En la edición del domingo 9 de mayo el diario El Mercurio, en su sección “Economía y Negocios” página 2, informa que dos conocidos empresarios están trabajando en un negocio “que promete dar seguridad, pero además, información relevante sobre el comportamiento de los consumidores”. Este nuevo negocio consiste en proveer a los malls de una tecnología que permitirá a “un centro de monitoreo” tener a los niños vigilados en todo momento a través de una pulsera que se les colocaría. El proyecto se implementaría en Chile a partir del año 2011 en cinco malls que no se especifican. Sin embargo sí se señala que la idea es extenderlo a otros lugares masivos.
Hasta aquí la noticia parece casi inofensiva y disponible para la “tranquilidad de padres”, pero en seguida se agrega que esta tecnología es un buen mecanismo para conocer el comportamiento del consumidor. Al entrar al mall, la persona queda conectada al centro de monitoreo por medio del bluetooth y así la pueden seguir en su recorrido. Uno de los socios dice: “Vamos a poder ver el comportamiento de los consumidores y así vincular productos o promociones a las necesidades de cada uno. Queremos llegar al consumidor con lo que busca”. La idea es que se pueda ver qué tiendas y pasillos son los más visitados y en proporción a esto efectuar la oferta y el precio de los arriendos.
Esta gozosa noticia mercurial, no se puede dejar pasar sin los comentarios que requiere la relación establecida entre vigilancia y consumo en una sociedad en que sus componentes son considerados, cada vez más, como clientes y no como ciudadanos.
Se trata de la apropiación en su totalidad del individuo para su rol de consumidor además de ser otra muestra de lo incorporados que están los niños como nicho atractivo de consumo para el mercado.
El ensamblaje que se ha producido entre seguridad y mercado no es nuevo. Se viene intensificando desde las últimas décadas del pasado siglo, perfeccionándose en el joven siglo XXI. Se trata de un control ejercido sobre los individuos, encubierto por las necesidades del consumo y la tranquilidad social.
VIVIMOS EN UNA SOCIEDAD PANÓPTICA
El panóptico fue el paradigma por excelencia de la vigilancia y control. Diseñado por Bentham a fines del siglo XVIII da una nueva estructura a la vigilancia y a la prisión, pero fundamentalmente a la relación de poder entre vigilante y vigilado. El mayor efecto del panóptico fue la funcionalidad de su principio ya que no sólo servía para vigilar a los detenidos, en su arquitectura de torre central-ojo-vigilante sino también para observar a los enfermos, los trabajadores o los escolares, por la versatilidad de su aplicación. Es la primera forma de invisibilidad del poder de control, que hoy, en nuestro siglo, ha sido perfeccionada por la cámara omnipresente.
Lo que fue una idea arquitectónica para vigilar y aislar locos y presos a fines del siglo XVIII y durante el siglo XIX se ha transformado en una necesidad en el siglo XXI que, a diferencia del panóptico original, cuenta con la aceptación de los modernos vigilados. El Mall, el espacio que en las sociedades de consumo consagra la proyección de lo privado en lo público necesita de la cámara-vigilante, de los guardias observantes y de los detectores contra robos. La ciudadanía plácidamente sometida, los requiere. No hay cuestionamiento para los que observan en la impunidad de la sala de control. El voyerismo protector está asimilado y aceptado.
Se ha establecido una subjetividad positiva en torno a la vigilancia-seguridad por parte del cuerpo social, donde sólo se percibe la relación de seguridad de las que son beneficiarios, produciéndose una desmaterialización de la situación de poder ejercida sobre ellos, desvinculándola de los efectos de inteligencia y control subyacente detrás de ese imaginario pasaporte a la tranquilidad y protección. El temor-siempre-presente a la agresión, a la privación de sus pertenencias, a la “inseguridad familiar” impide que se focalice la mirada en la invasión a la privacidad que se lleva a cabo paulatinamente. Se produce una invisibilidad del poder: Si bien el ojo vigilante que lo re–produce está presente, la percepción del poder mismo no la está.
En una era donde los medios de comunicación, se han vuelto masivos, especialmente la televisión, el discurso de estos, refleja siempre la sensación de algo que está pendiendo sobre la sociedad. El relato, ya sea global o local, subjetiva este miedo indeterminado que toma diferentes formas sean éstas posibles atentados desbaratados oportunamente por la policía, o fármacos peligrosos que deben ser retirados apresuradamente del mercado, dando cuenta de una latencia del temor dialéctica, en tanto las políticas de gobierno atemorizan, pero ofrecen la seguridad para esos temores.
