Una sentencia avala la denuncia de un burkinés que estaba empleado en un invernadero de Almería. Dormía en un cobertizo con goteras y cobraba cuatro euros la hora.
Saidou Konkisre salió del este de Burkina Faso el 11 de agosto de 2011. Tiene esa fecha grabada en la memoria, como tiene la de su llegada a España, el 13 de mayo de 2013. Tardó casi dos años en dejar su tierra natal y alcanzar territorio europeo. Al cruzar el estrecho, después de ir atravesando fronteras en África, se imaginó con la prosperidad que se intuye del viejo continente. Pero no fue así: probó suerte en Bilbao o Torrelavega, en el norte, hasta que terminó en Almería, vivero de la península.
Corría 2014 y cada mañana se acercaba hasta una rotonda de Roquetas del Mar para que le reclutaran en los invernaderos. Iba a jornal, trabajando entre ocho y 10 horas, sin un contrato ni un empresario fijo. Hasta que empezó en Joma Invernaderos S.L. Allí ejercía continuamente de empleado y por la noche de guarda, alojándose en una caseta y con un acuerdo incumplido de aumentar 10 euros el salario diario. Después de dos años quejándose de las condiciones y de que los cuatro euros que le pagaban por hora no se ajustaran al convenio, denunció. Lo hizo en octubre de 2016, bajo la amenaza continua de su jefe, que le chantajeaba con llamar a la policía por estar en situación irregular.
«No teníamos hora de salida. No nos daban protección», cuenta Konkisre después de que, el pasado 17 de febrero, una sentencia del juzgado de lo penal número 1 de Almería condenara a J. M. a un año y medio de prisión por un delito contra los derechos de los trabajadores. El responsable de Joma Invernaderos S. L. no facilitaba contrato a sus empleados, no les daba de alta en la Seguridad Social, no les daba el descanso obligado ni posibilidad de ausentarse por enfermedad.
El fallo enfatiza las circunstancias en las que vivía Konkisre y amplía la vulneración de derechos a otros nueve trabajadores de nacionalidad marroquí. «Se le facilitó para vivir un cobertizo situado junto a una balsa de riego en la misma finca que carecía de las condiciones mínimas de habitabilidad y salubridad, sin ventilación, luz natural, cocina, aseos, agua potable, y sin estar evaluados sus riesgos», anotan.
Detallan además cómo esta labor era «en algún caso peligrosa (limpieza del techo de los invernaderos o aplicación de fitosanitarios) sin equipamiento ni protección adecuada y sin formación correspondiente, sin disponer las instalaciones de botiquín o equipo médico, agua corriente y aseos».
Konkisre, de 30 años, asevera esas precisiones con fotos y vídeos en las que se ve cómo el material de la huerta se dispone sin ningún orden y él trabaja sin protección: hay garrafas de químicos y productos tóxicos al alcance de cualquiera. Solo algunos de los más veteranos, conociendo las condiciones, llevaban sus propias mascarillas. «El jefe nos decía que nos iba a dar el permiso de trabajo, pero no lo hacía. No me pagaba las noches y nunca sabíamos cuántas horas y cuándo íbamos a descansar», repite Konkisre, que narra a duras penas (intercalando el español con el francés) cómo empezó a reunirse con inmigrantes en su situación cuando llegó a esa localidad almeriense y cómo fue viendo las tropelías del empresario hasta que, con la mediación de Comisiones Obreras (CC. OO.), denunció.
Los trabajadores, sostiene el documento, «aceptaron trabajar con esas condiciones debido a su condición de inmigrantes en situación irregular (salvo uno), desconocedores del idioma, sin recursos económicos y bajo nivel cultural, con interés en obtener los oportunos permisos de residencia, teniendo en todos los casos familia en su país de origen a la que mantenían enviando el dinero que ganaban, aparte de la dificultad general de cualquier trabajador no especialmente cualificado para encontrar otro trabajo con el que subsistir». Su fragilidad, en resumen, les obligaba a acatar un trato inhumano. «Siempre había gritos, empujones», comenta Konkisre, «diciendo que él mandaba y que si no llamaba a la policía».
La denuncia de Saidou Konkisre es llamativa «por la proporción», según Javier Castaño, delegado provincial de CC. OO. en la rama de Industria. «Por la condena y porque implica a 10 trabajadores, aunque la demanda sea individual», cuenta. Al año y medio de prisión, ratificado por la conformidad del acusado, se le suma una indemnización de 5.000 euros para el burkinés y de 3.000 para los compañeros marroquíes, que fueron despedidos inmediatamente.
«Queremos que se hagan visibles estos casos porque se crea conciencia», apunta Castaño, «y se desvela en qué se cimenta el ‘milagro’ almeriense, donde se calcula que el 30% de las compañías pagan por debajo del sueldo mínimo y hay un 90% de temporalidad, frente al 24% del resto de España».
Según el responsable, con la última subida del salario mínimo, la hora en los invernaderos debería pagarse a 7,28 euros y se queda en 4,5 o cinco euros. «Hay una tendencia al alza porque hay trabajadores que llevan muchos años, se enteran y lo reclaman», anota.Además, esgrime, se empieza a agitar el sector gracias a la experiencia de los empleados. Muchos de ellos se ven envueltos en una espiral de impotencia que parece romperse: quieren papeles para trabajar legalmente, pero necesitan el trabajo para conseguir los papeles. Y poco a poco contactan con sindicatos o exigen contratos para lograr la residencia.
En esta provincia hay unas 32.000 hectáreas de cultivo de invernadero que dan una producción anual de más de 3,5 millones de toneladas, con unos ingresos totales de 2.228 millones de euros, según un estudio de CajaMar de la campaña 2018/2019. Y 73.700 personas trabajaban en el sector durante el último trimestre de 2020, según el Instituto Nacional de Estadística.
Perseguir el fraude en los invernaderos es una de las principales funciones del sindicato. Ocurre lo mismo que en Huelva, donde también se ha tachado de «esclavitud legal» a los mimbres donde se aposentan las tareas de los jornaleros. Según el Índice Mundial de la Esclavitud de 2018, unas 105.000 personas se encontraban en tal situación dentro de España (que se sitúa en el puesto 124 de 167 países por volumen). Saidou Konkisre es uno de los rostros que ha terminado con una condena a su favor. Ahora reside en San Isidro de Níjar, otro pueblo de la región, y sigue recogiendo frutas y verduras. «Estoy mucho más contento. No todos los jefes son iguales», aclara.
Cortesía de Alberto García Palomo Sputnik