Desde fines de la década de 1980 los/as estudiosos/as de la economía empezaron a prestar creciente atención a la incidencia de la estabilidad sociopolítica en el crecimiento económico. Ya mucho antes habían insinuado la proporcionalidad inversa entre la conflictividad (en cualquiera de sus manifestaciones) de una sociedad y el desempeño de su economía. Pero recién en las últimas dos décadas se ensuciaron las manos con los datos para ponderar el grado de relación efectiva entre ambos fenómenos.
Y, hasta ahora, han coincidido en un diagnóstico relativamente estandarizado: “…[El descontento social por la desigualdad], al incrementar la posibilidad de golpes de Estado, revoluciones, violencia de masas o, en términos más generales, al incrementar la incertidumbre política y al afectar los derechos de propiedad, tiene un impacto negativo en las inversiones y, en consecuencia, reduce el crecimiento…” (Alberto Alesina y Roberto Perotti, “Income distribution, political inestability, and investment” en European Economic Review, 40 [1996] 1203 – 1228; cita de la página 1204; en inglés el original, traducción propia).
En castellano simple: a mayor conflicto social, menor acumulación económica.
La fecha del creciente interés por el papel de la conflictividad social en el desempeño de una economía tiene un importante significado para Chile: coincide con el inicio del ciclo político de la Concertación. No cabe extrañarse, por tanto, de que los y las principales responsables de las estrategias de sus primeros gobiernos, gran parte de ellos/as, hoy lo sabemos, unos/as mateos/as estudiosos/as y fervientes devotos/as del conocimiento económico producido en Estados Unidos (y más específicamente en Chicago), estuvieran muy al tanto de esos hallazgos.
Si no hubieran conocido, o al menos intuido, esa relación, difícilmente los gobiernos de la Concertación habrían impuesto “la pacificación social” que les permitió gobernar tranquilamente y con un crecimiento económico relativamente aceptable para el vecindario. Así de simple: sin los inverosímilmente bajos niveles de conflictividad social registrados en estos últimos 20 años (a lo que algunos, equívocamente, llaman “gobernabilidad”) resulta impensable un ciclo político tan estable y favorable a la acumulación como el de la Concertación.
¿Cómo logró la Concertación aquella prodigiosa “pacificación social”? No hay mucho misterio en esto: cooptando y desarticulando al movimiento popular-sindical y sus organizaciones.
Como se sabe, las movilizaciones sindicales y populares, que desde 1983 empezaron a canalizar de forma organizada la resistencia ciudadana contra la represión y el hambre neoliberal, fueron en gran medida responsables del debilitamiento de la dictadura. Algunos amigos de lo contrafáctico incluso plantean que la dictadura podría haber terminado derrotada por el movimiento popular-sindical sin necesidad de que los principales dirigentes de la actual Concertación hubieran jurado lealtad incondicional a la Constitución de 1980.
Aunque hoy invisibilizado por la versión oficial de la transición, ese sujeto popular-sindical, que se enfrentaba a los aparatos represivos de la dictadura en las calles, fue protagonista de los procesos históricos determinantes de la transición chilena.
Eso, claro, hasta agosto de 1988, cuando el Comando Nacional de Trabajadores pacta con los partidos políticos por el “No” la creación de la actual Central Unitaria de Trabajadores (CUT), llama a votar por el No y renuncia, por tanto, a las movilizaciones populares. La CUT nace así renunciando a ser una organización de la que se dota el movimiento popular y de trabajadores y opta por convertirse en un instrumento de la Concertación al que, cuando ésta se queda con el gobierno en 1990, transforma en un engranaje más del modelo económico de la dictadura.
¿La función de ese engranaje? Simple: disciplinar y apaciguar a los/as trabajadores/as, reducir cualquier conflictividad social que pudiera atentar contra la transición política o la acumulación económica. Y vaya que ha sido efectivo el engranaje. Desde 1990 Chile se ha convertido en uno de los países con mayor desigualdad salarial y con mayor flexibilidad laboral del mundo, y en todo ese período la CUT no ha convocado a ni un solo paro nacional de trabajadores que no fuera testimonial o meramente simbólico.
En lugar de representar a los intereses de los/as trabajadores/as, terminó en poco tiempo desmovilizándolos/as, apaciguándolos/as. El precio de “la paz social”, de la desactivación de la conflictividad, ha sido en Chile el mismo que en la mayor parte de los países alineados al Consenso de Washington: la aniquilación del movimiento sindical, otrora el más importante actor social del país.
