Por Marcelo Casals
La extrema derecha chilena obtuvo una importante victoria en las elecciones del domingo [7 de mayo] para la recién reconstituida asamblea [consejo] constitucional, extinguiendo prácticamente cualquier esperanza de una nueva constitución progresista en Chile.
Los resultados de las elecciones para el rebautizado «Consejo Constitucional» habrían sido impensables hace tan solo unos años. Ahora, en su segundo intento de crear una constitución, el órgano redactor aún cuenta con un mandato popular para sustituir la Carta Magna impuesta por la dictadura de Augusto Pinochet en 1980. Sin embargo, el consejo marcadamente derechista refleja un cambio radical en la política chilena en comparación con octubre de 2019, cuando el país estalló en protestas contra el gobierno neoliberal de Sebastián Piñera.
El recién formado Consejo tendrá cincuenta y un escaños electos, de los cuales veintitrés estarán ocupados por representantes del Partido Republicano de extrema derecha, once por la derecha tradicional y solo dieciséis por la izquierda (más un representante de los pueblos indígenas). En resumen, los resultados del domingo fueron un desastre electoral de proporciones históricas para la izquierda chilena —el único precedente comparable fue el rechazo del proyecto de Constitución en el plebiscito nacional de 2022—.
La victoria de la extrema derecha es aún más paradójica teniendo en cuenta su lealtad histórica a la dictadura y sus «legados». De hecho, el Partido Republicano, asociado al reciente aspirante presidencial José Antonio Kast, siempre se ha opuesto vocalmente a cualquier cambio en la Constitución vigente.
Así las cosas, la extrema derecha tiene ahora todas las cartas en la mano, y la aprobación de la Constitución depende de sus votos. Y, lo que es aún más desalentador, el proyecto constitucional está siendo redactado por un «Comité de Expertos» tecnocrático, nombrado a su vez por un Congreso Nacional dirigido por la derecha.
¿Cómo ha llegado Chile a esto?
Fracasar peor
Por desgracia, la derrota se ha convertido en una tendencia habitual para la izquierda chilena en los últimos meses. El primer intento fallido de redactar una nueva constitución, dirigido por una Convención Constitucional dominada por la izquierda, fue la primera dosis de realidad. Y el plebiscito constitucional del 4 de septiembre de 2022 vivirá en la memoria como una de las derrotas electorales recientes más duras que ha sufrido la izquierda. Ese día, en medio de índices de participación históricos gracias a una nueva norma de voto obligatorio, una aplastante mayoría de chilenos (61,82%) rechazó la propuesta de Constitución progresista que la convención venía preparando desde julio de 2021.
Entre los defensores del «apruebo», la reacción inicial fue de conmoción y confusión. Hasta la fecha, sigue sin haber una explicación convincente para un desastre electoral de tal magnitud, ya que la propuesta de constitución obtuvo un escaso 38,15% de los votos. Esta cifra, combinada con el repentino crecimiento electoral de la extrema derecha en las recientes elecciones al Consejo, debería hacer saltar las alarmas.
Para muchos dirigentes e intelectuales del campo progresista, la razón de la derrota de 2022 reside en una campaña de comunicación de la derecha. En ese relato, los ciudadanos fueron engañados por una «campaña de terror» y por fake news propagadas en los grandes medios y en las redes sociales. El proyecto constitucional, argumentan, descarriló por la incapacidad de la ciudadanía chilena de comprender lo que habría sido una gran constitución feminista, ecologista e indigenista, la necesaria para remediar los males de una constitución diseñada durante la dictadura militar de Pinochet (1973-1990) y vigente esencialmente desde 1990. Es posible que en las próximas semanas los líderes de izquierda repitan las mismas líneas… pero sería un grave error.
Aparte de cierta autocrítica de los procedimientos de la convención, la izquierda chilena aún no ha llevado a cabo un balance políticamente productivo de su derrota. Ahora, con la sorprendente victoria de la extrema derecha en el nuevo consejo, es más urgente que nunca alcanzar cierta claridad sobre dónde estuvieron los errores.
