Por Iñaki Gil de San Vicente
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Pensé en titular este artículo Fascismos y guerras, siguiendo el tópico burgués de que es el complejo formado por fascismos y extremas derechas el que provoca las guerras. En realidad, el título correcto debe ser el contrario: Guerras y fascismos. Son las contradicciones del capital las que van preparando y lanzando guerras injustas como última solución a sus crisis, lo que provoca en respuesta las guerras justas y defensivas de las clases y pueblos explotados. A la vez, pero en segundo lugar, esas contradicciones van impulsando ese gélido universo ultra reaccionario como complemento para reforzar las salidas militaristas y belicistas. Existe un continuo entre crisis capitalista, violencias y guerras, y fascismos en sus muchas expresiones, en el que sus tres componentes interactúan, pero siempre bajo la dirección subterránea de las contradicciones del capital y de la lucha de clases.
Pero, como veremos, este continuo está surcado por cambios significativos en la explotación capitalista: desde la subsunción formal a la subsunción real, para terminar, por ahora, en la desregulación y pérdida de influencia de la relación salarial, lo que multiplica las sensaciones de inseguridad vital fácilmente manipulables por las fuerzas que manipulan los miedos y adecúan el irracionalismo. Las tres grandes épocas han condicionado de diversas maneras el desarrollo de las extremas derechas y del fascismo, así como propuestas ideológicas para aplastar las luchas por el socialismo. En las tres etapas, las guerras han jugado funciones desencadenantes decisivas, cosa que las burguesías siempre han intentado camuflar o negar con diversas excusas. Les es imprescindible negar esta realidad, sobre todo desde finales del siglo XX, cuando empezaron a emerger a la luz los efectos devastadores de los profundos cambios que se estaban dando desde el fracaso del neoliberalismo para asentar definitivamente el poder del imperialismo en el mundo, fracaso que ha exacerbado los efectos del retroceso de la forma-salario y consiguientemente del incremento de las formas de explotación.
Hasta la década de los ’80 del siglo pasado, la propaganda burguesa occidental hizo creer a millones de personas que el nazifascismo y el militarismo japonés eran los únicos responsables de la II GM, del mismo modo que el único responsable de la I GM fue un fanático nacionalista serbio al matar en un atentado en Sarajevo a un archiduque austríaco. Siendo cierto como desencadenante, se impedía el estudio de las causas socioeconómicas que las impulsaban fuera de la mirada inmediata. Negada la responsabilidad histórica del imperialismo en ambos conflictos, y una vez que la burguesía occidental se sintió con fuerzas suficientes para arremeter contra la URSS y contra la clase obrera que se orientaba al socialismo, se inició el llamado «revisionismo histórico».
Desde los años ‘50 se comenzó a insistir en que los nazis fueron derrotados por EEUU y Gran Bretaña y no por la URSS, que tuvo sólo un papel secundario, cuando en realidad el Ejército Rojo había aplastado al 80% de los nazis, entre ellos sus mejores divisiones SS. También silenciaron el decisivo papel de China en la derrota del Japón, destrozando al 60% del ejército nipón. Luego, en la segunda mitad de los ‘80, empezó a decirse que la URSS pensaba invadir Alemania en 1941, obligando a Hitler a atacar primero, en suma, que la invasión de la URSS era defensiva. Desde que los gobiernos de Putin empezaron a distanciarse de Occidente y a mirar a Asia, se inició la guerra mediática, y alrededor de hace cuatro años la propaganda «democrática» recuperó el slogan franquista de que «Rusia es culpable».
Esa prensa, los partidos conservadores y el reformismo impide sistemáticamente que el proletariado tome conciencia de la ideología nazi-fascista y/o ultraconservadora del grueso de las unidades de la OTAN en una Ucrania corrupta hasta la médula, nido de mafias y tráfico de órganos; también impide que conozca cómo ese magma ideológico penetra en los ejércitos y policías de la UE y especialmente en sus estructuras de la frontera con Rusia. No sería raro que se hubiera empezado ya a relativizar la inhumana responsabilidad criminal de Japón en sus ataques a la URSS, Manchuria y China desde 1932, hasta concluir en el llamado «incidente del Puente Marco Polo» de julio de 1937, que fue la gota cualitativa que terminó desatando oficialmente la II GM en Asia.