Se percibe una manipulación del temor para asegurar el cumplimiento de los mandatos legales y el mantenimiento de las normas, pero al mismo tiempo se enfatiza en el estado de bonanza que permite a la sociedad desarrollar su quehacer cotidiano y al mercado desarrollarse sin turbulencias exógenas a las de su propia actividad. Así, las políticas de seguridad no sólo reprimen o prohíben, también producen tranquilidad y placer, y es esta cualidad la que dilucida porque se puede obedecer al poder y encontrar aceptación a políticas de control cada vez más restrictivas.
Esto es lo que el discurso legitima publicitando un sistema seductor que a través de su modelo imperante ofrece como compensación a las angustias las virtudes del consumo. Este, pilar fundamental del sistema, atrapa transversalmente a los distintos actores del cuerpo social quienes ven en la inseguridad un impedimento para la realización de sus deseos en el terreno del consumo y la entretención plegándose a los planes de control exigiendo mayor vigilancia, control y métodos represivos para los que amenazan la paz social. Se ha producido una apología del autocontrol. El propio cuerpo social se auto-vigila, se encapsula y se auto-controla.
Un poco de historia permite dar cuenta de la evolución que han tenido las políticas de seguridad y las diferencias entre las sociedades disciplinarias y las sociedades de control.
La disciplina va produciendo cuerpos dóciles que habilitados para la obediencia conforman un bios interactivo de un cuerpo social de asimilable docilidad; un ejemplo de ello fue el toque de queda o la rebaja de los sueldos y salarios en la dictadura militar. Así la disciplina se ha convertido en mecanismo eficaz de dominación. La acción disciplinaria actúa acondicionando el pensamiento y la sumisión. Su práctica asegura el comportamiento y la inteligibilidad en función del poder. Sin embargo, en el naciente siglo XXI, las sociedades disciplinarias han dado paso a las sociedades de control donde el cuerpo dócil e inteligible se ha convertido en un cuerpo aceptador, que por medio del deseo se convierte en unidad integrada de una estructura no sólo coercitiva sino también seductora que lo moldea y lo atrae al mismo tiempo para una deseada asimilación; en este caso un ejemplo es la publicidad que dice: “…Para todo lo demás existe la tarjeta Xcard.” Es esta posición de aceptación, casi gozosa, del cuerpo social lo que presupone la dificultad del desmontaje de las políticas coercitivas que entrecruzan la sociedad.
Estos dos dispositivos, tanto el disciplinario como el controlador o regulador no son excluyentes, se articulan uno sobre otro. En la sociedad del consumo ambos se cruzan transitando desde los cuerpos disciplinados hasta la población in-segurizada y por lo tanto sometida al control. Las técnicas disciplinarias se insertan en la multiplicidad del cuerpo social en la medida en que este necesita de los cuerpos individuales para controlar y vigilar. No obstante, hay que hacer notar que si bien es cierto, son los individuos los que se auto controlan, ya no se trata de desarrollar una disciplina o un autocontrol sobre un cuerpo individual; no es el individuo tratado en detalle, ahora se trata de intervenir con dispositivos globales que produzcan resultados también globales.
Tomando en consideración lo anteriormente expuesto, no es de extrañar que el “nuevo negocio tecnológico” tenga una entusiasta aceptación y no se prevean los insospechados usos que en el transcurso del tiempo, este pueda tener. Tampoco sabemos cómo pueda afectar el acostumbramiento desde niño a llevar una pulsera de control, similar al mecanismo que llevan los presos en los talones. Lo que sí sabemos o por lo menos sospechamos, es que el control se ha posesionado de nuestra sociedad con nuestro permiso. Es nuestro deber impedir que las palabras de George Orwell en su libro 1984, se hagan realidad:
«En el pasado, ningún gobierno había tenido el poder de mantener a sus ciudadanos bajo una vigilancia constante. Ahora la Policía del Pensamiento vigilaba constantemente a todo el mundo».
¿Será muy tarde?
Por Luisa Bustamante
Egresada de Sociología, Universidad de Arte y Ciencias Sociales, Arcis
Diplomada en Estudios griegos y Bizantinos. U de Chile