Un titular del La Nación decía, refiriéndose a la elección presidencial, “La suerte no está echada” (LND, 8/11/09). Es evidente que los periodistas, a diferencia de algunos dirigentes políticos, confían más en el trabajo duro que en la suerte. Una buena profesional de Iquique me enseñó que en el único lugar en que el “éxito” está antes que el “trabajo” es en el diccionario, y tal vez comprender la profundidad de esta máxima los ayude a ser más humildes a la hora de querer ganar una elección y no sólo competir. Ni se puede pretender tenerlo todo con menos de un tercio de la votación, ni los resultados electorales pueden ser dejados a un azar que en este caso no es tal.
A todos nos han ocurrido situaciones impredecibles, en el trabajo o en la vida familiar, en el amor o el dinero. Por eso acostumbramos decir que “nadie tiene la vida comprada”, recordando así la fragilidad de nuestra existencia. Entonces existe aquello que llamamos “la suerte”; como aquel hecho individual que gira en torno a lo impredecible, y que puede ser favorable o desfavorable, buena o mala suerte.
Es evidente que en un mundo plenamente determinista no cabría la suerte. Sin embargo, como dice Nicholas Rescher, vivimos en un mundo en que las cosas nos pueden ir bien o mal, y muchas veces ello depende de condiciones y circunstancias que escapan totalmente a nuestro control cognitivo, volitivo o manipulador (La suerte, Andres Bello, 1997).
Buena o mala, la suerte afecta tanto a los individuos particulares como a los grupos; quien compra el boleto ganador, o quienes salvamos con vida de circunstancias en que otros la perdieron, no sólo fue por nuestra atención a las condiciones, también la suerte nos acompañó. Vivimos en un mundo en el que nuestras intenciones y nuestros objetivos, nuestros proyectos más elaborados y mejor diseñados y, en definitiva en algún grado, nuestra vida misma están a merced del puro azar y la contingencia inescrutable.
No podemos librarnos de la suerte y el azar; cuando nacemos ya somos una apuesta, entonces el que nuestros sueños, o los de nuestros hijos, se hagan realidad depende en algún grado de la fortuna que tengamos, de circunstancias que escapan a nuestro control. No nos equivocamos al presumir que la suerte desempeña un papel decisivo en el drama humano.
En nuestra vida intentamos que las cosas ocurran provocando nuestro bienestar, aceptando que la vivimos entre esperanzas y temores. Pero, finalmente, serán muchos los factores que harán posible o no nuestros sueños: las influencias personales que nos ayudan, o dificultan, el tomar decisiones respecto a contingencias de familia o de trabajo, los encuentros casuales que nos conducen a la amistad o incluso al matrimonio, y tantos otros ejemplos cotidianos. Nuestra propia vida es cuestión de azar. Jugamos nuestras cartas lo mejor que podemos, pero el resultado también depende de lo que hace el resto de los jugadores en el sistema, ya se trate de la capacidad de la gente o de las fuerzas de la naturaleza.
La física moderna nos confirmó que el mundo no está sujeto al determinismo. La causalidad fue cuestionada por la ciencia; el pasado no determina exactamente lo que ocurrirá en el futuro, y debemos aceptar que la incertidumbre también existe. Desde la década pasada no parece posible comprender el desenlace de este camino el filosofo Ian Hacking (La domesticación del Azar, Gedisa, 1995); pues él nos ayudo a comprender el camino que nos llevó como sociedad a ser objeto de las estadísticas, a comprender el cómo había nacido un nuevo tipo de leyes; leyes que hoy se expresan atendiendo a las probabilidades. Y, aunque causalidad y probabilidades no son incompatibles, es evidente que habíamos iniciado un camino sin retorno hacia una comprensión más compleja de la realidad.
Uno que se anticipo a comprender la trascendencia de lo que estaba ocurriendo en las ciencias fue el gran matemático Henrí Poincaré (1854-1912), quien decía que “una causa muy pequeña que se escapa a nuestro control, produce un efecto considerable que podemos ver y que decimos entonces que se debe al azar”. Claro, el azar había dejado de ser sólo “un juego vulgar”, como lo consideró Blaise Pascal (1623-1662), y ha pasado a formar parte del acervo científico. Y cuando ello ocurrió muchos recayeron en el escepticismo respecto al determinismo, y fueron las mismas leyes del azar las que les abrieron los caminos de salida. Un ejemplo clásico es el de la teoría del caos. Esta teoría se la utiliza para establecer, dadas ciertas condiciones iníciales y dadas ciertas circunstancias como ruido u otra variable perturbadora, cómo a través del tiempo el sistema logra un patrón más o menos estable de auto organización. Entonces, el caos es determinista, es decir, como todos los sistemas dinámicos modelados por este tipo de ecuaciones, lo es en el sentido de que un fenómeno caótico se ajusta a una regla; en este caso a una ecuación no-lineal. En realidad, todos los sistemas dinámicos modelados por este tipo de ecuaciones son deterministas.
