«El nacionalismo de quienes desean retener el sistema social actual no es el fruto de un crecimiento natural, sino una abominable aberración, el aborto de la intención de crear un movimiento en favor de la libertad política para hombres que tendrían que sentirse satisfechos con su condición de esclavos asalariados. Intentan crear un movimiento revolucionario hacia la libertad y confiarle la dirección de ese movimiento a una clase ansiosa de imponerle la subordinación social a los mismos hombres que pretende dirigir… Propone que la clase que nos aplasta en la esclavitud asalariada puede simultáneamente dirigirnos hacia adelante, hacia la libertad nacional.»
— James Connolly
Irlanda acumuló una larga historia de resistencia violenta al abuso colonial que impuso la aristocracia terrateniente inglesa sobre su pueblo, remontándose ésta hasta el siglo 17 (para una reseña histórica de las luchas irlandesas, lea el artículo de Federico Engels, A propósito de la cuestión irlandesa). Lo que en Inglaterra se manifestó como una revolución popular en contra de la dinastía de los Estuardos y del sector de la aristocracia que la respaldaba, en Irlanda se implantó, a partir de 1649, como una feroz reconquista y represión militar de la sociedad irlandesa, y del sangriento sometimiento del pueblo irlandés a la aristocracia inglesa. Mucho de lo que Inglaterra infligió sobre los irlandeses durante la reconquista y represión militar sería considerado hoy como crímenes de guerra y genocidio.
Desde finales del siglo 18 hasta finales del siglo 19, se instaló sobre el suelo irlandés un prolongado proceso genocida: la expulsión de los campesinos irlandeses de sus parcelas, el encercamiento de las tierras comunales por la aristocracia (mayormente inglesa) terrateniente, el aumento drástico en las rentas, y la consecuente reducción dramática de la población en la ruralía irlandesa.
El hambre y las epidemias, y el éxodo masivo —principalmente hacia Estados Unidos, Australia, Canadá y la propia Inglaterra— transformaron el campo en un enorme pastizal para los rebaños de la aristocracia terrateniente, a la vez que engrosó las filas del proletariado industrial en Inglaterra y Estados Unidos.
Todo esto estuvo siempre acompañado de una resistencia violenta, que Engels describió magistralmente en el artículo citado arriba.
Finalmente, tras largas y cruentas luchas, que comenzaron con la insurrección en la primavera de 1916, y de una guerra civil entre los propios nacionalistas, Irlanda —o al menos parte de Irlanda— accedió a la partición formal del territorio británico, oficializando la provincia de Ulster como parte del Reino Unido, al retiro definitivo de las tropas británicas de las regiones restantes, y a la primera formación estatal independiente (el Irish Free State) reconocida internacionalmentec el 6 de diciembre de 1922.
Un elemento muy importante de las luchas nacionales por la independencia de Irlanda siempre fueron las luchas entre las clases y estamentos que, históricamente, han protagonizado la evolución de la sociedad irlandesa. En las fases finales de las guerras independentistas, el proletariado irlandés efectuó acciones organizadas importantes, como huelgas en contra del transporte ferroviario, que interrumpía el movimiento de tropas inglesas, o en contra de la actividad portuaria, que impedía la importación de pertrechos militares para las tropas del Imperio, y de mercancías inglesas para los almacenes importadores. En estas acciones, el proletariado irlandés se comportó como aliado del nacionalismo, dirigido por la pequeña burguesía de Irlanda.
En otros escenarios, el proletariado mantuvo sus posiciones independientes de la pequeña burguesía, promoviendo desde temprano la opción socialista para una Irlanda independiente. James Connolly, fusilado en el Castillo de Dublín (símbolo de la tiranía británica sobre Irlanda) por los ingleses a consecuencia de la insurrección en la primavera de 1916, ya le había anticipado a la clase trabajadora que la independencia formal era de poco uso para el pueblo, si el proletariado no asumía el control de la economía. En 1897, escribió lo siguiente en su libro Nacionalismo y socialismo:
«Si mañana se extrajera el ejército inglés y se izara la bandera verde sobre el Castillo de Dublín, todos los esfuerzos habrían sido en vano, si no se organiza la República Socialista. Inglaterra seguiría gobernándonos. Nos gobernaría a través de sus capitales, a través de sus terratenientes, de sus financieros, a través de todo su ejército de instituciones privadas comerciales que han sembrado en este país, y que han regado con las lágrimas de nuestras madres, y han abonado con la sangre de nuestros mártires.»
Sus palabras se alejaron en la bruma cuando Irlanda se abrió a las políticas neoliberales impulsadas por las oligarquías financieras de Wall Street y de la Ciudad de Londres. La expansión de las burbujas de valor artificial creó el mito, entre 1995 y 2007, del “Tigre celta”. El producto interno bruto se encampanó, y el desempleo se redujo dramáticamente, y por primera vez en su historia, la sociedad irlandesa pareció equipararse a la inglesa en su aparente prosperidad.
Irlanda se convirtió, de hecho, en uno de los emblemas de las soberanías exitosas del sector soberanista de la política en Puerto Rico.
El aparente éxito del “Tigre celta” provenía de las políticas cortoplazistas de sus líderes, que colocaron todas sus fichas en la mesa de juego del modelo neoliberal que le abrió las puertas a la penetración no reglamentada del capital internacional, con sede, principalmente, en los centros financieros de Wall Street, de la Ciudad de Londres, y de la Unión Europea. Además de desmantelar las regulaciones financieras, ambientales y laborales, el liderato político le extendió al capital internacional las tasas de contribuciones más bajas de la zona del euro (12,5%). La consecuente penetración del capital internacional generó la apariencia de progreso económico, al llenarse los bancos de dinero, y crearse cerca de 250.000 empleos. Aumentaron las exportaciones irlandesas —70% de las cuales se originaban de las recientes inversiones de capital internacional— y se expandió extraordinariamente el acceso al crédito fácil.