Hasta finales del siglo XX era aún rentable -aunque cada vez menos- el echar la culpa de las violencias y guerras al nazifascismo, a la extrema derecha y al imperialismo japonés; pero dejando aparte a las burguesías italianas, alemanas y japonesas, también a la española y a la portuguesa, así como a las fuerzas colaboracionistas con los invasores, a los grandes empresarios, técnicos e intelectuales, a los militares no notoriamente criminales, al grueso de las iglesias cristianas, etc., por no hablar de jueces, fiscales, policías, militares y hasta mafias y criminales.
Pero, durante el cambio de siglo, cada vez era más necesario buscarse un nuevo responsable de las violencias y guerras que empezaban a proliferar por el mundo. Había al menos cuatro razones que así lo aconsejaban: Una, todo indicaba que el capitalismo occidental encontraba cada vez más dificultades para abrir una nueva fase expansiva tras el claro agotamiento de la estrategia neoliberal. Dos, Rusia no se había rendido, China planeaba una intensa recuperación, la creación del G 20 no lograba reactivar la economía que en 2001 sufrió un bajón financiero impresionante, anunciando la gran crisis de 2007, y, por no extendernos, en respuesta se creó en 2010 el BRIC: Brasil, Rusia, India y China. Tres, aunque el imperialismo descuartizó Libia, otros muchos países se le resistían con cada vez más decisión. Y cuatro, desde 2013-2015, por poner una fecha, el imperialismo comprendió que difícilmente podía acortar la ventaja que le empezaba a tomar Eurasia, el BRIC y la multipolaridad en recursos básicos, economía, población, espacio, ejército, alianzas políticas y tecnociencia.
En estas nuevas condiciones, los fascismos y extremas derechas clásicas, han pasado de ser chivos expiatorios para lavar la cara a la brutalidad capitalista, echándoles la culpa de muchas cosas, para convertirlas en instrumentos muy importantes de la doctrina político-militar imperialista para contener y revertir su decadencia, tras una intensa adecuación a los tiempos nuevos. Llegados a este punto, tenemos que preguntarnos sobre qué fascismos y fuerzas ultra reaccionarias necesita ahora el poder imperialista, porque es sabido que el término fascismo tiene muchas caras y muchos contenidos, que es un término polémico con muchas acepciones, al igual que el de extrema derecha. Sin embargo, sí podemos reseñar varias constantes que se reiteran incluso desde mediados del siglo XIX por poner una fecha, antes de que se creara el partido fascista en noviembre de 1921, antes de que Mussolini se adhiriera a él.
Teniendo en cuenta la cortedad de este artículo, vamos a enumerar muy sintéticamente los más importantes. Uno y el fundamental, es su odio al movimiento revolucionario al que quieren destruir. Dos, su ataque a derechos democráticos elementales, aunque no sean revolucionarios. Tres, su adoración a un líder dictatorial, a la jerarquía y a la obediencia. Cuatro, su racismo y misoginia. Cinco, su irracionalidad, su negacionismo y desprecio del pensamiento crítico. Seis, su exaltación nacionalista y populista en defensa de sus clases dominantes. Siete, su rechazo de la historia en cuanto tal, no la pseudo historia de sus mitos.
Naturalmente, estas siete constantes y otras menores tienen profundas raíces en la historia de la lucha de clases y en especial en la de las estructuras psíquicas dominantes en las sociedades explotadoras. Si todo está en cambio, en movimiento e interactuando con las realidades circundantes, también sucede lo mismo con las constantes que acabamos de resumir, lo que hace inevitable que adquieran formas más o menos extremas según las circunstancias y también desarrollen o pierdan contenidos propios dependiendo de contextos específicos. Nos resulta extremadamente difícil hacer siquiera un pequeño repaso de este multifacético panorama, aunque pensamos que lo básico está ya expuesto en las siete constantes descritas, pero sí debemos intentar encuadrar las fases del capitalismo que más han determinado internamente la dialéctica entre guerras y fascismos, que no entre fascismos y guerra, como hemos dicho al principio.
