Probablemente, el mayor malentendido de Occidente hacia China sea el relacionado con sus intenciones estratégicas. Hay dos ideas que se cuelan en cualquier debate sin apenas discusión. La primera es que el éxito de China equivale necesariamente a nuestra ruina. La segunda es que ese éxito deriva en una exacerbación de los conflictos. Pero veamos.
Ciertamente, China ha logrado encauzar su proceso de modernización alcanzando buena parte de sus objetivos. Le ha llevado tiempo y lo ha hecho, básicamente, partiendo de sus propios esfuerzos y generando importantes beneficios para terceros. A veces, de lo que se lee o se escucha pudiera deducirse que lo logrado ha sido cosa de un día para otro. Pero no es así. Arranca en el siglo XIX, transita todo el XX y consumirá buena parte del XXI.
Librarse del atraso y el subdesarrollo no es un objetivo que pueda desacreditarse sin más. También el propósito de cerrar las heridas de ese largo y complejo pasado. Ha habido efectos internos bien conocidos. Cualquiera que sea el parámetro que elijamos, el salto ha sido espectacular. En 1949, el valor del PIB se correspondía con el de 1890, 60 años atrás; en 1978, era ya la 32ª potencia económica del mundo; ahora la segunda, la primera en términos de paridad de poder de compra.
En los efectos externos se aprecia que China es ahora más protagonista porque tiene más capacidades y puede hacer más y aportar más a las necesidades globales. Y ahí surge un primer riesgo: hay quien piensa que ese mayor protagonismo no es una consecuencia natural y lógica del éxito en la modernización, sino que responde a una agenda oculta para dominar el mundo. En consecuencia, rechazan hacerle un hueco proporcional en la gobernanza global.
Lo cierto es, sin embargo, que, si observamos lo acontecido en los últimos 50 años, el compromiso con el multilateralismo ha discurrido en paralelo al avance de la modernización. Desde el regreso a Naciones Unidas en los setenta a la inserción multilateral en la posguerra fría, el impulso de proyectos propios centrados en el desarrollo o en la seguridad a inicios del siglo XXI, y una aceleración de este proceso bajo Xi Jinping con nuevos enfoques (Rutas de la Seda, BRICS+ y los bancos asociados BAII y NBD, entre otros).
Hoy, China practica un multilateralismo consolidado con características bien reconocibles: multinivel, adaptado, flexible, centrado en unas Naciones Unidas que desea reforzar. Se trata de caminar juntos, no unos frente o contra otros.
Es verdad que China desarrolla un discurso propio. Es un modelo singular para el que reclama el respeto debido a su soberanía -que le costó mucho recuperar- pero que no anhela imponer a terceros en un ejercicio de vocación mesiánica. A pesar de ello, se le acusa de querer “revertir el orden internacional”. Si China aceptara sin más la narrativa del club hegemónico de potencias, si aceptara integrarse en el G7 (+1), pongamos por caso, probablemente no habría motivo de discusión. Como no es el caso, surge el doble hostigamiento centrado en la defensa de la arquitectura del orden internacional y, sobre todo, de la jerarquía, que representa el auténtico límite, la más roja de las líneas rojas para Occidente. En ambos aspectos, es manifiesta una erosión progresiva por la vía fáctica de las consecuencias de la modernización china.
China, en realidad, quiere estabilidad y necesita tiempo y espacio para seguir desarrollándose. Le falta completar un tramo decisivo. Es por eso que solo puede apostar por una transición pacífica en todos los ámbitos, constructiva, no brusca sino progresiva, que tanto integre su nueva dimensión en la realidad global como procure un precioso margen de adaptación a los demás actores.
La insistencia en compartir los beneficios de su desarrollo es también una necesidad de su propio crecimiento. Esta China es la más interdependiente de toda su historia, por eso nunca dará la espalda a la apertura, a riesgo de recaer en un aislamiento suicida. Es por eso que su éxito representa una oportunidad para terceros. Puede requerir ajustes, pero existe voluntad de una holgada negociación que acompañe los efectos de la transformación que nos aguarda y sobre la que están ya trabajando, se diría incluso que con cierta ventaja con respecto a Occidente.
Como igualmente en el plano global, su afán de estabilidad es lo contrario de la promoción de los conflictos. No es por acaso que esa comunidad de destino compartido que su liderazgo promueve se asiente en pilares como la seguridad, el desarrollo o la civilización. Este último término, por cierto, supone un enriquecimiento de la fórmula tradicional de Deng Xiaoping, que marcaba la paz y el desarrollo como los dilemas preferentes de la humanidad. Siguen vigentes pero la preservación civilizatoria es una tercera dimensión que denota la particular sensibilidad de China en este aspecto.
A pesar de las diferencias sistémicas, es mucho y sustancial el margen para el entendimiento entre China y Occidente. Ignorarlo sí que podría revelar perversas intenciones.
Por Xulio Ríos
Asesor emérito del Observatorio de la Política China
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