Se suele aceptar que la vida política de una nación, determinada por el sustrato social y económico, genera las organizaciones en las que se reconocen los ciudadanos, estructuras que sirven de crisol de la reflexión y de vehículo para impulsar determinadas iniciativas, defender intereses comunes, establecer mayorías, gobernar.
Las democracias modernas fueron edificadas sobre ese zócalo y encontraron sus mejores razones de albergar esperanzas en esa utopía.
La libre circulación y la confrontación de ideas y principios, la plena libertad de los ciudadanos -erigidos en pueblo Soberano- para darse las organizaciones políticas de su conveniencia, para adoptar las leyes que les parecen justas, para respetar y hacer respetar el ordenamiento jurídico por ellos creado, para impulsar su propia concepción de la sociedad, para defender sus legítimos intereses, para convencer a sus pares de lo bien fundado de sus propuestas, en suma, para ejercer con plenitud sus derechos ciudadanos, hacen posible la vida en sociedad por una parte, y las condiciones de su natural evolución por la otra.
Los conflictos de intereses y las diferencias de opinión encuentran en la práctica democrática un canal apropiado para su discusión y su superación temporal o definitiva.
Por el contrario, las tensiones sociales aparecen, se potencian y se hacen insostenibles cuando una fracción de la ciudadanía, una parte del pueblo soberano, un sector de la sociedad, no encuentra la forma o los medios para ejercer sus derechos o los ve amenazados. A fortiori, la vida en sociedad se hace insostenible cuando la inmensa mayoría de sus integrantes no encuentra en ella sino la negación de los postulados expuestos más arriba.
La ruptura de la vida democrática provocada por el golpe de Estado de 1973, la brutal imposición de las ideas e intereses de un sector social por sobre el conjunto de la sociedad, el secuestro de los derechos ciudadanos y la reinstauración de un derecho a Veto exterior a la voluntad ciudadana, determinaron la muerte de las organizaciones políticas existentes hasta entonces.
Si la persistencia de determinadas escuelas de pensamiento nunca fue garantía de perpetuidad para las organizaciones políticas que tradujeron en algún momento la opinión ciudadana, la dictadura aceleró la muerte de las estructuras existentes hasta entonces.
Las brutales transformaciones económicas y sociales impuestas en dictadura eliminaron el sustrato en el que había proliferado la superestructura política chilena. Peor aún, las condiciones impuestas por la tiranía para asomarse a la vida legal y a un atisbo de tolerancia, terminaron por desnaturalizar las orgánicas sobrevivientes y por pervertir no solo su función sino también los propósitos que habían guiado su creación y su existencia.
Frágiles sobrevivientes de un juego de masacre, ansiosas de acceder a la existencia y al disfrute de la cosa pública, las agonizantes organizaciones políticas que pactaron el retorno a un remedo de democracia ya no eran la emanación de la sociedad -ya desaparecida- que las vio surgir y desarrollarse, y estaban muy lejos de ser el reflejo de la sociedad que iban a regentar, aun menos de sus aspiraciones, anhelos e intereses.
El espectro político dejó de ser el producto de la libre oposición de intereses, ideas, principios, proyectos, sueños y utopías, para transformarse en una entelequia funcional a la conservación del legado institucional y el modelo económico de la dictadura.
De ese modo, la representación de la ciudadanía y sus intereses contradictorios dejó de ser el zócalo en el cual las estructuras políticas asientan su legitimidad: los partidos políticos existieron a partir de entonces como herramienta destinada a explicar y justificar el mundo tal cual es, en ningún caso para pensar y proponer el mundo como debiese ser.
Hoy por hoy la superestructura política en su conjunto, desideologizada y cretinizada, hace oficio de obstáculo a la expresión de la voluntad general, de traba al imperio del interés general, de impedimento a la manifestación de la soberanía popular.
Si la derecha nunca renunció a su identidad de clase dominante y dispone de un poderoso aliciente para regenerar sus organizaciones políticas -la defensa de sus privilegios de clase-, el centro democrático y la izquierda, limitados a una función de conservación, de prolongación y profundización del modelo, no pudieron sino perder su propia identidad, sus principios, sus objetivos, y el nexo que alguna vez les unió a la sociedad o al sector de la sociedad que representaron.
El divorcio consumado entre la sociedad real y la superestructura política determinó la línea de fractura que resume todos los conflictos de la sociedad chilena: de una parte los herederos asumidos del legado institucional y económico de la dictadura, de la otra aquellos que sufren y pagan las consecuencias, o sea el pueblo de Chile.
En medio de un proceso electoral en el que unos y otros limitan su esfuerzo intelectual al comentario de las encuestas más dudosas y cuestionables, el apoyo electoral de los principales candidatos tiene más que ver con el rechazo a sus adversarios respectivos que con la adhesión al proyecto que proponen a la consideración de la ciudadanía. No se está “por”, se suele estar “contra”.
Porque los detentores del poder político y económico no están en la estrategia, sino en la maniobra, no en los grandes propósitos, sino en la artimaña, no en la grandeza y la nobleza de la política, sino en la praxis de un maquiavelismo de utilería cuyo norte es la conservación de los privilegios, la sumisión de la sociedad, el alejamiento de los ciudadanos de los asuntos que les conciernen y la “gobernabilidad” entendida como el respeto irrestricto de los intereses de quienes impusieron la desigualdad a sangre y fuego.
Los partidos ya no son el baricentro de la participación y de la reflexión ciudadana: los “think tanks” están ahí para eso, pletóricos de “expertos” que usan y abusan de su “experticia”, y que trabajan con numeritos, la materia prima de los “expertos”. La elaboración del programa, cuando hay alguno, es confiado a la eficiencia de consultores de imagen, a la creatividad de avezados publicistas, cuando no, derechamente, al genio de algún gurú del mercadeo.
El pueblo de Chile aun no ha logrado generar las organizaciones que identifiquen sociológicamente a su población, todavía no ha producido las estructuras políticas capaces de sacarlo de esta encrucijada histórica, capaces de dar cuenta de sus intereses objetivos y de hacerlo existir como actor de su propio destino.
La sociedad chilena no ha reconstruido, -al menos no suficientemente, no autónomamente- el tejido asociativo, sindical, político y cultural que había sido hasta 1973 el producto del lento desarrollo de su democracia y uno de sus caracteres distintivos.
He ahí una de las gigantescas tareas pendientes -sino la más crítica-, para los tiempos venideros: generar las estructuras políticas que hagan de la participación ciudadana el fundamento de su legitimidad y la fuente de su reflexión, y de la defensa del interés general el objetivo de sus combates.
Con algunos siglos de atraso tenemos ante nosotros el desafío de reconstruir en Chile y para Chile la organización política capaz de refundar el Contrato Social, una estructura capaz de proponerle a la nación las transformaciones políticas y sociales que le devuelvan al país su calidad de república democrática y al pueblo su calidad de único e irrenunciable Soberano.
Es esa organización, que está por nacer como emanación y fiel reflejo de la realidad social y económica actual, la que deberá asumir la responsabilidad de convocar la fuerza necesaria para alcanzar tan nobles objetivos.
Yo me apunto. ¿Y tú?
por Luis Casado