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La subsunción formal era el mecanismo disciplinario desarrollado por el capitalismo preindustrial y colonial para sojuzgar a la fuerza de trabajo, obligándole dentro de lo posible a que aceptase las formas de explotación asalariada dominantes entonces, entre los siglos XVI y XVIII en Gran Bretaña, cuando empezó a ser desplazada por la subsunción real. Entre los siglos XIII y XVI la forma-salario se fue imponiendo lenta y costosamente debido a las resistencias desesperadas de campesinos, artesanos y gremios, así como de sectores de la nobleza y de la Iglesia. Los primeros se negaban a perder sus medios de vida propia, sus campos y bosques comunales así como sus pagos en especies y en trabajo a los nobles y a la Iglesia, y los segundos a perder su tallercito o sus herramientas para trabajar no dependiendo de nadie. En los pueblos colonizados desde el siglo XV en adelante, las resistencias en defensa de los bienes comunes, etc., también son parte de los efectos generales de la subsunción formal.
Durante esta fase, las clases y pueblos explotados aún tenían la posibilidad de resistir al avance de la explotación asalariada porque, al disponer de recursos de subsistencia propios, desde huertas a talleres, pasando por bosques y tierras comunes y, en especial, con unas costumbres sociales de ayuda mutua, de préstamos con escasos intereses, con formas asistenciales en momento de carestía, etc. Es durante esta fase que surgen las primeras corrientes utópicas sociales, muchas de ellas a partir de las sociedades comunales no europeas, proponiendo alternativas que no tocan el problema crucial, el de la propiedad burguesa que va aplastando a las preburguesas, propagando el individualismo metodológico burgués, las primeras versiones de sus DD.HH., etc. En esta fase, la lucha de clases llega a niveles muy duros en momentos, pero es incapaz de elaborar un programa revolucionario.
Durante la subsunción formal la forma-valor no domina totalmente las relaciones sociales ni la lucha de clases, porque las masas explotadas tienen todavía suficiente independencia material y moral como para mantener mucha o poca independencia socioeconómica,, aunque históricamente decreciente, hasta que es anulada por el triunfo irreversible de la forma-valor y del trabajo abstracto. Las máquinas aún no determinan la ley de la plusvalía ni las inversiones, por lo que la dominación capitalista no ha podido imponer definitivamente el fetichismo de la mercancía como piedra angular de dominación.
En los temas que nos interesan, las guerras, los fascismos y las extremas derechas, durante la subsunción formal las capacidades de resistencia de los pueblos, aunque decrecientes, dificultaban pese a todo la aparición definitiva de los ejércitos «nacionales burgueses», en el sentido masivo de las dos guerras mundiales del siglo XX. Las revoluciones burguesas del siglo XVII en los Países Bajos e Inglaterra, sí crearon embriones de «ejército nacional burgués», pero muy débiles aún, del mismo modo que a los ejércitos revolucionarios yanquis y franceses de finales del siglo XVIII les faltaba aún sufrir el impacto cualitativo de la industrialización. Mientras, estas dificultades militares ralentizaron la expansión colonial arrasadora hasta la primera mitad del siglo XIX. En el plano de las ideologías reaccionarias se produjo una contraofensiva dirigida en buena medida por las iglesias contra la «modernidad», el «libre pensamiento», el «enciclopedismo», etc., precisando algunos puntos que más tarde servirían para asentar ciertas bases de las siete características de las extremas derechas en del siglo XIX y de los fascismos desde 1921 en adelante.
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La subsunción real se desarrolla a partir de la industrialización capitalista cuando, gracias a violencias tremendas dirigidas por el Estado burgués, las clases trabajadoras son arrancadas de sus entornos sociales, sometidas a la esclavitud asalariada en fábricas con máquinas de vapor. Las nuevas formas de lucha de clases contra la dictadura del salario causan pánico en la burguesía, que, grosso modo expuesto, opta por dos vías de solución: la de la represión, con el exterminio del ludismo en 1811-1816, y la de la parcial integración reformista con la ley de 1832. Desde entonces, la dialéctica represión/reforma será decisiva para el capitalismo y muestra una de las aportaciones de la subsunción real del trabajo en el capital. Un análisis insuperado de este proceso nos lo ofreció Engels en 1845 con su obra La situación de la clase obrera en Inglaterra.
