Lou Reed ya lo decía en “Waiting for the man”. Cuando te enganchas, cuando te vuelves adicto a las drogas, lo primero que tienes que aprender es a esperar. Y yo llevo esperando años, muchos años. En realidad es sólo media hora, pero pareciera que fueran años. Mierda. Es algo de no creerse. Cuando llegue el enviado con las jeringuillas rellenas hasta el tope, le daré uno de los abrazos más afectuosos que jamás haya recibido en toda su vida. Ni su abuela en navidad lo apretujará tanto como yo, ni su cariño será más sincero que el mío.
Incluso le ofreceré una de mis dosis como regalo. No hay un desprendimiento más grande y extenso en la vida de un adicto que compartir un poco de su droga. Recuerdo a William Burroughs hablando con Matt Dillon en la habitación cualquiera de un hotel desvencijado, en una de las tantas escenas de “Drugstore cowboy” y se me ponen los pelos de punta al recordar el rostro y la profunda voz temblorosa de Burroughs, el fuego pálido que puede iluminar los ojos de un yonqui al palpar entre sus manos los diferentes medicamentos. Las promesas envasadas de paraísos artificiales.
Sigo esperando, los minutos nunca habían pasado tan lento. Es como si la Tierra hubiese parado de girar, carente de sentido, y por mientras sólo me queda fantasear respecto al momento en que la droga caiga entre mis manos. En ese instante el planeta nuevamente recuperará su movimiento, su encanto innecesario, como si se hubiese disparado un elástico, un mecanismo secreto, y orbitará tranquilamente junto a los demás planetoides inútiles. Pero una vez que la droga esté dentro de mí, corriendo por mis venas con la alegría de alguien que vuelve a la casa de su infancia, ¡Oh mis amigos!, en ese momento su humilde narrador podrá sentirse partícipe, una pizca siquiera, de eso que acostumbra llamarse felicidad.
No crean que soy un tipo triste. De todos modos, la vida a pesar de su incongruencia esencial me parece algo digno de soportar. No quiero decir que sea un héroe por hacer algo que la mayoría hace a diario, pero ¡vamos!, algo de heroico tiene el luchar por la sobrevivencia cada día. Cada vez que llega la noche o que amanece, es una pequeña batalla ganada al absurdo de las horas, un triunfo sobre el palito que gira en el reloj del municipio.
Nadie puede entender a un yonqui si no es un yonqui también, a lo que sea, pues se puede ser adicto a muchas cosas y no solamente a las drogas. ¡Cómo extraño a mis amigos yonquis! Nos reuníamos en una vieja casona a esperar, nuevamente a esperar, a que llegara el enviado, el encargado de comprar la droga. Ejercitábamos lentamente nuestra angustia y llegábamos incluso a paladearla.
Salivientos y sudorosos no parábamos de calcular mentalmente el itinerario, el trayecto del enviado. De aquí hasta allá se demora entre media hora y 40 minutos, en la casa del “dealer” otros 30, el recorrido de vuelta otros 30 o 40 minutos. Hasta los que no sabíamos nada de matemáticas, podíamos calcular y resolver como si tuviésemos una pistola pegada a la sien. Calculábamos un tiempo mínimo de demora y uno máximo, y el ansia aumentaba de forma exponencial cuando se cumplía el mínimo. Si se cumplía el tiempo máximo y el enviado aún no llegaba, comenzaba la verdadera preocupación, lo anterior sólo había sido un juego pero esto iba en serio. Siempre pensábamos lo peor, que algo había salido mal, que la policía lo había arrestado, que se había incendiado la casa del “dealer”, o lo más común, que el enviado estaba probando la droga encerrado en el baño de algún restaurant barato.
No me gustan las esperas, quizás desde antes que papá muriera ya no me agradaban. Ni tampoco las colas de los bancos, ni los pasillos de los hospitales, lugares número uno en la escala de la depresión. Por éstas y muchas otras razones siempre me ofrecía para ir a comprar, y por lo mismo siempre me demoraba lo más que podía, con el objeto de redoblar la alegría de los otros yonquis a mi llegada, porque si bien es cierto que la espera innecesaria carcome la vida y las esperanzas, al rescatarlos de la angustia en el último minuto los hacía renacer, e incluso apreciar el mundo. Éramos los mejores amigos que pueden encontrarse en este planeta, pero como todo lo bueno, duró poco. Todo se acabó cuando los estafé y me marché para siempre con el dinero del bar, pero eso es otra historia.
Por Dr. Strange
Conciencia alterada
El Ciudadano Nº131, segunda quincena agosto 2012