Hace algunos años era impensable ver a jóvenes con poleras y chapitas estampadas con la cara de Stalin; sin embargo, desde que se cumplieron los 50 años de la acusación que hizo el Partido Comunista soviético sobre los crímenes de Stalin, hemos comenzado a asistir a una especie de «Stalinomanía». Si para algunos se trata de una limpieza de imagen, para otros significa una justa reivindicación histórica. Un nuevo libro sobre el personaje que dirigió la Unión Soviética por 30 años viene a dar nuevas pistas para entender ese fenómeno; se trata de «Stalin: historia y crítica de una leyenda negra», del italiano Domenico Losurdo.
Hace meses que me siento frente al ordenador para escribir este artículo. Más el proyecto fue aplazado día tras día.
Cuando Domenico Losurdo me ofreció Stalin -Storia e critica de una leggenda nera, ya había leído críticas sobre la obra. Más no la imaginaba.
Cualquier texto sobre personas que dejaron marcas profundas en la historia, escritas sin suficiente distanciamiento temporal, crean siempre grandes problemas al autor.
Viví esa situación este año al publicar el poco ambicioso artículo –Sobre Trotsky–Del mito a la realidad (www.odiario.info). En Portugal, algunos camaradas que admiro me acusaron de trotskista; en Brasil, donde el artículo, más divulgado, generó polémicas, profesores de las Universidades de Campinas y de Rio Grande do Sul me dedicaron trabajos académicos, definiéndome como stalinista ortodoxo.
Domenico Losurdo aborda en su Stalin aspectos muy polémicos de la intervención en la historia del hombre que en la práctica dirigió la Unión Soviética durante casi tres décadas. No conozco obra comparable por la ausencia de pasión y por la densidad y profundidad de la reflexión sobre el tema.
Stalin fue un revolucionario que lideró la lucha épica de la Unión Soviética contra la barbarie nazi. Por sí sólo ese combate en defensa de su pueblo y la humanidad le garantiza un lugar en el panteón de la Historia.
Siento, con todo, la necesidad de aclarar que nunca sentí atracción por Stalin. No admiro al hombre. Su personalidad me parece inseparable de actos y comportamientos sociales que repruebo y repudio.
La contradicción no me impide escribir este artículo, me estimula a asumir el desafío.
LA DEMONIZACIÓN DE STALIN
La demonización de Stalin comenzó en los años 20, adquirió proporciones mundiales con el XX Congreso del PCUS, fue retomada durante la Perestroika y prosiguió después de la desaparición de la Unión Soviética, aunque con características diferentes. Al proclamar “el fin del comunismo”, la intelligentsia burguesa, empeñada en demostrar la inviabilidad del socialismo, diversificó la ofensiva, atribuyendo a Marx, Engels y Lenin grandes responsabilidades por el “fracaso inevitable de la utopía socialista”.
Stalin sobre todo fue presentado como creador y ejecutor de una técnica de gobierno dictatorial monstruosa. La palabra stalinismo entró en el léxico político como sinónimo de un sistema de poder absoluto que habría negado el marxismo al imponer “el socialismo real” mediante métodos criminales.
No son sólo académicos anticomunistas los que satanizan a Stalin. Dirigentes de partidos comunistas e historiadores marxistas, algunos de prestigio mundial, prestaron credibilidad a la condena absoluta de Stalin.
Eric Hobsbawm, el gran historiador británico que fue, en la juventud, miembro del Partido Comunista Británico, esboza en su libro La Era de los Extremos-Breve Historia del Siglo XX un retrato totalmente negativo del estadista que años antes fuera por él elogiado como revolucionario merecedor de la admiración de la humanidad.
El peso de la anatemización es tan fuerte que la Fundación Rosa Luxemburgo atribuyó en enero pasado un premio al historiador alemán Cristoph Junke por su libro Der lange Schatten des Stalinismus, una catilinaria despiadada sobre un «fenómeno histórico» que es también una «una teoría y una práctica política» que exorciza.
DE LA ESPERANZA A LA REALIDAD
Sobre Stalin y su época fueron escritos cientos de libros. De los que leí ninguno me impresionó tanto como éste. La mayor parte condena al hombre y la obra. Una minoría de incondicionales hace la apología del dirigente comunista y defiende sin restricciones su intervención en la historia. Un abismo separa a los críticos como el polaco Isaac Deutscher (trotskista) de los epígonos como el belga Ludo Martens (maoísta), dos autores cuyos libros fueron publicados en portugués, en Brasil.
