Cazadoras, posibles impulsoras del lenguaje, inventoras de la cuerda y de la agricultura, las mujeres prehistóricas son objeto de estudio y de reivindicación en el libro “El sexo invisible”, una investigación que nos ayuda a tener otra mirada sobre las antiguas mujeres.
Es una tarde templada en el valle. Ellos, los cazadores, saben que la operación no puede esperar. Un grupo de mamuts con carne suficiente para sobrevivir en el invierno se pasea junto al río.
Algo más lejos, el resto del clan- básicamente mujeres y niños- observa con ansiedad. Del éxito del ataque dependerá se propio futuro.
Armados con lanzas y puntas de marfil, los hombres aguardan el momento. ¡Silencio!. ¡Quietud!. Los más jóvenes observaban admirados por el temple de sus líderes. Ante una señal, previamente planificada, los tambores de hueso resuenan ( PUM PUM PUM!!! ). Con gritos terribles los hombres corren hacia las bestias y las conducen a un barranco. Aturdidos, los animales tropiezan, caen, sus patas se rompen, ya han sospechado su destino. En sus cuerpos mastodónticos se clavan filos mortales una y otras vez.
El sol está en su punto más alto y los cazadores, envueltos en sangre y sudor, aún excitados por la descarga de adrenalina, comienzan a descuartizar e sus presas.
Esta escena tantas veces reproducida en la página o en la pantalla, es uno de los ejemplos que tres prestigiosos especialistas en antropología y arqueología, JM Adovasio, Olga Soffer y Jake Page, han incluido en su libro “El sexo invisible”. Intentando ilustrar cuan errónea puede ser la percepción general sobre los roles de género en la prehistoria.
Para empezar, este tipo de cacería masiva de animales de porte imponente, parece más cercano a la ficción que a la realidad. Del mismo modo lo son esas escenas donde un grupo de hombres se introduce en una cueva para atacar, por alguna razón, a algún animal feroz y enorme, una de las proezas atribuidas a los llamados “hombres de Clovis”, que habitaron América del norte, y de quienes se dice, habrían tenido el enorme prestigio de ser los cazadores más experimentados y veloces de toda la historia.
La paleontología niega que estas situaciones hayan podido realmente suceder. Pero eso no es todo. Si volvemos a la escena del comienzo, en la acción concreta de cazar y matar hay una notable ausencia: la de las mujeres.
Los estudios más recientes en la paleontología indican que la mujer, lejos de todo prejuicio, también participaba en las cacerías y procesaba el alimento. Más aún, muchos especialistas sostienen que las probabilidades de que hayan sido las mujeres las primeras agricultoras, o al menos, las impulsoras de tal actividad, son altísimas.
Esta habilidad, no sólo puede ser la base de la civilización, sino que además habrá que sumar otra, imprescindible para la vida en sociedad: el desarrollo del lenguaje. Sólo esta última atribución alcanzaría para elevar el prestigio femenino en el comienzo de los tiempos.
Claro que, como en tantas materias, los estudios nunca son concluyentes. Existe un método científico, por supuesto, pero la lejanía temporal y la ausencia de documentos que determina la esencia misma de la prehistoria, sólo deriva en conjeturas, posibilidades, supuestos con mayor o menor probabilidad.
La búsqueda de objetivos, no obstante, es la guía imprescindible para toda investigación, y es ahí donde los estudios antropológicos hasta los primeros años del siglo 20 tuvieron un inevitable punto débil.
Debido a que, previo a la presencia de las primeras mujeres antropólogas en el siglo pasado, la antropología fue terreno masculino en exclusiva, con el tendencioso sesgo ideológico que ese protagonismo pudo tener.
No es raro entonces que las imágenes tan arraigadas en el colectivo, reproducidas en museos, revistas académicas o de divulgación y tantos otros soportes, representaran a la mujer en un inexplicable y prejuicioso rol pasivo.
Por otro lado, la arremetida feminista en la antropología del siglo XX también hizo sus estragos, posicionando muchas veces a la mujer en un idealizado papel protagónico. Pero buscando el equilibrio, hoy es posible arribar a una conclusión casi indiscutible: sólo en la cooperación entre pares masculinos y femeninos, la humanidad aseguró su supervivencia.
LA COMUNICACIÓN
En el año 1977, en la universidad estatal de Nueva York, la investigadora Dean Falk arribó a algunas conclusiones importantes. En primer lugar, observó que si bien el cerebro femenino es en promedio 10% más pequeño que el masculino, en proporción a su tamaño corporal el tamaño es mayor.
El número de neuronas, por su parte, es idéntico. El cerebro además, presenta algunas diferencias formales entre hombre y mujer determinando por la extensión, diferencias funcionales. En el hombre, por ejemplo, las funciones relativas al lenguaje se desarrollan principalmente en el hemisferio izquierdo, mientras que en la mujer, esa capacidad se extiende a ambos hemisferios.
