemos un vecino con el que no hablábamos».

«Hemos parado y conversado con el otro. Y, al final, ante contextos tan graves, es la colaboración ciudadana la que sale a la calle: la que pone centros de ayuda, la que reparte comida», añade Alonso, convencido de un inminente cambio de paradigma.Yendo a los números, en el edificio hay 17 viviendas repartidas en cuatro plantas. Una especie de club social en el bajo y un cuarto común en la azotea, que se complementará con una barbacoa exterior. El piso es de cemento pulido, las vigas de madera y las paredes (de yeso plástico y pinturas ecológicas) ocultan un revestimiento de textil para templar la temperatura. Basta una cifra para ilustrarlo: en pleno invierno y con una borrasca de nieve asolando la ciudad (la famosa Filomena del pasado mes de enero), Alonso solo pagó 22 euros en la factura de electricidad.

Cada piso se mueve en lo diáfano: el salón parece un plató abierto y las habitaciones tienen unas ventanas que permiten la iluminación natural. Además, cada semana, un «grupo de consumo» reparte cestas con hortalizas y futas de temporada entre los 53 residentes que hay en este momento. En este momento ha tocado una coliflor, una calabaza y algunas verduras dispares. Sin contar que la conexión a internet es compartida: al mes, cada casa paga tres euros.

«Totalmente diferente al resto», apunta Sergio Mayorga, un albañil de 39 años que da los últimos retoques a una junta, «como esto no hay nada. Te lo aseguro. Aquí el hormigón solo está abajo y el resto es mucho mejor. No hay más que ver el calor y la solidez».

Mayorga está apuntalando un soporte de metal en casa de Emma Gascó. Esta ilustradora de 38 años se incorporó al proyecto relativamente tarde. La introdujo un amigo. Ahora vive con su pareja y Max, un niño de casi dos años que revolotea en bicicleta por los pasillos. «Esto es una pasada», exclama, enseñando las zonas comunes y contando sus tribulaciones por la capital. «Vine a Madrid a estudiar y he estado en varias casas. En el confinamiento nos tuvimos que cambiar porque teletrabajando los tres era imposible. Menos mal que nos dejaron una casa más amplia», suspira la ilustradora.

Gascó está encantada. «Soy muy popular: todos mis amigos me preguntan. Además, antes había interés y ahora hay necesidad». Paga unos 590 euros por sus 75 metros cuadrados por ese «derecho de uso común». «Hicimos una cifra que nos parecía justa para cada uno. Y en los otros gastos, de Comunidad, hemos hecho una redistribución de precios, para que —según tenga más o menos cada uno y según las etapas de la vida— se aporte una cantidad».

«Y aunque hayamos invertido más en los materiales, a la larga es un ahorro: por la noche no se pone la calefacción y hay veces de mucho frío que, con una sopa ya vale», agrega delante del rincón donde se ubicarán las placas solares de 30 kilovatios y frente al coworking con cocina y sillones.

Sabe que «es asequible para Madrid, pero alto para una vivienda». Gascó es consciente de que tendría que ser todavía más bajo, pero que no tiene comparación con uno similar fuera de este modelo: para hacerse a la idea, ese mismo piso costaría unos 750 euros con un alquiler libre, según los datos medios del portal Idealista. En Madrid, la media en 2018 era de 848 euros, según el último estudio publicado, en julio de 2020, por el Sistema Estatal de Índices de precios de Alquiler de Vivienda publicado por el Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana.

Lo mismo, aproximadamente, que José Daniel. Este electricista jubilado entra en el 2ªA y da paso mientras se acomoda en el sillón. En la puerta del vecino de al lado, las llaves cuelgan de la cerradura: cualquiera puede girarlas y entrar. «Llevaba mucho tiempo en Canillejas y ha sido un cambio muy positivo. Todo es mucho mejor. En el imaginario hay palabras como autogestión o fraternidad que se quedan en la teoría, pero aquí son la práctica», revela entre fotos de su mujer y su hijo, con los que vive. Un ejemplo es la hoja en los buzones o los triciclos que, sin candado, reciben al cartero.

Cortesía de Alberto Garcia Palomo Sputnik


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