Podemos llevar la mirada indeterminista del mundo y la sociedad a la absoluta imposibilidad de prever acontecimientos futuros, o aceptar que podemos avanzar en ese camino, pues finalmente incluso el caos es una forma de orden. Lo que no podemos hacer, según nuestro sentido común, es predecir nuestra suerte en este camino de la vida, a no ser que por la vía mística, o de la Cábala, creamos que podemos conocer nuestro destino y adelantarnos al azar. Pero este es un tema que debemos abordar en otro momento.
En los ambientes científicos y filosóficos, desde hace siglos estaba planteada la discusión sobre las características del azar, así como su contraposición con el determinismo o, en algunos contextos, la oposición entre determinismo y libre albedrío. El mismo Leibniz (1646-1716) presumía que el mundo real contenía el “libre albedrio”, y fue en este contexto que inventó la idea de que “este es el mejor de los mundos posibles”. Idea de la que Voltaire (1694-1778) se burló en su Cándido, pero que podemos entender en el marco de la necesidad de certezas para vivir cotidianamente.
Hace algo más de doscientos años Laplace (1749-1827) aún escribía que debíamos considerar el estado actual del universo como un efecto de su anterior estado, y como la causa de uno que lo sucederá. El mismo Bertrand Russell (1872-1970) nos recordaba que la exigencia de certidumbre es natural en el ser humano pero, no obstante, no lo consideraba más que un vicio intelectual. Si bien desde Newton (1643-1727) en adelante, y por mucho tiempo, la ciencia estuvo asociada con el determinismo, con la llegada de la mecánica cuántica, en virtud del principio de incertidumbre, se produjo una restauración social del la idea del azar.
Sin embargo, ya desde el siglo XIX, la ciencia se valió de las leyes de las probabilidades para “explicar” fenómenos y, a partir de ahí, determinar nuevas leyes. Pero sin duda, el caso paradigmático es el de la mecánica cuántica, donde sus leyes, nos recuerda Einstein, son de naturaleza estadística, esto es, no se refieren a un solo sistema sino a una agregación o conjunto numeroso de sistemas idénticos, y no se pueden comprobar por mediciones sobre un caso aislado, individual, sino únicamente por una serie de medidas repetidas. En efecto, estos resultados se han logrado básicamente por el camino de la “práctica científica”, a la que ha dado particular relevancia Jorge Gilbert (La conexión libertad-determinismo, RIL Editores, 2005), aunque pareciera evidente que éste no el único método productivo para la “creación intelectual”.
En cambio, un sistema es determinista si se puede observar y también representar mediante un modelo matemático en su evolución a lo largo del tiempo; es decir, si el valor que toman las variables que lo describen, en cada instante, es una función del valor de dichas variables en el momento inicial. En teoría habrá una forma de calcular dicha sucesión temporal de valores, por lo común de manera aproximada, mediante un algoritmo computacional.
Por tanto, si en un sistema determinista algo es predecible cuando, a partir de la información de que se dispone, se puede calcular mediante un algoritmo, con razonable precisión, los resultados que interesa establecer. En cambio, en los sistemas inestables ese algoritmo no existe, por lo menos para ciertos datos del momento inicial y determinados resultados alejados en el tiempo de ese momento.
Debemos reconocer que en nuestra vida cotidiana llamamos “azar” también a las situaciones generadas por nuestro desconocimiento o ignorancia. Si busco una esquina para cruzar la calle, teniendo dos semáforos a distancias similares, y no sé cuál de ellos es más rápido, lo más probable es que escojamos el que nos parece más cerca, pero si está sincronizado para ser más lento diré que tuve mala suerte pues, en apariencia, enfrenté una situación aleatoria. Sin embargo, la rapidez de los semáforos es aleatoria para mí aunque, en realidad, tienen tiempos perfectamente determinados. Esta actitud se basa en el denominado principio de indiferencia: en ausencia de información, se da la misma probabilidad a todas las alternativas. Sin embargo, si usted o yo supiéramos el tiempo de la programación de uno y otro semáforo, escogeríamos el correcto.
Aunque, consciente o inconscientemente, usamos en la vida cotidiana ésta noción subjetiva de “azar”, ha sido muy cuestionada desde que comenzó a formalizarse el cálculo de probabilidades ya que, por medio de algún procedimiento determinístico, se puede eliminar el azar y convertir en certeza absoluta. Es necesario distinguir este “azar como ignorancia”, reservándolo para las situaciones simples, y técnicamente fáciles de eliminar, del azar como complejidad, aquella que solamente se puede reducir, sin llegar necesariamente a la certeza absoluta mediante la repetición indefinida de experimentos estadísticos.
