“Sea Ud. un cobarde. Así redondamente. Y no crea que se lo decimos para atraerle a este cartel. No, simplemente: Ud. está leyendo esto, sea quien fuere. ¿Se ha fijado cómo vive? ¿Qué es lo que hace todos los días? Calla cuando le conviene. Se arrima siempre al más fuerte. Opina como todo el mundo. ¿Cuándo ha levantado su voz ante la infamia escandalosa que le rodea? ¿Cuándo?…A ver revise su vida. Mañana o pasado muere Ud. Y para qué le ha servido. ¿Sabe qué es esta sociedad en que vivimos, la sociedad capitalista? ¿Sabe lo que es el régimen que nosotros preconizamos y que Ud. Retarda? Ud. Piensa, sin duda, como El Mercurio, La Nación, El Diario Ilustrado, etc., como el diario que Ud. Lee todos los días. Aprenda, hombre, Ud. mismo. Use su propia cabeza, para eso la tiene (…) Por los mansos individuos es que el mundo es inhabitable de canalla”.
Así es como quería comenzar el día de hoy. Bajo una diatriba o mensaje fuerte y directo. Un golpe bajo para escucharlo en un tiempo como hoy. No estamos hablando de que fue escrito ahora, es un estracto sacado (haciendo referencia a la formación del movimiento de estudiantes) del propio libro del gran historiador Mario Góngora en su ilustre ensayo sobre la noción de Estado en Chile en el siglo XIX y XX. Claro está entonces, que hoy en día somos cobardes, sí. Cobardes por querer decir algo menos. Una cobardía que en cierto punto es constitutiva de estructuras y procesos históricos solapados, soslayados e invisibles (mecanismos invisibles -al estilo de Pierre Bourdieu– que generan «violencia simbólica») para nosotros. Kant ya lo decía, sapere aude, es decir, atrévete a saber. Cuando se preguntaba sobre qué es la ilustración, Kant ya mostraba que el hombre no ha alcanzado la mayoría de edad (la ilustración sería la salida del hombre de su minoría de edad). No hemos pensado autónomamente, estamos suscritos ante una lógica impuesta. Nos falta lograr la osadía y dejar de lado el estado de sopor, el estado de felicidad como diversión (como veía Huxley) y preocuparnos más por la consecuencia de nosotros mismos (somos lo que hacemos, bajo lenguaje de Sartre). Esto era más bien sólo el marco preliminar. El artículo es más bien una invitación a aquellos lectores asiduos e interesados por una lectura crítica y alternativa del canon convencional.
Leía hace poco algo titulado parábolas y poesía «sé todos los cuentos» (1944) y ahí se presentaba fundamentalmente la cuestión de que todo nuestro devenir ha sido tejido con cuentos. «La cuna de los hombres la mecen con cuentos y el miedo del hombre ha creado los cuentos». Ahí está implícitamente un código, un mensaje oculto que entregaría la causa y razón de lo postmoderno. No es que seamos «weones», no han dicho que «somos». Hay una gran distancia y diferencia entre el ser y no ser, entre el hacer y del decir. Es simple, no hay que dilucidar perspicazmente o desentramar nada en particular. Sólo hay que sostener que hemos vivido en el tiempo de la postmodernidad. Ella se constituye como eje de ruptura, es decir, rompe con la propia temporalidad, instala su aparato discursivo tratando de «naturalizarlo» y finalmente hacer que cada sujeto utilice el nuevo lenguaje, la nueva semiótica y el nuevo simbolismo violento. Recuerdo la gran consigna de que hemos sido sujetos de y no objeto de. Quiere decir que todavía seguimos subyugados, subordinados y constreñidos por un otro. El ser objeto de, implica regresar a una nueva temporalidad, a romper con lo postmoderno, a ser objeto de cambio social y de «creer» que todavía existe una «utopía realista».