El estallido
Una de las cosas más difíciles de digerir de las derrotas de septiembre de 2022 y mayo de 2023 es que la fase política actual, abierta con el levantamiento de octubre de 2019, debería haber sido enormemente favorable para una agenda antineoliberal. Ese mes de 2019 fue testigo de protestas sociales masivas y espontáneas, las mayores desde la década de 1980. Millones de ciudadanos salieron a las calles decididos a rechazar la humillación colectiva a la que los sometía el gobierno conservador del multimillonario Piñera.
Puede que la chispa fuera la decisión del Gobierno de aumentar la tarifa del Metro en Santiago, pero a los pocos días de las protestas quedó claro que las quejas —muchas y diversas— se basaban todas en las desigualdades estructurales nacidas de treinta años de neoliberalismo.
En ese sentido, el «levantamiento social» de 2019 fue la culminación de una creciente ola de movilizaciones que comenzó al menos desde las manifestaciones estudiantiles de 2011, a las que se sumaron en los años siguientes distintos movimientos sociales: contra el sistema de seguridad social privatizado de Chile; la excesiva centralización administrativa en la capital de la nación; la depredación medioambiental de las empresas transnacionales (y nacionales); las deficiencias del sistema de salud pública del país; y las omnipresentes desigualdades de género combatidas por los movimientos feministas y juveniles, entre otros.
No es casualidad que todas estas quejas se canalizaran en la demanda de una nueva constitución. En medio de las protestas, un congreso y un gobierno conservadores se vieron finalmente obligados a aceptar la bancarrota de su modelo político y económico e iniciar un proceso de cambio constitucional sin precedentes, que ni siquiera el inicio de la pandemia de COVID-19 en marzo de 2020 pudo detener.
Durante algún tiempo, la situación aún parecía favorable para la izquierda. En octubre de 2020, el plebiscito para ratificar el inicio del proceso constitucional se decidió con una aprobación del 78,28%. Además, la votación de mayo de 2021 para la Convención Constitucional eligió una mayoría heterogénea de asambleístas independientes: activistas indígenas, feministas y ecologistas, así como intelectuales y militantes de partidos de izquierda y centroizquierda. La derecha, en cambio, no logró elegir a un tercio de los miembros de la Convención, el umbral que le habría permitido ejercer el poder de veto.
Además, mientras la Convención deliberaba en noviembre y diciembre de 2021, el izquierdista y antiguo líder estudiantil Gabriel Boric se hizo con las elecciones presidenciales. Esa secuencia parecía implicar el fin de la hegemonía política de los dos grandes bloques de centroizquierda y derecha que habían dominado durante las tres décadas de gobierno posdictatorial.
El Termidor chileno
¿Por qué, entonces, triunfó el «rechazo» en septiembre de 2022? ¿Y cómo se convirtió de repente la extrema derecha en la fuerza motriz de la política chilena?
En primer lugar, la pandemia de COVID y la consiguiente crisis económica alteraron radicalmente el panorama político, modificando las prioridades de gran parte de la población chilena —incluida parte de los participantes más movilizados de octubre de 2019—. El espíritu del «levantamiento social» estaba profundamente conectado con un fuerte sentimiento anti establishment, hecho que se reflejó en el plebiscito inicial de 2020 y en la elección de independientes durante la Convención Constitucional de 2021.
Las elecciones presidenciales de 2022 fueron una advertencia temprana de un cambio importante en el sentimiento popular, especialmente porque el candidato de extrema derecha Kast obtuvo el primer puesto en la primera vuelta (aunque en un contexto de gran fragmentación electoral). Las elecciones parlamentarias tampoco fueron un buen augurio para la izquierda: no solo la ultraderecha de Kast y la derecha tradicional salieron reforzadas, sino también el Partido de la Gente (PDG), un grupo populista, demagógico y oportunista que, a pesar de su fuerte discurso anti establishment, en la práctica se situó a la derecha del espectro político.