Las dos se dieron en Gran Bretaña porque allí es donde se inició la fase de subsunción real mediante la marcha arrolladora de la ley del valor gracias a la industrialización. La clase trabajadora se convirtió en un tornillo más de la máquina capitalista, en todos los sentidos, también en el ideológico y moral, de aceptar una parte de ella la explotación asalariada como algo inevitable e incluso bueno, que debe defenderse contra los mismos hermanos proletarios, aunque aún no sean revolucionarios. Pero la dialéctica, de unidad y lucha de contrarios, también actúa dentro de la subsunción real, de modo que la revolución de 1848 mostró cómo se desarrollaban organizaciones reaccionarias con algunos contenidos que serían llamados fascistas, sobre todo tras las experiencias de los freikorps protonazis de 1918. Acordémonos del bonapartismo, del cesarismo, de la burocracia…
Una brillante descripción del avance del irracionalismo que cimenta a los fascismos y a las extremas derechas, precisamente desde el comienzo de la subsunción real a finales del siglo XVIII hasta la revolución de 1848, la encontramos en el capítulo II de la imprescindible obra de Georg Lukács El asalto a la razón. Pensamos que no es casualidad que componentes básicos del fascismo elemental, como el racismo, el socialdarwinismo, la eugenesia, etc., se desarrollara en EEUU, una vez que la guerra civil de 1861-1865, la primera guerra verdaderamente industrial, abriera de par en par las puertas a las feroces ansias del capital yanqui por expandirse por el mundo, por maximizar la explotación de máquinas humanas desechables una vez agotada su rentabilidad productiva, a la vez que se apoderaban sin escrúpulos de territorios pertenecientes a otras naciones.
La primera Gran Depresión de 1873-1892 tuvo efectos decisivos sobre las formas de la subsunción real mantenida hasta entonces, siendo una de ellas el comienzo de la carrera por la posesión de las reservas en general y de las de crudo de petróleo en concreto, en la que no podemos extendernos ahora. Conviene recordar las palabras del 25º presidente de los EEUU, de 1897-1901, William Mac-Kinley: «Las Filipinas, lo mismo que Cuba y Puerto Rico, nos han sido confiadas por la Providencia. ¿Cómo iba a sustraerse el país a semejante deber…? Las Filipinas son nuestras para siempre. Inmediatamente detrás se encuentran los mercados ilimitados de China. Nosotros no renunciaremos ni a lo uno ni a lo otro.». En ese mismo año de 1897, Teodoro Roosevelt, que llegaría a ser el 26º presidente de EEUU, entre 1901-1909, dijo: «En estricta confidencia, agradecería casi cualquier guerra, pues creo que este país necesita una.». Y por no extendernos hasta lo casi infinito, un tercer ejemplo, pero de 1899: EEUU y Gran Bretaña trocearon a Venezuela arrancándole la extensa zona del Esequibo.
Los ejemplos que hemos citado de entre los miles disponibles muestran cómo el expansionismo occidental tenía muy claro sus objetivos materiales, las guerras que necesitaba para lograrlos, y la ideología irracionalista que lo justificaría: la Providencia, el Destino, la Civilización, la Raza… Cada burguesía imperialista esclavizó mental y éticamente a su proletariado para que matara y muriera por esos «principios». En lo que nos interesa aquí, las guerras y los fascismos, la primera Gran Depresión tuvo un efecto directo: la I GM como supuesta solución definitiva a los males del mundo.
La alienación patriotera de las masas trabajadoras, integradas en la lógica del capital gracias a la subsunción real, hizo que en la I GM se mataran entre sí millones de obreros para beneficio exclusivo de sus burguesías respectivas, como muy bien denunció la izquierda marxista escindida de la II Internacional. Pero para 1916 ya aparecieron los primeros síntomas de cansancio, que saltaron en 1917 a una oleada revolucionaria desde finales de ese año: surgió la URSS y la Internacional Comunista, que se extendió imparable por el mundo. La guerra industrial total, más abarcadora que la guerra civil yanqui, dio paso a la revolución proletaria dirigida internacionalmente desde 1919.