Losurdo, filósofo e historiador, al iluminar la época del hombre que fue el timonel de la URSS durante casi 30 años, encamina al lector a una reflexión compleja, inesperada y difícil. No asume el papel de juez.
El conocimiento profundo de la historia de la Revolución Rusa y de las luchas que le marcaron el rumbo después de la muerte de Lenin le permitió situar a Stalin en ese vendaval bajo una perspectiva innovadora. Procura, como filósofo, comprender. No absuelve ni condena.
Acompañando la trayectoria de Stalin de la mano de Losurdo, el lector es llevado a conclusiones incompatibles con la leyenda negra creada en torno al personaje. Mas Losurdo no reescribe la historia, no intenta interpretarla. Como investigador, fija la atención en periodos decisivos, procede a una selección de hechos y acontecimientos y sitúa a Stalin en los escenarios en los que actuó.
Casi todas las revoluciones devoran a sus hijos. La de Octubre de 1917 no fue la excepción de la regla. Cuando ella triunfó eran inimaginables las crisis y conflictos que desembocaron en la ejecución de la mayoría de los personajes más brillantes de la gran generación de bolcheviques que se proponía construir el socialismo en la Rusia atrasada y famélica.
El tiempo era de esperanza. Al clausurar el I Congreso de la Internacional Comunista, Lenin sintetizó su confianza en el futuro en una frase: “La victoria de la revolución comunista en todo el mundo está asegurada. Se aproxima la fundación de la República Soviética Internacional”.
La previsión fue rápidamente desmentida por la Historia.
La desaparición de las ilusiones y su superación casi coincidieron con la enfermedad y muerte de Lenin. Después de la derrota de la revolución alemana, el autor del Estado y la Revolución tuvo la percepción de que el capitalismo sobreviría por mucho tiempo y que era necesario defender a toda costa a la joven revolución rusa. Trotsky no creía en la viabilidad del “socialismo en un solo país” y, desaparecido Lenin, acusó de cobardía y oportunismo a cuantos habían renunciado a la idea de la revolución mundial.
Losurdo subraya que Stalin fue el primer dirigente soviético en afirmar que por un largo periodo histórico la humanidad continuaría dividida no solamente en diferentes sistemas sociales, sino también en diferentes identidades lingüísticas, culturales y nacionales.
En tanto Trotsky dirigía aún llamamientos a la insurrección al proletariado de Finlandia, de Polonia, de las repúblicas bálticas, y al de las grandes potencias capitalistas, Stalin criticaba las tesis sobre la exportación de la revolución. En su opinión, la correlación de fuerzas en Europa justificaba la defensa del principio de coexistencia pacífica entre países con diferentes sistemas sociales.
En una época en que muchos comunistas continuaban soñando con “el ascetismo universal”, Stalin subrayaba que el marxismo es enemigo del igualitarismo e insistía en un punto central: “sería estúpido pensar que el socialismo puede ser construido con base en la miseria y privaciones, con base en la reducción de las necesidades personales y en la caída del nivel de vida de los hombres al nivel de los pobres”.
En los capítulos en los que estudia las divergencias de fondo que opusieron a Trotsky y Stalin, Domenico Losurdo se abstiene más de una vez de críticas y elogios. Sitúa el choque en el gran cuadro de la URSS post Lenin, y resume las posiciones de ambos, recurriendo a múltiples citas.
Son particularmente interesantes las páginas en las que son confrontadas las posiciones de Trotsky y Stalin sobre los temas de organización jurídica de la sociedad, de la familia, de la propiedad y sobre todo del Estado.
La cuestión central de la extinción del Estado, prevista por Marx, y exhaustivamente analizada por Lenin, le merece una atención especial.
A las críticas de Trotsky –entonces en el exilio- a la Constitución Soviética del 36, Stalin responde que las lecciones de Marx y Engels no deben ser transformadas en dogma y en una nueva escolástica.
El Estado soviético, en lugar de caminar a su extinción, se fortalece cada vez más.
Según Stalin, el papel fundamental del Estado en la URSS “consiste en un trabajo pacífico de organización económica y en el trabajo cultural y educativo”. La antigua función represiva fue “sustituida por la función de la salvaguarda de la propiedad socialista de la acción de los ladrones y expoliadores del patrimonio del pueblo”.
Losurdo señala que, en la práctica, el Estado Soviético se desvío de esa función y recuerda que en 1938 “imperaba el terror y se ampliaba monstruosamente el Gulag”.
Mas la permanencia del Estado represivo no responde a la pregunta: ¿hasta qué punto es válida la tesis de Marx sobre el debilitamiento y la extinción del Estado? ¿Debe o no mantenerse el Estado en una sociedad comunista?