Es importante reconocer que los sistemas lineales habían sido estudiados con mucho detalle por los matemáticos, pero fue en gran medida gracias a la computación que los no lineales comenzaron a serlo. Su difusión como instrumentos cotidianos del trabajo científico provocó la expansión de la investigación de estos fenómenos. No olvidemos que incluso el famoso estudio meteorológico de Lorenz, que dio origen a la metáfora del aleteo de la mariposa, nace de la posibilidad que tuvo de colocar sus datos en una computadora del MIT.
Es el caso de los sistemas no lineales inestables, en los cuales pequeños cambios del estado inicial provocan grandes alteraciones tan grandes de los resultados que, a partir de cierto punto, se pierde el control de las trayectorias de las variables y no se puede predecir su comportamiento, aunque las ecuaciones diferenciales que los rigen estén perfectamente especificadas. Estos sistemas se denominan, usualmente, sistemas caóticos, y para los cuales se ha acuñado la expresión “caos determinístico”. En estos casos siempre existe la posibilidad de considerar que la dimensión aleatoria se debe a la complejidad del mundo real, como resulta claro en la meteorología, cuyos modelos incluyen muchas variables.
Si conociéramos exactamente todos los datos sobre la ruleta y la bolita que rueda sobre ella, la fuerza con que el croupier la arroja, el rozamiento, los movimientos del aire, y todo lo que contribuye, aunque sea en ínfima proporción, a construir su trayectoria, podríamos calcular con absoluta precisión el lugar donde caerá la bolita. Lo mismo que con el mazo de cartas: si usted conociera la distribución del mazo, puede predecir exactamente qué carta habría de salir. Así de sencillo: lo que se suele llamar “azar” es pura y simple falta de información. La trayectoria de la bolita y la carta que ha de salir están perfectamente determinadas. Y en el caso de las cartas, los crupieres dicen que es necesario barajar un mazo siete veces para que el orden de las cartas se pueda considerar aleatorio.
Más allá de la discusión acerca de la necesidad de distinguir entre “azar” o incertidumbre, es claro que ambas siempre se expresan o se miden mediante una escala de probabilidad, y estas posibilidades de los sucesos inciertos se combinan de acuerdo con las reglas del cálculo de probabilidades. Ocurre que en algunas circunstancias, como sucede en el lanzamiento de una moneda, hay unanimidad en la asignación de probabilidades debido a que el grado de conocimiento sobre este fenómeno es similar entre casi todas las personas.
Está claro que las monedas no son aleatorias. Cuando se lanza una moneda, ésta tiene una cierta velocidad inicial y un cierto espín que es lo que, de acuerdo con la mecánica clásica, determina cómo va a caer. No hay nada aleatorio en este proceso. Lo que realmente ocurre es que el plano en que se representan las dos variables, la velocidad inicial y el espín de la moneda, queda particionado en regiones, de modo que si los valores de las variables están en una región “x” la moneda cae de un modo; y si están en la región contigua cae al contrario y así, de modo análogo y alternativamente, ocurre con todas las regiones. Sin embargo, las regiones resultantes, a medida que aumentan la velocidad y el espín, se aproximan más y más, de modo que pequeños cambios en las condiciones iniciales determinan que el resultado del lanzamiento sea cara o cruz. Este análisis explica por qué una moneda es aleatoria y por qué, aunque se conozcan con muchísima precisión las condiciones iniciales, el resultado final va a ser aleatorio; no se puede predecir. Situación análoga a la de los modelos deterministas no lineales que, bajo ciertas condiciones, generan aquello que llamamos caos.
De todos modos, estos ejemplos de determinismo indetectable no alteran las características de la ciencia como disciplina descriptiva, explicativa y predictiva. Incluso en los sistemas afectados por el caos determinístico, en muchos casos, las trayectorias se van descontrolando paulatinamente pero, sin embargo, se pueden predecir si bien con precisión cada vez menor a medida que transcurre el tiempo. Digámoslo de otra manera: no pareciera haber evidencia científica que demuestre que la teoría de la dinámica caótica haya mejorado las predicciones atmosféricas de largo plazo; sin embargo, esto no es razón para creer que el pronóstico de lluvia para los próximos días sea incorrecto y, por tanto, si tienen importancia nuestras predicciones fundadas en estas teorías.
Finalmente los periodistas tenían razón: los dados están cargados, y seguramente no existe nada genuinamente aleatorio. Todo está predeterminado, y aunque no existe ningún sistema completamente cerrado, y pueden existir perturbaciones aleatorias, éstas siempre las podríamos predecir con suficiente información. En realidad, por motivos simples o complejos, esto no ocurre y la suerte nunca está echada, pues los accidentes y el azar son parte de nuestra historia. Entonces el mejor dato electoral es no dejar las soluciones al azar. La idea es no disparar a la bandada, sino siempre escoger un ejemplar; lo que ocurre es que tenemos la convicción que, con trabajo, si podemos resolver los problemas específicos cuya solución nos hemos propuesto, y cada resultado exitoso nos acerca a la domesticación del azar, aunque sepamos que nunca será posible lograr todas las soluciones. Buena suerte.
Por Gonzalo Rovira S.