El lenguaje es tan audaz que ni siquiera nos hemos percatado de que ello concentra un gran poder. Foucault, Barthes, et al, ya reconocían el carácter inherente del lenguaje. El poder se establecía no sólo en un plano institucional. Sino que también estaría en los más finos mecanismos (en palabras de Barthes, 1979) del intercambio social. Lo que trata de decir acá es que no sólo estamos viviendo el poder en una determinada área, sino que se extiende a los juegos, a las llamadas, a las relaciones familiares, a la moda, a la música, a la publicidad, etc. Es tan sagaz que hoy en día hemos adquirido una nueva actitud. Ya no la actitud de la modernidad en el sentido de desafiar, de proponer, de guiar, de mostrar y presentar nuevos caminos. Sino que la actitud o estado de tedio, la personalidad sumisa y pavorosa ante los fenómenos en que nos ceñimos. Estamos acostumbrados a vivir bajo la palabra del «otro» (claro que es fuerte la tesis de Heidegger en cuanto a que el «habla se habla en lo hablado» o cuando Foucault en el orden del discurso asevera que hay un habla que lo precede y que él prefiere verse envuelto por «la palabra»). Cuando hablo de vivir bajo la palabra del otro, no estoy pensando en las tesis de los autores. Sino que relevo y transfiguro la idea a fin de decir que tenemos escrúpulos y desconfianzas de atrevernos a desafiar, a discrepar, a tomar la palabra y decir «no concuerdo». Hay una razón para ello, «monopolio de la ciencia». Se habla de la neutralidad de las ciencias, está bien, ¡lo más conmovedor que he escuchado!. Sin embargo, y concuerdo con Habermas, la neutralidad de las ciencias se esfumaría cuando vemos que existe una estrecha relación entre ciencia e ideología. Hay una convivencia perfecta, hay una relación o simbiosis entre ambas cartas. No hay necesidad de acudir a una explicación científica para darse cuenta de algo en particular. La siutiquería es creada por el simple hecho de hacernos creer de que no sabemos, de que no podemos saber más que un intelectual (moda de los fast thinkers) televisivo. Todo el conocimiento está ahí, es cosa de atraparlo, incorporarlo a nuestro cognoscente, a nuestra vida cotidiana y afirmar que todo fenómeno es objetivado y sistematizado. El conocimiento claro que es el sentido común sistematizado (todo a través de conceptos, todo a través de teorías y visiones que causan un gran fulgor emblemático y sustancial) . El problema no es eso, el problema es precisamente que la postmodernidad ha querido que sigamos situados en la lógica de un no saber. Ahora, no es eso el punto. El quid del asunto está en que todos sabemos, sin embargo, nos hicieron creer que «no sabemos» (Dice Nietzsche bajo una sátira que en la plaza pública hay una abundancia de los hombres bufones, es decir, hombres que son del momento y que claramente uno cree que son hombres del momento. Los mitificamos, los santificamos y los vanagloriamos como seres imperturbables). Legitimamos el saber de un otro. Hay un saber autoritario, impuesto por un otro e inexorablemente, legitimado por un otro: ése es el círculo infinito de la postmodernidad. Hay una tautología, una obviedad clara, y eso está visto en que para lo postmoderno, en tanto que negación del cambio, el saber es sólo atribuible a la tecnocracia burócrata. Sólo ellos saben, y por supuesto, un asalariado común y corriente no podría sobrepasar el profesionalismo de un cartón que bajo una perspectiva crítica es fútil.
Actualmente vivimos bajo la promulgación del postmodernismo. Es decir, que desde el mundo de los años 80 y 90 (la historia política reciente podría ser pensada desde la constitución neoliberal), el actor político despolitizado ha quedado restringido a una cláusula conservadora (como un valor que instaura el propio sistema político) que negaría el cambio abrupto y radical. El tiempo político de la postmodernidad es el tiempo del presente. Un presente que se desplaza hacia lo “instantáneo” (demandas raudas y vertiginosas de proyectos de ley en la cámara legislativa), a la premura y a la no premeditación política que sí estaba inmersa en el ideario moderno. Lo postmoderno queda sujeta a un viraje estético[1] (Al estilo de Rancière) de la no representación que genera una comunidad de reconocimiento. En la cual, todos los actores (incluso los excluidos concebidos como “violentistas”, “abyectos”, “lumpen”, “enfermo”, “desnudo”) son situados dentro de ella. El hecho de que sean “situados dentro de ellas”, significa que la comunidad de lo sensible ha creado el discurso político del “consenso” que prohíbe la toma de la palabra y por lo tanto, inhibe el modo o proceso de subjetivación política de los que “no tienen parte” en las partes de la comunidad bosquejada y dibujada por el “reparto de lo sensible” [2] (la policía distribuye