Hablar y reflexionar en torno al desarrollo, es preocuparse del presente y futuro de la nación; de su progreso integral. Del título de este artículo se puede deducir el sentimiento personal frente a este gravitante tema país: existe una enorme brecha entre el desarrollo chileno plasmado en los discursos y el desarrollo real, ese que se observa de la cotidianeidad y en las personas que conforman la sociedad chilena. O dicho de otra manera, la distancia es abismante entre lo que por años se nos ha hecho creer versus lo que se logra comprobar con una metodología tan sencilla como observar por un momento qué ocurre con nuestro entorno inmediato. Veamos el por qué.
Antes de ahondar en lo planteado, resulta conveniente aclarar qué se entiende por desarrollo. El concepto de desarrollo resulta en extremo complejo de definir, dada la diversidad de enfoques en que histórica y cronológicamente ha sido tratado. Producto de aquello el entregar una definición aplicable a todas las realidades se transforma en un proceso sin fin. No obstante, en base a la abundante información disponible, es posible presentar una aproximación al verdadero trasfondo de su significado.
El desarrollo es entendido por Sunkel (1999) como el proceso de transformación de la sociedad caracterizado por la expansión de la capacidad productiva, el aumento de los promedios de productividad por trabajador y de ingresos por persona, los cambios en las estructura de clases y grupos y en la organización social, las transformaciones culturales y de valores, y la evaluación de las estructuras políticas y de poder, todo lo cual permite elevar los niveles de vida.
Por su parte, según Lira (2002) el desarrollo tiene directa relación con el crecimiento económico, la correcta distribución de los ingresos, el medio ambiente y la calidad de vida, la satisfacción de las necesidades básicas de la población, el respeto a los derechos humanos y, últimamente, con la competitividad internacional.
De las afirmaciones presentadas se pueden extraer dos grandes conclusiones. Primero: el desarrollo no se refiere exclusivamente al aspecto económico, es decir, y tal como plantea el economista nacional Manfred Max Neef “el desarrollo no precisa necesariamente de crecimiento”. Y segundo: el desarrollo involucra una multiplicidad de dimensiones, las cuales tienen relación con aspectos políticos, sociales, culturales, ecológicos y económicos; todas ellas con igual importancia.
Aclarado lo anterior, prosigo con la aplicación al contexto chileno. ¿Entendemos actualmente el desarrollo en todas sus dimensiones? Me atrevo a decir que no. En Chile estamos habituados a escuchar divergentes discursos y planteamientos que hacen directa alusión al desarrollo, entendiéndolo erróneamente como sinónimo de crecimiento económico u desarrollo económico; sin identificarse, por lo tanto, las claras y profundas diferencias existentes entre uno y otro concepto. Es de esta manera que en reiteradas oportunidades los análisis caen en reflejar situaciones que distan de la realidad misma. Indicadores como el Producto Interno Bruto, el Ingreso Per Cápita, o en el mejor de los casos, el índice de Desarrollo Humano (que mide capacidad económica, salud y educación) son presentados con orgullo como el fiel reflejo del “desarrollo” del país.
Precisamente en base a los indicadores señalados – en los cuáles nuestro país se encuentra relativamente bien posicionado – se ha construido una visión que calificaría como distorsionada y un tanto lejana de la realidad; la que sólo está en las mentes de entre quiénes nos dirigen. Cabe preguntarse entonces si estos mecanismos de medición ¿Son realmente representativos de la situación país frente al desafío de llegar a ser algún día desarrollados? Nuevamente la respuesta es negativa. ¿Cuál es el fundamento? Claramente va en directa relación con la concepción moderna. El desarrollo, sólo por mencionar algunas situaciones que son relevantes, significa: respeto por la diversidad cultural nacional y externa (aceptar la multiculturalidad); resguardo y protección de la biodiversidad y los ecosistemas; manejo sustentable y responsable de los recursos naturales existentes en el territorio; contar con una distribución igualitaria de la riqueza nacional; tener un país conectado de extremos a extremos; poseer un sistema administrativo que no solamente desconcentre, sino que descentralice la gestión en cada una de las regiones; ser una verdadera democracia que permita la activa participación de los diversos sectores e ideologías políticas; dejar de lado el excesivo y dañino centralismo que ya en casi 200 años de historia parece ser irreversible; educación pública y privada (escolar y universitaria) de calidad; salud con acceso para todos (as); integración del ciudadano (a) común en las decisiones gubernamentales en sus diferentes escalas; formar cultura deportiva y cívica; reducir los niveles de pobreza e indigencia, desempleo y delincuencia; formación de capital humano avanzado; fomento de la innovación y emprendimientos; diversificar aún más la base económica productiva; mantener relaciones bilaterales de constante cooperación y confianza con nuestros vecinos; etc., etc., etc.
Ahora bien, al revisar cada una de las aristas del desarrollo enumeradas (lógicamente faltan muchas) surge un nuevo cuestionamiento ¿En qué pié se encuentra esta larga y angosta faja de tierra frente a estas? Si se desarrolla un análisis exhaustivo, la conclusión es que estamos muy en deuda en estos aspectos. Y no es una exageración, es solamente cosa de ver, como ya se indicó, nuestro entorno, el cual constantemente demanda por avances sustanciales en cada una de las materias. Ante esta comprobable situación ¿Puede Chile entonces considerarse un país “ad portas del desarrollo”? No. Esta es una creencia impuesta por nuestros gobernantes. La brecha aún es importante. Hay grandes desafíos por delante, muchos de ellos advertidos (aunque algunos obviados) por la OCDE.
En suma, en Chile claramente falta definir qué involucra el ser un país desarrollado. Resulta especialmente inquietante resolver al corto plazo esta situación. Hoy por hoy, y en realidad desde hace bastante tiempo, da la impresión que todo circula en el papel y los discursos, más que en lo real. Ante todo, hay que reforzar los aspectos positivos del país (que son variados), pero no por ello esconder los aspectos en los cuáles somos bastante subdesarrollados, y en donde reina el estancamiento. Es hora de determinar y aplicar políticas públicas de fondo, y que traten los problemas de raíz. No dejemos que el desarrollo sea una utopía, al menos nos podemos acercar, eso sí, cambiando nuestra visión de desarrollo e incorporando las múltiples dimensiones aquí tratadas.
Por Cristian M. Cárdenas Aguilar
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