Por Amanda Durán
A los 6 años me enteré por el diario de quién era Pinochet. Aunque apenas sabía leer me gustaba hojear la biblioteca de mi abuelo, donde los periódicos del mes anterior se agrupaban con los previos, y así se iban almacenando junto a los libros de narrativa internacional o chilena, poesía, ciencias políticas, cocina, papiroflexia, arte y quiromancia (acumulación postraumática, decían, por haber tenido que quemar su biblioteca en los años salvajes).
Los hojeaba rápido, hasta que un día en el rincón de una página me estremeció la foto de un hombre de enormes gafas negras. Furibundo, como si unos niños le hubieran manchado su único traje con kétchup al intentar pintarle una enorme flor roja (y es que yo por esos días ya conocía esa cara). Sobre la foto la palabra “Asesino” acompañada de otras tantas letras que no alcancé a leer, porque fui corriendo donde mi abuelo a preguntarle por qué ese retrato podía significar algo tan terrorífico
¡Carlos, Carlos! Le gritaba con el diario en la mano. Mi abuelo semiencorbado y grueso trabajaba en su taller en el patio, junto a la biblioteca, sentado en la Camiona (Una silla resistente a todo peso, heredada de su madre) rodeado de herramientas hechizas y vigas talladas. Se sacudió las manos, me miró fijo, y después de una ojeada larga dobló el impreso. Tragó un sorbo de aire con aserrín y entonando su garganta como el profesor Normalista que era, declaró: “Es el Dictador”.
Ya sabía que vivíamos en dictadura, lo supe por insistencia en las reuniones familiares, y las constantes ausencias de mi mamá, pero lo entendí unos meses antes cuando tomábamos helado en el glorioso Café Paula, ese celestial portal a la heladería artesanal que quedaba en San Antonio, muy cerca del paseo Ahumada.
Mi hermana, Taira, que tiene dos años más que yo, tenía entonces 8, y mis abuelos Carlos y Pocha nos hablaban de la diferencia entre ratones, pajaritos y palomas, porque ahí siempre había palomas. Unos niños chiquititos se acercaron a pedir monedas, y eran tanto más tiernos que nosotras, tiesas en medio de tanto vestido con vuelitos y zapatos de charol.
El mayor no llegaba a los 5, y la más pequeña apenas sabía hablar. Su mamá, una diminuta mujer vestida de enorme falda y blusa -desde borde de la calle- les gritó que no se alejaran. Mi abuela conmovida -cosa que, pese a su personalidad de molino viejo, siempre le pasaba- sacó de su chauchera varias monedas mientras preguntaba sus nombres para invitarlos a comer. Y puedo decir que no pasó un segundo – o es que yo no sabía nada en ese tiempo sobre temas de segundos- cuando unos hombres cubiertos de cascos y gruesos trajes verdes tomaron al niño y a su hermana tan, pero tan chiquitita y los abordaron a bastonazos, así, de la nada, como si lo menos importante fuera mantenerlos con vida.
No los escuché emitir palabra más que bramidos -ellos- gritos asmáticos -nosotras- y aullidos, la madre atrapada por uno de esos soldados. Sin piedad ninguna, bajo el más brutal y violento silencio de decenas de testigos, subieron a estos niños a una micro y ahí se los llevaron.
Aún resonaba entre las mesas “Mamá, mamá, mamita” cuando soltaron a la señora que cayó en un rincón llorando, deshecha, como si ya no tuviera cuerpo ni huesos, ni ojos, y mi abuela corrió con un vaso de soda -como pudo- para ayudarla, pero no, otros hombres más grandes y fuertes tomaron lo que quedaba de ella y la arrastraron lejos. La Pocha les gritó enérgica “Desgraciados”, estoica, seca y ruda como era antes de volverse una abuela tierna y de bastón: “Desgraciados”. Y eso, todo lo que precede a esos gritos, me explicó Carlos, era la Dictadura.
Por eso entendía perfectamente que el rito anual más importante para mi familia no fuera año nuevo, ni fiestas patrias -aunque a veces lo sobrepasaba el cumpleaños de mi abuelo- el día más importante era la marcha del Once de Septiembre.
Desde esa edad supe vestirme como corresponde a una soldadita militante (Zapatillas, vestido y calzas o pantalón de buzo, y la mochila) y ayudaba a partir limones que cada cual guardaba para mitigar el efecto de las bombas lacrimógenas.
Mientras caminábamos al metro Ecuador mis abuelos recordaban trámites bancarios o pendientes de la semana, pero ya en los rieles del tren con mi hermana volvíamos a pedir que nos recordaran los relatos familiares de cada uno ese once de Septiembre del ‘73. Siempre se les llenaban los ojos de lágrimas, y eso nos daba fuerza para sentirnos parte de la historia y competirle un poco al miedo, cuando llegábamos al Metro Los Héroes, repleto de militares y manifestantes. No sé cómo en medio de tanta gente, nos encontrábamos con mi mamá, y ahí sí que empezaba la fiesta.