La devastación de la guerra azuzó la lucha de clases y de liberación antiimperialista de los pueblos, lo que volvió a provocar pánico en las burguesías, sobre todo en las débiles como la italiana, que temblorosa ante la ocupación proletaria de fábricas y de campos, dio el poder al fascismo que se asentó definitivamente en 1923, justo cuando Spengler publicaba su segunda versión de La decadencia de Occidente iniciada en 1918. Con un método reaccionario e idealista, Spengler sostenía que el capitalismo europeo estaba condenado al fracaso. Es por tanto comprensible la admiración del genocida Churchill, líder del «terrible terror inglés» según calificó un célebre historiador a la esencia británica, por il Duce italiano, Mussolini.
La segunda Gran Depresión iniciada en 1929 llevó esta dinámica a grados extremos. Hitler, admirado por la monarquía británica, tomó el poder en 1933, habiendo avisado desde una década antes que su objetivo era destruir la URSS y germanizar el occidente de Asia, parecido al sueño yanqui de 1901 de americanizar China. Hitler admiraba también los incalificables métodos yanquis en el exterminio de las naciones indias y de control de la emigración. La II GM fue, antes que nada, efecto de estas contradicciones explosivas internas al imperialismo y no de la locura histriónica nazifascista, como tampoco del suicida ataque nipón a EEUU en diciembre de 1941.
Como hemos dicho, fue el Ejército Rojo, ayudado por las guerrillas y partisanos comunistas, el que aplastó al nazismo, de la misma forma que fue China la que aplastó a Japón, aunque en ambos casos la fama se la quedase EEUU. Lo importante, para lo que nos interesa, es que el imperialismo comprendió que solo tenía tres alternativas desde 1944-1945: destruir la URSS y las revoluciones que surgían, integrar a las burguesías en el nuevo orden mundial keynesiano-militar y Taylor-fordista disciplinado tal cual podía existir entonces, y dominar el resto del mundo.
La dialéctica represión/reforma de principios del siglo XIX en Inglaterra fue adaptada a las condiciones de la mal llamada «guerra fría» desde 1945, que fue un conjunto de guerras «democráticas», «frías», tibias o calientes, dictaduras, contrarrevoluciones, militarismos y fascismos, en las que los Estados obedientes al imperialismo, golpearon en todos los países aún sometidos a la dictadura del capital. El engreído racismo eurocéntrico ha hecho creer a muchos que los llamados «treinta gloriosos», de 1945 a 1975, existieron en todo el mundo, lo cual es otra mentira. De hecho, en la Europa occidental y en EEUU los «treinta gloriosos» estuvieron cuarteados por represiones internas y por el impulso de atrocidades externas contra las guerras antiimperialistas: la «democracia occidental» y sus DD.HH. abstractos no existirían sin esa sangre industrializada.
La dialéctica represión/reforma de la segunda posguerra llevó a la subsunción real a su grado de máxima eficacia para el imperialismo hasta mediados de los 70’s, cuando uno a uno empezaron a desplomarse sus puntales, empezando por el de la alienación de masas en Occidente y por la eficacia del fetichismo de la mercancía como pilares irracionales del orden explotador.
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El agotamiento progresivo de la subsunción real había empezado a finales de la década de los ’60 al descender la tasa media de ganancia, aumentar la lucha de clases y de las guerras de liberación antiimperialista, encarecerse en extremo los precios de la energía y aumentar los gastos improductivos causados por la crisis socioecológica. La respuesta burguesa fue contundente: el golpe pinochetista de 1973 contra el Gobierno Popular de Chile, democráticamente elegido, inició la estrategia monetarista y político-militar correspondiente, monetarismo falsamente suavizado con el apodo de neoliberalismo. Uno de sus objetivos prioritarios era y sigue siendo el de imponer la precariedad e inseguridad vital, someter a la indefensión absoluta al proletariado, destruyendo en lo posible la forma-salario también en su modalidad indirecta, diferida, social, etc.