Lo que realmente estaba ocurriendo, sin embargo, era un dramático aumento en la dependencia en relación al capital internacional, con la consecuente reducción relativa del ingreso familiar en relación a las ganancias de las corporaciones internacionales. Lo que simulaba el crecimiento de la economía de Irlanda era realmente una centrífuga de las acumulaciones sobre el capital de las inversiones, que iban a parar a los bancos internacionales, con el beneficio adicional de unas reducidísimas tasas tributarias.
Visto desde otro ángulo, las políticas de beneficios contributivos para las inversiones del capital internacional convirtió a la economía irlandesa en un enorme refugio tributario. Después de las primeras inversiones en capacidad productiva, el capital internacional comenzó a instalar empresas de carapacho —de poca consecuencia en el renglón de empleos— para servir de refugio a sus transacciones financieras, empresas que registraban beneficios sobre la inversión del 17%.
La conversión de la economía irlandesa a una donde el componente de circulación de capital financiero fue el factor dinámico, tuvo el efecto de reducir el crecimiento relativo del capital productivo nacional, que para 2006 había reducido sus aportaciones al renglón de exportación de la economía a un 10%. Por otro lado, el fácil acceso al crédito de consumo y el crédito hipotecario, ingredientes activos de la transformación a una economía donde impera la transacción financiera, los bancos establecidos en Irlanda otorgaron préstamos en razón de tres veces el producto interno bruto. Imitando a los bancos en Estados Unidos, extendieron créditos hipotecarios de alto riesgo —en medio de una burbuja de los valores de los bienes raíces— hipotecas que luego se transformaron en instrumentos financieros tóxicos, absorbidos por los mercados financieros internacionales. El desplome de la burbuja en Estados Unidos, y la liquidación de la antigua firma de Lehman Brothers, sorprendió a los bancos de Irlanda con millones de euros de estos instrumentos tóxicos en sus manos.
En pánico, los políticos irlandeses decidieron rescatar la banca asumiendo esa deuda tóxica, que sumaba sobre €485.000 millones, o 176% del producto doméstico bruto en 2009. Esto tradujo la insolvencia de los bancos a una crisis mayor: la insolvencia del Estado irlandés. La Unión Europea tuvo que rescatarlo con un empréstito de €85.000 millones. Para acceder a ese alivio, el gobierno tuvo que anunciar los recortes de gastos más severos desde el comienzo de la República, de un volumen de €30.000 millones en cuatro años, y un alza en las contribuciones sobre las ventas, hasta elevarlas a un 23%, para extraerle por este medio a los trabajadores irlandeses la suma de €57.500 millones.
Se eliminaron 25.000 empleos públicos, a la vez que se recortaron los beneficios sociales los desemplados y los indigentes por €3.000 millones. Se asaltaron los fondos de pensiones de los trabajadores, extrayéndoles €20.700 millones, que se transfirieron a los bancos, solamente en 2009. Con todo eso, el Gobierno se quedó sin dinero para atender sus obligaciones con la educación pública y, naturalmente, con las pensiones de los jubilados.
Al descender la polvareda, cada familia trabajadora irlandesa quedaría gravada por €200.000 hasta el 2015, sólo para rescatar a los banqueros. Hasta esa fecha, el 20% de los recaudos del Gobierno cubrirán solamente los intereses sobre su deuda.
El capital internacional, chupa enormes masas de acumulación de unos intereses altísimos que le impuso a los empréstitos de rescate del gobierno irlandés (rescate de la crisis a la que los políticos condujeron a Irlanda, precisamente, para sacarle al capital internacional las castañas del fuego). Las tasas contributivas sobre todas las ganancias del capital internacional, sin embargo, siguen siendo las más bajas de la zona del euro: 12,5%. ¡Ah!, y eso no evita que en el mismo 2009, los bancos en Irlanda le repartieran a sus principales ejecutivos más de €60 millones en bonos, por encima de sus ya fabulosos planes de compensación ejecutiva.
Uno de los peores efectos de la crisis está recién comenzando. Se estima que en los próximos años, uno de cada tres trabajadores jóvenes emigre de Irlanda, en busca de oportunidades económicas que no hallarán en su país. Se repite el cruel patrón de despoblación que ha sufrido Irlanda desde que cayó bajo el yugo británico.
Ya han surgido las primeras manifestaciones masivas en resistencia a la imposición de estas medidas crueles y opresivas sobre los trabajadores, pero el liderato tradicional de las uniones está comprometido con las políticas neoliberales, y está incapacitado para dirigir el proletariado hacia posiciones de combate radical.
El fantasma de James Connolly recorre a Irlanda. Está por verse si erupciona una protesta de rebelión general, dirigida por la clase asalariada, en cuyo caso, de seguro estos líderes serán barridos del camino y depositados con los desperdicios de las traiciones y las claudicaciones de muchos otros líderes irlandeses. Una convulsión social y política de envergadura en Irlanda se le añadiría a la de Grecia, y a la de otros países de la Europa meditarránea, además de Portugal. La burguesía internacional tiene que estar sintiendo desvelos, viendo tambalearse su castillo de naipes financiero.
Un fantasma recorre a Europa: el fantasma del comunismo…
Abril 1, 2011
Publicado en abayarderojo.org
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