La pandemia de COVID puso al descubierto los cimientos del neoliberalismo chileno: pocas medidas sanitarias garantizadas por el Estado, bajos salarios y alto endeudamiento, y regulaciones que favorecían al capital en detrimento del trabajo. Todo ello se tradujo en un elevado desempleo mezclado con algo que los chilenos no habían experimentado en décadas: la inflación.
Al mismo tiempo, el número de inmigrantes venezolanos indocumentados aumentó rápidamente, en gran parte como respuesta a las invitaciones públicas realizadas por el gobierno de Piñera. La falta de infraestructura estatal para recibir a los inmigrantes y las duras condiciones de marginación social y hacinamiento —sumadas a las extremas dificultades económicas de muchos chilenos— provocaron que la delincuencia y la violencia aumentaran a niveles desconocidos para los estándares locales.
La seguridad, la migración y el coste de la vida se han convertido ahora en cuestiones prioritarias para la mayoría de los ciudadanos. La oposición política de derechas y los medios de comunicación han aprovechado esta situación para atacar al Gobierno y, sobre todo, para resignificar el recuerdo del «levantamiento social»: ya no se ve como una expresión legítima y genuina del malestar ciudadano, sino como un arrebato criminal.
El gobierno de Boric, que sigue lidiando con problemas internos en su gabinete, ha luchado por adaptarse a estas nuevas circunstancias. Boric apoyó leyes que invisten a la Policía de nuevos poderes, a pesar de que el ambiente en la izquierda —especialmente tras la brutalidad policial durante las protestas de 2019— pedía una profunda reforma de Carabineros, la principal institución policial chilena. Queda por ver cuán efectivo será su intento de adaptación, y qué costo tendrá para la lealtad de su propia base política.
Lo cierto es que ninguna de las políticas de Boric ha dado sus frutos entre el electorado chileno en general: la extrema derecha sigue beneficiándose políticamente de las penurias de los ciudadanos chilenos. De hecho, Kast y sus Republicanos han conseguido convertir el deterioro social en millones de votos, con la generosa financiación de las fracciones más reaccionarias del capital chileno.
El atolladero constitucional
El proyecto constitucional encalló por razones que van más allá de las coyunturas económicas y sociales. Hasta la fecha, la izquierda chilena ha dicho muy poco sobre un tema aparte: los problemas ideológicos que persiguieron a las propuestas de la convención. En el centro de esas propuestas estaba la idea de un «Estado social» y de «derechos sociales», que incluía disposiciones para garantizar la igualdad de género, el derecho a un medio ambiente libre de contaminación y medidas para el reconocimiento, la reparación y la autonomía de los pueblos indígenas.
Todas ellas son banderas legítimas de la izquierda chilena. Descartarlas como caprichos de la «política identitaria» es no estar a la altura de los cambios que ha experimentado la izquierda chilena en las últimas décadas. Sin embargo, muchos de los debates de la convención giraron en torno a interpretaciones simplistas de la historia chilena que no ayudaron mucho a que la población en general se sintiera atraída por ellas: el Estado y la República, afirmaban algunos, son estructuras opresivas creadas por las clases dominantes y han encorsetado las identidades ancestrales indígenas (ahora aparentemente libres para emerger en toda su pureza). La nación, continuaron, debería «pluralizarse» en una serie de comunidades (o «pueblos») arraigadas en «territorios», cuestionando así la unidad constitutiva del propio país.
Esta noción pluralizada del Estado y de la nación dio lugar a un conjunto de propuestas que dejaron un sabor amargo en la boca de muchos chilenos: la petición de sistemas de justicia locales separados para los pueblos indígenas o la sustitución del Senado (uno de los más antiguos del mundo moderno) por una cámara de representación regional.
Los medios de comunicación pusieron el foco en estos aspectos controvertidos y amplificaron una serie de escándalos en torno a la convención con el claro objetivo de desacreditarla e inflar el voto de «rechazo» en el plebiscito de salida. Pero la magnitud de la derrota está en otra parte.