La crisis de la subsunción real sólo puede ser resuelta superando sus causas arriba vistas, nunca retrocediendo a la subsunción formal, porque, como hemos visto, esta mantenía poca o mucha autonomía social para resistir mal que bien al avance capitalista. Ahora hay que destruir cualquier forma de autonomía, de resistencia. La crisis se supera destruyendo la fuerza sociopolítica del proletariado, desestructurándolo como clase consciente-de-sí y para-sí, creando una masa amorfa, dispersa, incoherente, manipulable a placer por el capital, una masa que asesine y se deje matar en defensa de su burguesía. Si no se combate la precarización existencial, se expande el miedo por el futuro, la incertidumbre, la dependencia del gran líder: rasgos históricos del irracionalismo en su conjunto.
La precarización material y moral golpea a la pequeña burguesía, «clases medias», funcionarios, etc., con efectos más reaccionarios, graves y duraderos que los que causa sobre el proletariado. Expuesto rápidamente, estos sectores viven mucho más atomizados y desunidos por la competencia que les enfrenta a ellos mismos, a unos contra otros tanto en el mercado como en la producción, por lo que necesitan siempre la seguridad del orden estatal y social. Cuando el Estado se vuelca a favor de la gran burguesía en momentos de crisis, se sienten abandonados, traicionados por esa autoridad que antes adoraban y que ahora les echa al mismo fango de empobrecimiento y precarización en el que ya malvive el proletariado, clase a la que desprecian.
En términos generales, el debilitamiento de la forma-salario generalizada y el aumento de las explotaciones sumergidas, precarias, con pocos o nulos derechos e inseguras y con bajos sueldos, todo esto es un caldo de cultivo muy fértil para los diversos rechazos de la racionalidad, para el aumento del negacionismo y de las características básicas que unen en lo esencial a las extremas derechas y a los fascismos. No hace falta decir que el fanatismo militarista se nutre de todo ello, aunque a otros sectores los hunde en la más indiferente pasividad, que no deja de ser un colaboracionismo muy efectivo para el poder. Pero también algunos tienden a tomar conciencia y movilizarse: todo depende de la historia y presente de la lucha de clases y de la fuerza de la izquierda.
La salida a la tercera Gran Depresión, iniciada en 2007 y agudizada desde 2018-2020, no es otra que la provocación de múltiples violencias reaccionarias, desde las psicológicas en la cotidianidad, hasta las guerras regionales y locales, pasando por las represiones de las luchas obreras y populares. La militarización directa de la economía o indirecta mediante la compra de armas en otros países -aumentando el endeudamiento y la pobreza-, necesita de una masiva legitimación reaccionaria que tiene un punto de apoyo muy efectivo en las sub-ideologías belicistas, racistas, patriarcales, etc., que crean un clima social a favor de un «Estado fuerte» que reinstaure el servicio militar obligatorio, tanto para una guerra total como para la disciplinarización reaccionaria de la juventud.
La salida a la tercer Gran Depresión, agudizada desde 2018-2020, no es otra que la provocación de múltiples violencias reaccionarias, desde las psicológicas en la cotidianidad, hasta las guerras regionales y locales, pasando por las represiones de las luchas obreras y populares. La militarización directa de la economía o indirecta mediante la compra de armas en otros países aumentando el endeudamiento y la pobreza, necesita de una masiva legitimación reaccionaria que tiene un punto de apoyo muy efectivo en las sub-ideologías belicistas, racistas, patriarcales, etc., muchas de las cuales tienen raíces preburguesas. Se genera así un clima social a favor de un «Estado fuerte» que reinstaure el servicio militar obligatorio tanto para una guerra total como para la disciplinarización imperialista de la juventud.