Me encantaba la fauna de esa marcha, Las amigas de mi mamá eran las mejores: Ana Maria Miranda, siempre me saludaba como si yo fuera un peluche, y después con su voz gigante y a capela entonaba “Yo te nombro Libertad” de la Nacha Guevara.
Todos con ella:
“Por el pájaro enjaulado,
Por el pez en la pecera,
Por mi amigo que está preso,
Porque ha dicho lo que piensa,
Por las flores arrancadas,
Por la hierba pisoteada,
Por los árboles podados,
Por los cuerpos torturados,
Yo te nombro Libertad.”
O la Alejandra Jiménez Castro, directora del circo del mundo, que enarbolaba una enorme bandera comunista que a veces me invitaba a afirmar y que como adoraba a mi madre, me traspasaba parte de ese cariño cada vez que me veía (y me ve). Mi mamá siempre hablaba de sus amigas con nombre y apellido como en un salón de té “La Peggy Cumplido, la Maria Luisa Lanas, La Ximena Melnick, la Paty Cortez”
Lo que más me gustaba era recorrer la marcha con ella, que se paseaba por esas calles como si fuera el evento social más importante del jet set chileno y me presentaba actores, actrices y políticos. Ahí conocí a la Desideria, por ejemplo, en una marcha, un once de Septiembre. Nota al margen: cuando representé “La pérgola de las flores” en la escuela de teatro, postulé con mucho esfuerzo a su papel, pero me dieron el de una prostituta que cantaba unos altos insufribles.
Uno pasaba por etapas como en los juegos en esas marchas, o eran una especie de carnaval dividido por curso o por escuelas: Ibas caminando y estaba la etapa FPMR, la parte PS, el pedazo del MIR, la CUT, el PC. Todo estaba unido pero muy dividido, lo supe no solo por esas segmentaciones, sino porque me enseñaron que era importante –lo era para mis abuelos- no ubicarse en ciertas partes de la marcha por ningún motivo, pasarlas rapidito y que ni se pensara que uno podía andar en ese lote (PPD por ejemplo, quedarse ahí sí que era un crimen).
Pero aun así, mientras pasábamos en medio de los soldados antimotines o veíamos desde los techos otros hombres listos para disparar(nos), esas eran calles libres, ahí ser niño era estar muy considerado, porque éramos pocos y los grandes se ponían felices, como si nuestra sola presencia fuera un gesto de rebeldía, y nos entregaban información en lindos panfletos (que todos sabíamos ilegales) y que de pronto volaban por los aires como purpurina.
Mis abuelos nos llevaban a primera fila, porque era dónde estaban los vigilantes de derechos humanos y la prensa internacional, eso -decían- era lo más seguro para nuestras mismísimas vidas, y aseguraban que era atrás donde se armaba la trifulca, con los encapuchados o infiltrados. Por eso muchas veces marché junto a Gladys Marín que miraba -podría jurar que celosa- a mi mamá levantando su puño de la mano de Pedro Lemebel con su clásica flor roja en el pañuelo.
Si el cúmulo de gente iba cruzando por Mapocho hacia el Cementerio General, entonces mis abuelos empezaban a despedirse y nos apretaban la mano. Era la hora de sacar los limones y correr hacia el metro. Mi mamá se quedaba, porque el objetivo de la marcha era homenajear a los detenidos desaparecidos y a Allende en el camposanto. “Hacen encerronas en el cementerio” Decía mi abuelo “Tu mamá es una inconsciente” decía mi abuela. “Tu mamá es una luchadora” decían los demás y yo me quedaba con eso.
Con mi hermana sabíamos bien que el truco era mascar los limones y no emitir una sola lágrima. Así los tóxicos de las lacrimógenas no infectaban los ojos ni el rostro. No era fácil, pero para aguantar ese llanto éramos inexplicablemente expertas.
Cuando llegábamos a la casa lo primero era sacarse todo lo de bomba lacrimógena que pudieras tener y cambiarse de ropa, lavarse la cara, ducharse. Pero yo no hacía nada, me pegaba directamente en el televisor, y con el alicate movía de canal a canal hasta llegar donde comunicaran el reporte de muertos “por enfrentamiento” como decían. Quería saberlo todo, si eran hombres o mujeres, y si esos muertos tenían nombres.
Si mencionaban a una mujer en el reporte yo no podía comer nada, me daba vueltas de un lado a otro haciendo preguntas insoportables. Mientras las horas pasaban tenían que darme un té de esos deliciosos de hoja que todavía prepara la Pocha. Y si de pronto sonaba la puerta y llegaba mi mamá, vestida de infierno o de bombas, entonces yo era la niña más feliz del mundo, y me agarraba a su cuello hasta que el olor a lacrimógena y pachulí infectara mis ojos y al fin me ponía a llorar.