En este lapso, la CUT ha funcionado como “el” brazo político de la Concertación en los sectores sindicales. Ni la agenda, ni las decisiones, ni, por supuesto, los/as principales dirigentes de la CUT han sido independientes de la Concertación. Si, por ejemplo, la ex-Presidenta de la República quería dar una señal de fuerza para su proyecto de enchulamiento del mismo sistema previsional de siempre, no llamaba a los presidentes de partidos de su coalición a dar una conferencia de prensa con ella. Llamaba al presidente de la CUT.
De hecho, los límites entre la Concertación y la CUT son tan borrosos que casi todos los presidentes de la organización sindical han sido reclutados de entre la militancia concertacionista: Manuel Bustos y María Rosas de la DC, Roberto Alarcón y Arturo Martínez del PS. Y la Concertación ha sabido recompensar la pacificación social operada por sus dirigentes sindicales con un bien muy preciado en toda organización política: cupos parlamentarios.
Esta suerte de bigamia entre lo social y lo político de los/as presidentes/as de la CUT sólo hace más impúdica la cooptación de la organización sindical por parte del conglomerado concertacionista. ¿El resultado de todo esto? En el ciclo político de la Concertación, el movimiento sindical tuvo un papel fundamental, pero por omisión, por pasividad. La CUT, en tanto protagonista del apaciguamiento social del Chile neoliberal de los últimos 20 años, perfectamente podría haberse llamado “Concertación Única de los Trabajadores” y haber pasado colada.
¿A cuento de qué viene este pequeño racconto de lo obvio? A cuento, por supuesto, del espectáculo salival del sábado recién pasado. Por primera desde 1988, el arreglín entre la CUT y la Concertación pareció hacer aguas. O, más bien, salivas.
Arturo Martínez y los partidos de la Concertación dieron el espectáculo más errático y penoso que probablemente va a dar la oposición en toda la gestión de Piñera. Queriendo mostrarse ante el actual gobierno y los/as televidentes como un referente de oposición unitario, que congrega a fuerzas sociales y políticas en un frente único, terminaron mostrándose divididos y, por ello, debilitados. O, mejor dicho, como un matrimonio decadente, trucho y en fase terminal. Y de esto sí que ha sabido la Concertación en el último tiempo.
Ya fue un despropósito que la CUT inflara expectativas anunciando una marcha masiva después de 20 años de haberse aplicado en la tarea de desmovilizar a los/as trabajadores/as. Pero convocar además a dirigentes de partidos a participar en un acto en el que era obvio que sólo se iban a movilizar los únicos sectores no cooptados por la Concertación sólo podía terminar mal. Como era previsible, la CUT y la Concertación cosecharon el sábado el resultado de la “pacificación social” (¿?) sembrada en los últimos 20 años. Y el resultado fue el jugoso espectáculo que ya conocemos.
No hay señal más elocuente que la del 1º de mayo de la desorientación que hoy reina en la oposición política y social. Pero tampoco hay señal más elocuente de que un ciclo de desarrollo sindical en Chile, el ciclo de la CUT, ha terminado, y con más ignominia que gloria. Con la Concertación fuera del gobierno, el movimiento sindical comandado por la CUT entró en crisis.
Entró en crisis la doctrina de la “pacificación social para el crecimiento” que orientó su accionar en los últimos 20 años y que, hasta ahora, ha facilitado menos el crecimiento económico que el crecimiento de la precariedad laboral, la concentración económica y la desigualdad social. Entró en crisis el matrimonio CUT-Concertación que les permitió a los 4 gobiernos concertacionistas resguardar las dinámicas de acumulación y concentración en condiciones de gran estabilidad. Entró en crisis, en fin, la modalidad de liderazgo que usa a lo social-sindical como plataforma para carreras políticas personales. Si antes Manuel Bustos ganaba cómodamente en las elecciones parlamentarias, hoy Arturo Martínez pierde sin pena ni gloria.
En este escenario, el movimiento sindical parece obligado a reinventarse, a reinventar su papel en el actual modelo económico y, sobre todo, a reinventar su relación con el sistema político. Queda, además, con una gran deuda hacia sus bases: demostrar que es capaz de resguardar los intereses de los/as trabajadores/as en lugar de ser un mero instrumento de desmovilización social. ¿Será capaz de reinventarse a ese nivel de radicalidad? ¿Será capaz de iniciar un nuevo ciclo de desarrollo en el que persiga una agenda propia, o, por el contrario, continuará, como en los último 22 años, siendo el peón de un proyecto ajeno?
Por Daniel M. Giménez
Director de la Escuela de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. http://twitter.com/Ego_Ipse