Los mejores resultados femeninos en innumerables test sobre habilidades verbales y emocionales- por ejemplo la lectura del lenguaje corporal y percepción de las emociones ajenas- reafirman las conclusiones de Dean Falk.
Estas diferencias funcionales entre hombre y mujer no surgieron de la noche a la mañana: son el resultado de lo que los propios científicos califican como “asombrosa” evolución de la especie humana.
Rodeado de gran controversia, el surgimiento del lenguaje sufre especulaciones mutuamente excluyentes. Sin embargo, hoy muchos investigadores señalan su aparición como la consecuencia de una necesidad de comunicación social.
Falk, por su parte, propone algo intermedio. Ella prefiere hablar de la aparición de una forma de comunicación oral «materna» como base del lenguaje, una conclusión derivada de la observación conductual de los primates, simios y humanos. En estas tres categorías, según la investigadora, la unidad social primera es la de la madre y sus hijos. Pero a diferencia de los primates, los bebes humanos no tienen la capacidad de agarrarse de su madre por sus cuatro extremidades.
Esto determinó que las madres humanas, mientras desarrollaban sus actividades, no tuvieran más remedio que dejar a sus hijos en el suelo. En esas circunstancias cabe la posibilidad del desarrollo de una “expresión oral” que calmara a los pequeños recordándoles que no habían sido abandonados: Ahí tenemos esa lengua “materna”, que bien podía ser una especie de canción, que sirvió de plataforma, nadie sabe en qué momento, para que surgiera el protolenguaje, que comprendían tanto las crías macho como las crías hembra pero que tal vez utilizaran más las hembras adultas mientras, como les encanta bromear a algunos científicos, los machos estaban cazando por ahí o inventando la versión del Plioceno-Pleistoceno del partido de fútbol de los miércoles.
El INGENIO Y LA TRAMPA
Hace unos 10.000 años, algún período de escasez cambió para siempre el rumbo de la humanidad. Sin animales que matar, es razonable pensar que el ser humano haya buscado otra forma de sustento, domesticando plantas y animales.
Una bióloga y antropóloga de la Universidad de Nuevo México, Marsha Ogilvie, resolvió algunas cuestiones fundamentales sobre el rol femenino en la creación de la agricultura. En primer lugar, hay que hacer una apreciación técnica. De acuerdo a los estudios, el fémur de los hombres y las mujeres, desarrollan una cresta o protuberancia ausente en las personas sedentarias.
Luego de acceder a unos restos de 3.500 años de antigüedad en el sureste de Arizona, la investigadora observó que únicamente los fémures masculinos presentaban dicha marca, por lo cual cabe inferir que, ya inventada la técnica de la agricultura, los hombres seguían manteniendo algún comportamiento nómade, seguramente a efectos de caza.
Si la conjetura de Ogivie es acertada, la ausencia de marca en el fémur de las mujeres estaría indicando su abandono del estilo de vida nómade por uno sedentario, donde no cabe más posibilidad de obtener el alimento que a través del cuidado y domesticación de las plantas, “o como podría decirse, inventando la agricultura”.
Ahora bien, más allá de la autoría de la agricultura, cabe precisar sus consecuencias. Con la nueva técnica, las relaciones sociales se volvieron más complejas. Asentado en un lugar concreto, dominada la técnica del cultivo, el hombre tuvo por primera vez la posibilidad de acumular bienes, desde animales domesticados a utensilios para procesar alimentos.
De esa capacidad de acumulación comenzó a depender el rango y status social de los individuos. Quien acumula más, tiene mayor peso social. Simple e inevitable. En este nuevo contexto, surge un nuevo concepto: el de propiedad, y con él, «la categoría de personas consideradas mujeres pasó a poder ser (y fue) vista como una forma de propiedad muy valiosa que requería ser controlada”. Como afirman los autores de este libro, casi todos los sucesos en los que las personas eran tratadas como objetos parecen haber tenido lugar una vez surgido lo que nos complace llamar «civilización».
EPÍLOGO
A la luz de la nueva mirada arqueológica y antropológica , parece innegable establecer que hubo un tiempo remoto donde hombres y mujeres, en paridad de condiciones y lejos del estereotipo del cavernícola arrastrando del pelo a su dama, cooperó para llevar adelante la supervivencia de la especie. Esa comunión parece haber sufrido una ruptura cuando el surgimiento de la agricultura sentó las bases de la civilización.
Pero previo a ese sinsabor, cabe rescatar la figura de esas mujeres anónimas que dejaron su huella en la prehistoria de la humanidad, quizás inventando el lenguaje, con mayor seguridad la agricultura, siempre a la par de su compañero en la obtención de alimento e inventando con sus tejidos, una de las herramientas mas útiles de la historia: la cuerda.
Porque tal como afirman los autores de esta investigación, “ahora podemos vislumbrar, volviendo la mirada a hace miles e incluso millones de años, que las hembras y las mujeres distaron mucho de ser invisibles. Lo que ocurre es que, sencillamente, nosotros estábamos ciegos”.
por Ángeles Blanco
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