El calidoscopio ha dado una pequeña vuelta, y otras leyes rigen este mundo en el que solo persiste un elemento común: mi ojo que mira, que mira.
Julio Cortázar
«El hongo alcanza una milla de altura y su base es un caldero burbujeante, un hervidero de llamas. La ciudad debe de estar debajo de eso. Dios mío, ¿qué hemos hecho?». Son las palabras que permanecen escritas en el diario de Robert Lewis, el copiloto a los mandos del Enola Gay, el B-29 Flying Fortress (fortaleza volante) que lanzó, el 6 de agosto de 1945 sobre Hiroshima (Japón), la primera bomba atómica que conoció la historia, apodada Little Boy. Pero Lewis no dijo exactamente la frase registrada en el manuscrito —vendido en 1971 por 37 mil dólares de la época y subastado, en 2002, con un precio final de 391 mil dólares—, tal como afirmó posteriormente el piloto y comandante de la misión aquel día, Paul Tibbets. En realidad, el copiloto formuló una frase mucho menos florida y literaria en el momento de la detonación: «¡Dios mío, miren a esa hija de puta!». Lewis la cambió a sugerencia de Tibbets. No era muy políticamente correcta para los anales de la historia.
Haber participado en un evento que arrasó en un instante 12 kilómetros cuadrados de territorio japonés, destruyó 69 por ciento de los edificios de una pujante ciudad industrial y mató, solo en el momento de la explosión, a unas 80 mil personas e hirió a otras 70 mil, puede dejar una honda huella psicológica. Pero ese no fue el caso de Lewis.
Lo cierto es que el copiloto del Enola Gay, que murió en 1983 a los 65 años siendo gerente de una fábrica de dulces, no mostró a lo largo de su vida remordimiento alguno por haber participado en el lanzamiento de ese objeto de 32 kilos y 16 kilotones de potencia (equivalentes a 16 mil toneladas de TNT) sobre la ciudad japonesa. Nunca participó en las conmemoraciones de la matanza que cada año se hacían en Hiroshima como sí hicieron algunos de los 11 tripulantes restantes que volaron junto a él en el bombardero norteamericano aquel 6 de agosto. Incluso, años después del lanzamiento, afirmó en una entrevista: «Fue solo parte del trabajo, ayudé a hacer del mundo un lugar más seguro. Nadie se ha atrevido a lanzar una bomba atómica desde entonces. Así es como me gustaría ser recordado: el hombre que ayudó a todo eso».
Tibbets, comandante del Grupo de Bombarderos 509 de la Fuerza Aérea Norteamericana y la otra persona a los mandos del B-29 aquel día, tampoco mostró remordimientos en público jamás. Una de sus frases más célebres es: «Nunca perdí una noche de sueño por Hiroshima». Para él, la victoria justificaba los medios, tal como afirmó en una entrevista a La Nación realizada en 1988: «Las órdenes no se discuten, se cumplen. Yo acepté la misión de Hiroshima porque mis superiores me lo ordenaron. Pero debo agregar que no fue algo que hice en contra de mis convicciones. Estuve, estoy y estaré siempre de acuerdo en que en aquel contexto histórico fue una decisión acertada».