Losurdo recuerda que en la posición asumida por Stalin son identificables muchas contradicciones, pero señala que al contradecir una tesis clásica de Marx, el Secretario General del PCUS actuaba en un terreno minado que lo exponía a la acusación de “traidor” lanzada por Trotsky.
A partir del inicio de los años 30, Stalin, en su lucha contra la oposición, acusa a sus miembros globalmente, de ser “agentes del enemigo”.
Exageraba. Mas Trotsky, principalmente, le ofrecía argumentos que contribuían a dar credibilidad de las acusaciones que le eran dirigidas. Cuando radios de Prusia Oriental comenzaron a transmitir para la URSS textos trotskistas, Stalin sacó beneficios de esa iniciativa. Y cuando Trotsky, en las vísperas de la II Guerra Mundial, el 22 de abril de 1939, dio su apoyo a los que pretendían “liberar a la Ucrania Soviética del yugo stalinista”, se intensificó la persecución de cuadros sospechosos de ideas trotskistas.
LA OTRA «GUERRA CIVIL»
Al contrario de lo que se afirma en la Historia oficial de la Revolución Rusa editada por el PCUS, el grupo dirigente que asumió el poder en Octubre del 17 estaba ya dividido en lo tocante a problemas fundamentales de la política interna e internacional.
Los debates sobre los sindicatos, el papel del campesinado, la economía, las relaciones con las potencias capitalistas, la cuestión de las nacionalidades, fueron siempre polémicos en el Politburó y en el Comité Central. Solamente el carisma y el inmenso prestigio de Lenin retardaron los conflictos sobre la orientación del Partido que se producirían después de su muerte.
Losurdo concluye que el Informe Secreto de Jruschov al XX Congreso presenta de ese periodo histórico una visión distorsionada y fantasiosa.
La tesis de Jruschov, según la cual corresponde a Stalin la responsabilidad por el asesinato en 1934 de Serguei Kirov, porque el joven dirigente estaría implicado en una vasta conspiración contra él, es rebatida por Losurdo con el apoyo de documentación recientemente divulgada. En la realidad Kirov tenía una gran admiración por Stalin que depositaba en él una confianza total.
Las conspiraciones para separar del poder a Stalin fueron muy reales, más las versiones de ellas presentadas en el Occidente por sovietólogos anticomunistas contribuyen en la opinión del filosofo marxista italiano para falsificar la historia. Y alcanzaron ese objetivo.
Domenico Losurdo es consciente de pisar un terreno peligroso en su tentativa de iluminar un Stalin diferente del dictador cruel, megalómano y vengativo, cuyo perfil aparece esbozado en el Informe Secreto al XX Congreso. Esa imagen, con el aval de Jruschov, fue exportada por todo el mundo y acabó por ser aceptada en el Occidente como verdadera incluso por muchos dirigentes de Partidos Comunistas.
Los capítulos del libro de Losurdo que suscitaran más polémica en Italia y en otros países son por eso mismo los dedicados a las luchas en el Partido que precedieron a los Procesos de Moscú.
De alguna manera la carta de Lenin al Congreso del PCUS –leída por Krupskaya pero solamente publicada años después- estimuló en dirigentes del Partido la tendencia para luchar contra Stalin. Trotsky comenzó a conspirar con Kamenev y Zinoviev después de la muerte de Lenin.
Losurdo define el conflicto ideológico de la época como una “guerra civil” que fue permanente en el Partido hasta los últimos procesos del año 38. En la primera fase de la lucha por el poder, Stalin consiguió aislar a Trotsky de los viejos bolcheviques, desencadenando contra él una campaña en la que fue recordado su pasado menchevique y las polémicas mantenidas con Lenin.
El escritor italiano Curzio Malaparte, en un libro que fue best seller –Técnica del Golpe de Estado– publicado en Francia en 1931, fue uno de los primeros intelectuales europeos en escribir en occidente sobre los acontecimientos mal conocidos que, en el año 27, precedieron a la prisión de Trotsky, a su expulsión del Partido y al confinamiento en Alma Ata, en Kazajistán.
Una documentación importante confirma que Kamenev y Zinoviev, que se oponían a la política de Stalin pero sin enfrentarlo en el Politburó, participaron personalmente de esa conspiración. El objetivo era la separación de Stalin, pero el proyecto fracasó y el Secretario General recuperó una vez más a Zinoviev y Kamenev, aislando a Trotsky.
