Un viaje a territorios rurales de El Salvador y afloró el recuerdo de aquellos chilenos que formaron parte del proceso de liberación impulsado desde el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).
El FMLN fue creado el 10 de octubre de 1980 como un organismo de coordinación de las cinco organizaciones político-guerrilleras que participaron en la guerra civil entre 1980 y 1992, contra el gobierno militar de la época, las cuales se constituyeron en partido político legal a partir de la firma de los Acuerdos de Paz en 1992.
“En los años ochenta varios chilenos pasaron por estas tierras formando parte del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), y tres murieron peleando por el pueblo salvadoreño (…) vinieron de Chile a pelear acá por nosotros. Y murieron (…) y acá en Jujutla no los olvidamos”.
Cita final de la crónica de Rodrigo Yañez Rojas
Y acá en Jujutla, El Salvador, no los olvidamos
Salimos al alba de San Salvador en dirección a San Francisco Menéndez, un pueblo ubicado en la región de Ahuachapán, al oeste de la capital de El Salvador, donde trabajamos con organizaciones campesinas en el marco del programa Territorios en Diálogo: Inclusión y Bienestar Rural. Ver el amanecer en movimiento hace que la luz transforme los espacios; los objetos que se van encadenando en una secuencia rápida tras los vidrios cobran vida, las sombras de los cerros se desplazan y los árboles cambian de color. Al costado de la carretera, en muchos puntos fueron apareciendo de manera cada vez más seguida cerros de cenizas en los que aún se veía humear restos de basura quemada, una práctica habitual que es posible de observar desde los barrios periféricos hasta el campo, y que dice mucho de los problemas para recolectar y administrar los desechos en el país centroamericano.
Rumbo al pueblo nos detuvimos para hacerle ride (dedo) a Moisés, un líder campesino que participa en una coalición social con otros dirigentes de la zona. Moisés es un hombre de porte para la estatura promedio de los salvadoreños, locuaz, que saludó a todos al entrar en la camioneta, agradeciendo que hubiésemos pasado antes de que el sol comenzara a picar. Nos contó que había estado visitando familia y largó buenas historias mientras continuábamos avanzando por una carretera estrecha de una sola vía rodeada por campos, selva y grandes extensiones de caña.
La caña es el monocultivo que domina estas tierras y es el centro de las críticas de todos los pequeños y medianos agricultores, no solo por los problemas asociados al consumo de agua que está secando ríos y napas, sino que también por la cantidad de camiones que transitan esos pequeños caminos a gran velocidad y la contaminación que produce la quema al final del ciclo. Varios campesinos nos contaron en este viaje que para apurar el secado de la caña antes de quemarla, están usando glifosato, un herbicida altamente tóxico y prohibido en cada vez más países. Así, cuando se quema la caña, el humo que emana no proviene solo de la combustión de la planta, sino también de los químicos que cubren sus hojas. Durante los días que estuvimos en terreno, pasamos varias veces por espacios nublados por el humo de la caña, y la sensación era como atravesar la bruma de la camanchaca o, más bien, como sumergirse en la nube de un incendio.
Llegamos a buena hora a San Francisco Menéndez, donde se reunieron cerca de 20 dirigentes hortaliceros, ganaderos y pesqueros, para discutir la instalación de una unidad técnica agrícola que están negociando con el gobierno local luego de un largo proceso de diálogo. La reunión se realizó en un galpón abierto que se utiliza para actividades comunitarias, y la palabra giró entre los distintos representantes de manera fluida. La sensación general era optimista, de acuerdo a las distintas intervenciones, esta era la primera vez que lograban llegar a una instancia de este nivel negociando colectivamente. Una dirigenta mencionó, además, que un mérito de este espacio es que por fin las mujeres estaban incluidas. Su intervención hizo vibrar al grupo, y cuando terminó la reunión le pregunté si podía entrevistarla rápidamente, a lo cual accedió, pero me pidió que su nombre quedara en el anonimato y que no podía fotografiarla, pues no quería verse expuesta a más amenazas de las que ya acumula desde que tomó el liderazgo de un grupo de mujeres campesinas.
La próxima reunión era en Jujutla, y para llegar ahí antes pasamos por Cara Sucia, un poblado ubicado en la frontera de El Salvador con Guatemala que lleva por nombre la manera en que un cacique local se camuflaba con barro para pelear contra con los conquistadores españoles. Cara Sucia es el lugar perfecto para filmar una película. El pueblo es un gran mercado que se estructura en torno a la carretera, donde se cruzan un sinfín de personas en pequeños locales o tiendas improvisadas. Hay indígenas vendiendo hortalizas y artesanía sobre mantas, mucha venta de artículos de plástico, pollos y piezas de vacuno colgando en arcos de metal al aire libre, jóvenes en motocicletas tocando bocinas y zigzagueando transeúntes que negocian precios. Cada cierto trecho hay policías altamente armados, humo de parrillas, mujeres seleccionando ropa interior en cajones, vulcanizaciones, gente secándose el sudor de la frente, barberías y grupos de personas bebiendo agua de coco que no se inmutan frente a los temblores que generan los camiones que transportan caña y mercadería. Todo esto podría ser caótico, pero no lo es, hay un equilibrio, el mercado funciona y, como en toda ciudad fronteriza, mucho de este orden está dado porque es más lo que se esconde que lo que se deja ver.
Llegamos a Jujutla. La reunión se realizó en un restaurante con un amplio comedor donde un ventilador empotrado al techo daba algo de respiro al calor de mediodía. Al saludar al nuevo grupo de dirigentes vi en los ojos de una mujer una expresión conocida. Con la mascarilla cubriendo la mitad de su rostro no podía identificar bien quién era, pero cuando estuve frente a ella se descubrió y me dijo que era Rosa, que había participado en varias reuniones virtuales junto un grupo de jóvenes latinoamericanos que yo he animado en los últimos años. Me puso muy contento el verla y ponerle un cuerpo a ese rostro que hasta entonces era un pequeño cuadrito entre tantos otros. Una vez terminado los saludos protocolares del grupo bebimos un refresco y le pregunté cómo estaba. Me contó que estaba bien, con muchos proyectos, muy orgullosa de sus gallinas y su huerto. Abordamos varios temas y entre ellos me contó que su hija había estado de cumpleaños el día de ayer. Sacó de su cartera una fotografía para enseñármela y también me mostró otra fotografía de un adolescente, su hijo mayor. Le comenté que me alegraba mucho ver las fotos, y le pregunté cómo estaba su hijo. Rosa me miró y me dijo que había migrado al norte con su padre, y hace más de un año que no tenía noticias de él.
La reunión comenzó y los asistentes comentaron sobre el precio de los alimentos y los insumos para la producción agrícola, que la situación no estaba fácil en el campo y que era necesario hacer cambios para poder adaptarse a los nuevos tiempos. Tanto los viejos como los más jóvenes estaban de acuerdo en este punto, pero comentaban que para generar cambios había que trabajar en conjunto, una práctica que se había descontinuado desde la guerra.
Al finalizar el encuentro se me acercó un viejo muy amable y me preguntó si ya había ido a ver a los chilenos que están enterrados un poco más allá del pueblo, hacia el monte. Le dije que no, que desconocía que había unos chilenos enterrados en esa zona. Acto seguido me contó que en los años ochenta varios chilenos pasaron por estas tierras formando parte del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), y tres murieron peleando por el pueblo salvadoreño. Me fijó la mirada y repitió la misma idea marcando cada palabra lentamente -vinieron de Chile a pelear acá por nosotros. Y murieron-. Respiró, y con la misma voz calma concluyó – y acá en Jujutla no los olvidamos-.