En ese imperio de los signos que es Japón existió alguna vez una religión llamada Goryo shinko: la creencia en que los espíritus de los que tuvieron una muerte violenta causaban enfermedades y todo tipo de desastres. Esta idea, desde luego, indicaba que el estado mental al momento de la muerte era crucial para determinar el destino que se tendría como espíritu: la funesta posibilidad de convertirse en un goryo (fantasma vengativo) dependía de la paz mental que uno tuviera en el instante de la muerte. La cantidad de desastres políticos y naturales, de hecho, era un barómetro que medía el grueso de la población de fantasmas vengativos.
Desde mediados hasta el final del período Heian (794-1185), cuando hubo hambrunas, plagas, guerras civiles o cualquier tipo de inestabilidad social, la miseria era enteramente atribuida a los goryo y por lo tanto se creó la llamada “religión de los fantasmas” (goryo shinko) para intentar apaciguarlos. El poder político consideró fundamental resolver estos asuntos a través de lo que podemos llamar una “diplomacia interdimensional” que dio lugar a rituales chamánicos e incluso a que la Corte Imperial le otorgara títulos nobiliarios a algunos de los goryo. De esta manera esperaban que los fantasmas rencorosos se transformaran en espíritus protectores que demarcaran ciertos territorios o apoyaran ciertas causas. Introducirlos a la ley, aun si bajo la lisonja protocolaria, era una forma de civilizarlos.