los tiempos, lugares, modos de acción, espacios, habla y escucha de las partes o actores). En resumen, lo postmoderno sería la democracia liberal representativa conformada por el ideario neoliberal constitutiva de un sujeto impasible que se comporta de acuerdo al canon mercantil capitalista y que actúa por debajo de la gobernabilidad. Es decir, por aquella mantención de lo que permite gobernar sin trabas, rémoras, ni conflictos suscitados por la sociedad civil (una particularidad ejemplar sería el sistema binominal, y ahí la pregunta del “deber ser” podría ser: ¿cómo mantener un equilibrio óptimo entre la representatividad y la gobernabilidad?). En lo postmoderno, el sujeto ha quedado inerme. La causa de ello se encuentra en que el postmodernismo ha logrado mediatizar, fragmentar, despolitizar e individualizar a los sujetos. [3]
La adquisición del nuevo lenguaje postmoderno trajo consigo la eliminación de la esperanza. He ahí cuando la modernidad clamaba por la constitución de un sujeto que logre subjetivar prácticas de utopía, de cambio social y de anhelo democrático. Mediante la razón, en la modernidad se observa que el cambio histórico sí puede producirse. La modernidad por ende se inscribe dentro de una racionalidad normativa, es decir, que aboca su lenguaje a un «deber ser». Apela a la retrospección, observa acusiosamente los procesos que acontecieron en su pasado. Una especie de flash forward repentino que surge en la práctica social de los sujetos. La modernidad es el tiempo de la construcción, en cambio la postmodernidad es el tiempo de la eliminación del cambio histórico, de la existencia de un fin de la historia (al estilo de la tesis de Fukuyama) o de la gran consigna emblemática y polémica de la conservadora neoliberal Tatcher (la famosa dama de hierro).
No obstante, el punto principal está en que lo postmoderno, en tanto que nos constituye, ¿está sufriendo una transfiguración o simplemente se está ambientando el preludio a la constitución de una nueva modernidad bajo el yugo de una mixtura societal entre lo moderno y lo postmoderno? El topos de esta cuestión exige una explicación basada no solamente en la propia sociedad, sino que debe remitirse al plano en su totalidad. Ahí radica la capacidad heurística de cada lector para descifrar el código soterrado. Una visión podría propugnar la idea de que ya no estamos viviendo dentro de lo postmoderno, sino que el propio actor ha trascendido el “ideario postmoderno” que se yacía y pensaba como un lenguaje sempiterno y arraigado en el imaginario colectivo (ya que la praxis política ciudadana hace a la sociedad y no la sociedad a la ciudadanía).
Tomemos un libro, leamos el diario con otra visión, retomemos el debate, sociabilicemos el saber, demostremos nuestra nueva personalidad, tomemos nuestros nuevos espacios públicos, dejemos de vernos como agentes adscritos a leyes que suprimen la palabra (y en tanto que la suprime, no hay espacio para que seamos vistos ni oídos: nos sumus, nos existimus) y logremos transfigurar/desmantelar el lenguaje vicioso de postmodernismo…
NOTAS
[1] Rancière, J. El viraje ético de la estética y la política. 1ª edición, Ed. Palinodia.
[2] Véase Rancière, J (2006). Política, policía, democracia. LOM ediciones, 1º edición. Santiago, Chile. Al mismo tiempo Rancière, J (2009). “El reparto de lo sensible”. 1ed, Santiago, Chile. LOM ediciones.
[3] Tomo como marco referencial, el libro de Rancière, J (2007). En los bordes de lo político. Ediciones la Cebra, Buenos Aires.
El caso chileno (postmodernidad y consenso)*
El caso chileno presenta aspectos muy peculiares y extravagantes. Un caso cuasi atípico en el sentido de conformarse un escenario político/económico de “modernización sin modernidad”. El régimen militar (globalización entendida bajo el proceso de apertura económica externa) realiza e impulsa una exclusiva racionalidad instrumental e inhibe la búsqueda normativa de una nueva reestructuración societal. He ahí donde se juega la audacia y asimismo la osadía de la bomba discursiva (sentido común). Esta bomba discursiva penetra diferentes aspectos de las relaciones y acciones sociales, capitalizando el lenguaje de forma abrupta y vertiginosa. Siguiendo el mismo orden, la audacia genera por tanto dos consecuencias abrumadoras. Una tiene que ver con la nueva articulación del lenguaje capitalizado (violentistas, encapuchados, ladrones, picantes, anarquistas y «comunistas») y la segunda guarda relación con un sustento “autolegitimizador”. Es decir, ya no se desprende una crítica radical. Sino que los mismos excluidos (enajenados de sí mismos) se inscriben en el discurso de expectativas de recompensa, en la noción de progreso socioeconómico, y en la futurología mesiánica. Siendo ya no reticentes ante el círculo neoliberal.