Bujarin, siempre imprevisible, habia sido hasta entonces –según Losurdo- como director de Izvestia, un aliado firme de Stalin, más a partir de la extinción de la NEP y del inicio de la colectivización de las tierras emprendida a ritmo acelerado y con recursos a métodos crueles, llegó a la conclusión de que la estrategia adoptada por el PCUS conduciría el país a un desastre. El dirigente que en Brest-Litovsk había liderado el ala izquierdista se dislocó a la derecha en un brusco viraje, convencido de que la revolución solamente podría sobrevivir si mudase de ritmo, adoptando una orientación democrático-burguesa, lo que significaría una regresión histórica.
Rogovin, un historiador trotskista citado por Losurdo, afirma que Stalin tomó entonces la iniciativa de desencadenar una “guerra civil preventiva” contra aquellos que pretendían derrocarlo. En ese periodo de conspiraciones laberínticas, la participación de destacados dirigentes en maniobras de bastidores fue permanente, y de ellas participaron algunos miembros de la vieja guardia bolchevique.
La apertura de los archivos soviéticos vino a esclarecer que algunos cambiaron con frecuencia de campo.
Rogovin, polemizando mucho más tarde con Solzhenitsin, afirma que, lejos de ser la expresión de “un ataque de violencia irracional e insensata”, el sanguinario terror desencadenado por Stalin fue en la realidad la única manera por la cual él consiguió quebrar la resistencia de aquello a lo que llama “las verdaderas fuerzas comunistas”.
En los procesos de Moscú los ex dirigentes bolcheviques aparecen todos como traidores. Mas la palabra es brutal y la generalización deforma la historia. Antonov-Ovsenko, Preobrajenvsky, Karl Radek, Rakovsky, Bujarin, Kamenev, Zinoviev, entre otros, dedicaron sus vidas a un proyecto radical de transformación de la sociedad cuya meta era el socialismo, rumbo al comunismo.
Domenico Losurdo, apoyado por fuentes creíbles, procura comprenderlos, descendiendo a las razones de comportamientos contradictorios que expresaban simultáneamente las dudas, las opciones ideológicas y la fidelidad al ideal comunista de esos revolucionarios.
En esas páginas sobre el periodo de las luchas internas de los años 20 y 30, la llamada conspiración de los militares merece atención especial. Losurdo no deja para el lector las conclusiones; en este caso no se limita a colocar los datos sobre la mesa.
En la torrencial bibliografía occidental sobre el asunto, el mariscal Tujachevsky, héroe de la guerra civil, es siempre presentado como víctima inocente del terror stalinista, arquetipo del revolucionario puro, triturado por un engranaje perverso.
Losurdo afirma que ya en 1920, durante la guerra en Polonia, Tujachevsky había evidenciado una ambición militarista preocupante al imponer la marcha sobre Varsovia que tuvo un desenlace desastroso. Pero Stalin confiaba todavia en él y lo promovió a mariscal después de las victorias alcanzadas en 36 contra Japón en Mongolia.
Transcurridos 70 años, continua siendo polémica la cuestión de los contactos secretos que Tujachevsky habría mantenido con potencias extranjeras. Mas los historiadores que le atribuyen la aspiración de transformarse en el “Bonaparte de la Revolución Bolchevique” acumularon pruebas que lo comprometen.
El checoslovaco Benés, en 1937, informó a los franceses de esos contactos y Churchill, después de la II Guerra Mundial, admitió que la gran depuración en el cuerpo de oficiales de la URSS afectó a elementos filo alemanes y, citando el nombre de Tujachevsky, afirmó que Stalin tenía una deuda de gratitud con el presidente Bénes. El embajador de los EEUU en Moscú, Joseph Davies, alude también a una “conspiración de los militares”. El propio Trotsky, no obstante su odio a Stalin, afirma evasivamente, en un comentario a la ejecución de Tujachevsky y otros oficiales, que “todo depende de aquello que se entienda por conspiración”.
En su reflexión sobre la prolongada lucha librada en la dirección del PCUS después de la muerte de Lenin, Losurdo emplea repetidamente la expresión “las tres guerras civiles” para caracterizar la amplitud que asumieron las conspiraciones. La última finalizo con la ejecución de Bujarin.
El filósofo italiano subraya en su libro que Bujarin, después de la extinción de la NEP, decisión a la que se opuso, comenzó en reuniones privadas a llamar a Stalin “el representante del neotrotskismo” e “intrigante sin principios”. Fue el comienzo del viraje que, paradójicamente, más de una vez lo aproximó a Trotsky que le inspiraba temor y admiración.
Para leer el texto completo
por Miguel Urbano Rodrigues
Traducido por Pável Blanco Cabrera