Hace unos días en la ciudad de Lleida, en Cataluña, tras una discusión municipal, se ha llegado al acuerdo de prohibir el uso del burka solo en las dependencias municipales. No hubo acuerdo entre los distintos grupos políticos para prohibirlo en los espacios públicos, como a algunas personas nos hubiese gustado. El debate sobre la prohibición o no del burka en los espacios públicos recorre ya muchos pueblos y ciudades en España y se mezcla con otros debates sensibles, como el de la inmigración.
Lo que me resulta más triste del debate es darme cuenta de hasta qué punto las mujeres no hemos conseguido que los derechos de las mujeres, el derecho fundamental a la igualdad, sea considerado un derecho de primer orden y por tanto irrenunciable. Resulta sorprendente comprobar cómo desde las más diversas posiciones políticas, se invocan todo tipo de derechos: a la libertad, por supuesto, a la identidad cultural, al desarrollo de la libre personalidad… y cómo se invocan valores como la tolerancia, el respeto a las distintas religiones y culturas… sin que nadie mencione el derecho que aquí se encuentra en juego, el que afirma que hombres y mujeres somos iguales.
El burka conculca ese derecho. No sólo porque su objetivo es, precisamente, señalar la desigualdad de las mujeres con respecto a los hombres, sino porque de manera efectiva imposibilita esa igualdad. Una mujer puede elegir vestir de forma que la desigualdad se haga patente: con enormes tacones, o de monja; o puede renunciar simbólicamente a su igualdad aceptando ser parte de una religión o de una cultura que la devalúa. Pero, una monja, una musulmana con un pañuelo, una mujer subida a unos enormes tacones, serán, o deberían ser, tratadas como iguales en su vida cotidiana. Pueden trabajar, ir en transporte público, conducir un coche, entrar en cualquier espacio público, hablar con cualquiera y en cualquiera de esos casos, a todos los efectos, serán ciudadanas iguales, aunque ellas deseen marcar su diferencia.
Si una mujer se pone -o la ponen un burka- y no se lo quitamos, estamos admitiendo que algunas mujeres acepten que no son ciudadanas, porque no se puede ser ciudadana metida en una jaula. Su vida cotidiana está imposibilitada y la posibilidad de tratarla de igual a igual es nula. Una mujer con un burka es una cosa. Los derechos constitucionales no son para quienes los acepten (o les dejan aceptarlos), no se puede renunciar a ellos. Uno/a no puede aceptar ser un esclavo y trabajar gratis, o aceptar ser comprada o vendida. Por mucho que lo desee (suponiendo que lo desee), una mujer no puede aceptar ser una ciudadana de segunda e ir por la calle encerrada en una jaula. Es obligación del estado sacarla de la jaula aunque no quiera; remover los obstáculos que impiden el acceso a la igualdad efectiva.
Porque si no se hace eso, el mensaje que se está enviando es que el derecho a la igualdad de las mujeres es un derecho de segunda clase, que no es tan importante como otros derechos que aquí se invocan. Eso es lo terrible de este debate, ver con qué facilidad la clase política asume que la quiebra de la igualdad entre los sexos es un precio que se puede pagar con tal de salvaguardar otros derechos, de rango menor respecto a la Igualdad. Las mujeres hemos conquistado muy duramente la igualdad en nuestros países, no sólo para nosotras, sino para todas las mujeres, vengan de donde vengan, crean en el dios que crean y estén sujetas a los valores culturales que estén sujetas. Este no es un problema que tenga que ver con la inmigración como quieren hacernos creer. Ya hemos visto a mujeres musulmanas, tan españolas como yo misma, empeñarse en vestir el burka. Hasta que no veamos a nuestros políticos asumir que al decir “Igualdad” se están refiriendo también a las mujeres, es que no estamos donde creíamos.
Por Beatriz Gimeno
Junio 2010