El imperialismo sabe perfectamente que Eurasia, los BRICS, la multipolaridad y otras formas de alianzas estatales, les van ganando terreno en todos los sentidos, sobre todo en el de la productividad del trabajo, el decisivo. Para recuperar la competitividad mundial y abrir una fase expansiva del imperialismo, el capital no tiene otra alternativa que la represión interna y la provocación de guerras externas. Ahora, en 2024, hay más conflictos y guerras locales y regionales simultáneas de diversas intensidades que en el pasado. Salvando las distancias, estamos en una situación casi tan crítica como en 1983, cuando la reina de Inglaterra gravó el discurso anunciando que había estallado la guerra nuclear contra la URSS, por no extendernos en los riesgos muy altos de guerra nuclear permanente contra la URSS desde 1945, o en Corea en 1953, cuando la crisis de los misiles en la Cuba de 1962, o en Oriente Medio en 1973, o en Vietnam en 1974…
En este contexto de «gran crisis», las extremas derechas y los fascismos han dado un paso adelante en su ideología básica. Veamos. Las clases dominantes siempre han usado la más salvaje brutalidad para derrotar y exterminar a las clases dominadas: son conocidas las matanzas practicadas en los antiguos imperios en Sumer, Mesopotamia, Egipto, China, India… Leer el Antiguo Testamento eriza la piel. Las atrocidades de Alejandro Magno rivalizaban con las de Julio César, ambos asesinos en masa. En la Edad Media las crueles «Cruzadas» dejaban ríos de sangre. ¿Y qué decir de las «venas abiertas» de Nuestramérica, África, Asia… bajo el colonialismo? El afamado Churchill, por ejemplo, desconocía la piedad. En la II GM murieron de hambre centenares de miles de personas porque Alemania y Japón saqueaban toda la comida y los recursos de los países ocupados. Aprendiendo de Gengis Kan, la «pax americana» se asienta sobre montañas de cadáveres. Conocemos los efectos del Consenso de Washington de 1988 contra la felicidad y la salud de las poblaciones que sufren sus imposiciones.
Pues bien, de unos años a esta parte y bajo las presiones de la decadencia imperialista y de la tercera Gran Depresión, agravada por el monetarismo y la precariedad vivencial, las extremas derechas y los fascismos han dado un paso adelante llevando al extremo, por ahora, la inhumanidad del maltusianismo y del social darwinismo más frío y metódico. Sabemos que la destrucción de fuerzas productivas es la salida a las crisis del capital. Recordemos cómo Kissinger cuantificó a grandes rasgos la población palestina «sobrante», del mismo modo que una gran corporación transnacional se deshace de miles de trabajadores sobrantes al introducir nuevas tecnologías. Recordemos cómo Madeleine Albright dijo que valió la pena asesinar mediante hambre y enfermedad a 500.000 niños iraquíes, para asentar la «democracia» yanqui sobre las reservas de crudo del país. Recordemos los varios miles de venezolanos y venezolanas muertas por las sanciones internacionales decretadas por EEUU.
Pues bien, un repaso de las declaraciones y actos de Bolsonaro, Milei, Netanyahu, Abascal, Ayuso, y otros representantes del social darwinismo actual, nos muestra que dentro de los fascismos y de las derechas no tan extremas se avanza decididamente al menos en seis sendas: Una, negar en la práctica y en las declaraciones los mismos DD.HH. burgueses, justificando y practicando la ley del más fuerte. Dos, liquidar todo humanismo basado en la ayuda mutua, en la solidaridad comunal y desarraigar definitivamente cualquier avance al socialismo. Tres, militarizar la sociedad lo antes posible para estar en condiciones de ganar las guerras actuales y las que el imperialismo está organizando para el futuro. Cuatro, destruir la cultura en sí, es decir, la forma de crear y administrar horizontalmente los valores de uso, imponiendo la dictadura de la tecnociencia militarizada. Cinco, fortalecer y extender la Internacional Fascista como arma del imperialismo. Y seis, negar la historia e imponer la irracionalidad y el mito.
Las guerras injustas necesitan mentiras que sostengan los fanatismos sumisos al amo, y el amo no es otro que la imagen del capital como un fetiche todopoderoso e impredecible, introyectada en la estructura psíquica. Los fascismos se van adecuando a las necesidades del capital y de sus guerras antihumanas, las refuerzan a golpes y con terror e incertidumbre, para que la humanidad postrada adore al dólar, que es la codicia que mueve a Ares y a Marte, dioses grecorromanos de la guerra.
Por Iñaki Gil de San Vicente
Euskal Herria, 30 de mayo de 2024
Nota: texto elaborado para el programa de Maestría de Estudios de Conflictos, de Caracas, Venezuela, desarrollando ideas debatidas en la charla-debate online del pasado 9 de mayo de 2024.
Ensayo publicado originalmente el 31 de mayo de 2024 en El Sudamericano.
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