Sin embargo, “en principio” podría hablarse que la crisis de la deuda es la que resquebraja el discurso del progreso económico, en una especie de elixir o panacea de recompensa económica. La crisis de la deuda –como señala Lechner– pone en duda la legitimidad de la hegemonía mercantil. Y al momento de poner en jaque el escenario hegemónico, se vuelve a ver a la política como construcción clásica de acción colectiva, como férrea demanda reivindicativa de democracia y como constitución de una acción estatal intervencionista (he aquí cuando podría hablarse de racionalidad normativa).[1]
Ahora, si dije en principio, es porque Chile se caracteriza por lo que Lechner ha enfatizado idóneamente. Es decir, una “apología del consenso y una desbarnizada lucha a muerte entre el bien y el mal”. El consenso es una estrategia política tanto feble como pragmática. Es una estrategia que evidentemente logra la persuasión correspondiente logrando como objetivo la traducción en una fusión política programática, y también es una estrategia que logra tejer el carácter del “buen acuerdo” y del aplanamiento de diferencias. La homogeneización o acentuación en el carácter del buen acuerdo es más bien la sustancia perniciosa para la misma modernidad (en el caso de Chile). El consenso es el estado máximo de “no representación de intereses” que por consiguiente logra inhibir el conflicto (como base constitutiva inherente de la política). He ahí la causa de que Lechner sostenga tenazmente que resulta complicada la tarea de compatibilizar democracia representativa y consenso. Son dos cuestiones que, unidas entre sí, son completamente contraproducentes.[2] Podemos aunar perfectamente las palabras de Moulian respecto a que el consenso es la etapa superior del olvido. El consenso es la confusión de los idiomas, el olvido del lenguaje propio, la adopción del léxico ajeno, la renuncia al discurso con que la oposición había hablado: el lenguaje de la profundización de la democracia y del rechazo del neoliberalismo. El consenso es un acto fundador del Chile actual. La constitución, la producción de ese Chile venía lejos. Pero la declaración del consenso manifiesta discursivamente la decisión del olvido absoluto[3].
Sebastián Massa Slimming
NOTAS
* Como marco referencial, recomiendo la lectura del documento de trabajo Flacso-Chile de Lechner (1990). Véase Lechner, Norbert. ¿Son compatibles modernidad y modernización? El desafío de la democracia latinoamericana. Documento de Trabajo Flacso-Chile, nº440, marzo de1990.
[1] La experiencia chilena bajo Pinochet ya había arrojado una lección todavía más precisa: incluso existiendo una cultura económica favorable, la economía de mercado no logra legitimarse por sí sola. Ibid., p.245. De acuerdo a lo sostenido por Lechner cabe preguntarse sobre el carácter legítimo de la modernización en tanto que percepción del sujeto (recordemos que durante el régimen se dio una especie de “capitalismo represivo popular” por ello es que la derecha inmersa en el contexto dictatorial puede aseverar de que “vivieron en democracia”). La dictadura como régimen monopólico y vertical, logra el cese de la actividad político y social, introduciendo paulatinamente nuevas concepciones linguísticas/económicas que soslayan el carácter político (progreso, monetarismo, Hayeck, Friedman, Chicago Boys, productividad, consumo, mesianismo empresarial, “boom” económico, inflación como mal endémico, entre otros).
[2] Un país sin una constitución querida (agregaría la palabra “legitimidad” al estilo de Gabriel Salazar (1994) Construcción de Estado en Chile: la historia reversa de la legitimidad, en Proposiciones, No. 24. Santiago: Ediciones Sur) por sus habitantes no supera los conflictos del pasado. Una carta fundamental de todos y para todos es la mejor manera de rehacer nuestro accidentado pasado y mirar con humanidad a cada una de sus víctimas. Cuando se tenga ese texto constitucional, se podrá afirmar que Chile tiene una democracia madura y que de ser un país dividido, ha creado condiciones institucionales para superar esa condición. Huneeus, C (2003). Ibid, p.267
[3] Moulian, T (1997): Chile Actual. Anatomía de un mito. Universidad Arcis/LOM, Santiago de Chile. pp.42-43.