Muchos miembros de la convención siguieron actuando como si el país viviera en un estado constante de agitación social. De hecho, el rotundo número de votos obtenidos en el plebiscito de 2020 había convencido a muchos de que la aprobación estaba prácticamente garantizada y que el contenido real de la Constitución era casi secundario. Y fue ese optimismo el que desalentó un debate más amplio sobre cómo una constitución podría hacer avanzar un nuevo Estado y una nueva sociedad chilenos en línea con las aspiraciones populares y de la clase trabajadora.
El Estado, la república, la nación y la democracia son lugares de lucha bastante conocidos para la izquierda chilena. Al fin y al cabo, la «vía chilena al socialismo» de Salvador Allende se construyó sobre la idea de que la democracia era una conquista de los trabajadores, la nación una comunidad entre iguales, y el Estado un aparato institucional que podía ser conquistado, modificando sus sesgos de clase en favor del socialismo. La vieja izquierda se preocupaba ante todo por las condiciones materiales de existencia y las desigualdades estructurales del capitalismo dependiente.
No es que estas preocupaciones desaparecieran en los debates constitucionales. Pero las críticas simplistas y a veces infundadas al igualitarismo republicano, tan caro a tantos movimientos sociales, tuvieron un papel exagerado en las discusiones sobre el Estado. Sin necesidad de renunciar a las luchas feministas, indígenas o ecologistas, la izquierda chilena debe repensar estas causas como parte de un proyecto integral de cambio social que aspire a tomar el poder y a construir conexiones con los sectores populares y trabajadores.
Las explicaciones habituales que ofrecen los sectores progresistas sobre su derrota (el papel de los medios de comunicación, la falta de comprensión del pueblo) delatan un preocupante paternalismo de clase media hacia el pueblo chileno que, según ellos, no sería lo suficientemente virtuoso como para entender lo que le conviene. Además, ese pensamiento impide la reflexión política y la crítica tan necesarias para salir del atolladero político actual.
Cincuenta años después
El proceso constituyente llegará a 2023 como producto de la derrota de la izquierda y de un brusco giro conservador en la política y la opinión pública chilena. Es un proceso de alcance limitado cuidadosamente controlado por los partidos del establishment. A la espera de que el Consejo Constitucional dominado por la extrema derecha tome las riendas, una «Comisión de Expertos» nombrada por el Congreso está formulando los contenidos de la Constitución a una distancia segura de la voluntad popular.
Por ahora, la izquierda debe actuar como una fuerza de resistencia real a la embestida conservadora y evitar cualquier radicalización del Estado neoliberal chileno, que ya tiene treinta años. Por extraño que parezca, esto podría significar incluso organizar una campaña de rechazo para impedir la aprobación de una Constitución respaldada por la derecha. Más importante aún, para recuperarse de estos duros golpes electorales, la izquierda debe iniciar un proceso de introspección sobre sus carencias ideológicas, inspirándose en su propia y rica historia.
En 2023, año en que se cumplen 50 años del golpe de Estado que terminó violentamente con el gobierno democrático-socialista de Allende y la Unidad Popular, la izquierda haría bien en recordar la paciencia y la visión de largo plazo que mostró esa formación política y social, construida en medio de avances y retrocesos que se sucedieron a lo largo de varias décadas. El cambio estructural igualitario no se logrará por un golpe de buena fortuna o por una vanguardia iluminada de legisladores. Será producto de la lenta acumulación de fuerzas y de la construcción de una hegemonía duradera enraizada en las aspiraciones, expectativas e intereses de las mayorías trabajadoras de Chile.
Por Marcelo Casals
Doctor en Historia Latinoamericana por la Universidad de Wisconsin-Madison y profesor asociado en la Universidad Finis Terrae (Chile). Su último libro es Contrarrevolución, colaboracionismo y protesta: la clase media chilena y la dictadura militar (FCE, 2023).
Columna publicada originalmente el 11 de mayo de 2023 en la revista Jacobin Latinoamérica.
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