El bus llegaba a las ocho de la mañana a Ollague, el paso fronterizo por el que hay que pasar en el recorrido Uyuni-Calama. El frío me tenía con dos pares de calcetines gruesos en cada pie, pero ya estaba un poco más caluroso: la luz del sol brillaba en la plenitud de la pampa. Al lado de las casetas de aduana había una línea de tren. Parecía estar botada en el desierto.
En la ventanilla de la Policía de Investigaciones (PDI) la fila era larga. Delante mío esperaban su turno una mujer, un niño y un hombre. Supe después que eran bolivianos, aunque no se esforzaban mucho por disimularlo. Y ahí, al parecer, había que disimularlo.
–¿Por cuánto tiempo vienen– le preguntó el detective al hombre.
–Por tres semanas– contestó.
–¿Qué vienes a hacer?
–Vengo a visitar a un familiar– volvió a responder, ahora con sus documentos de Bolivia en la mano.
–¿Cuánta plata traes?– insistió el detective.
–Diez mil pesos– dijo el hombre.
Y no habló más.
Diez mil pesos de Bolivia –o bolivianos, como se le conoce comúnmente– equivalen a $979.100 pesos chilenos, muy lejos de los $10.000 en dinero chileno que dio a entender ese hombre ante la autoridad. Fue devuelto de inmediato. No me acuerdo qué le terminó por decir el PDI, pero fue algo como eso: no pasan.
Cuatro días antes de este episodio había tenido el único intercambio verbal polémico con un boliviano. Los dos cruzábamos un río, montados en una barcaza. Yo iba a Copacabana. Me dijo lo típico: que el mar debía ser de Bolivia, y aunque yo le dije que sí, y le expliqué que el mar en Chile era de siete familias, su tono de voz me transmitió bronca.
Pensé que no merecía ese trato. Me callé, y él hizo lo mismo. Sin embargo, cuando ya finalizaba el viaje, dijo que entendía mi posición. No nos dimos la mano.
Fueron días muy tranquilos. En ningún momento, ni siquiera en los barrios tradicionales, recibí comentarios por ser chileno. Me llamó la atención la poca jerarquía que tenían los bolivianos en su tono de voz a la hora de explicar por qué Chile tenía que devolverles el mar. Tampoco usaban groserías.
El censo nacional de 2012 informó que el 37% de la población boliviana se identificaba como indígena, mientras que el 59% se consideraba mestiza. Sin dudas este país tiene una data larga si se trata de respetar a estos pueblos. Evo Morales, de hecho, es aymara, cultura ancestral con una lengua utilizada en muchas regiones de Bolivia.
Este mismo tipo de medición en Chile, durante 2002, arrojó que un 4,6% de la población declaraba pertenecer a una etnia. El resto, según la encuesta, declaraba no tener etnia.
Por su parte, un informe de la Organización de las Naciones Unidas informó que en 2013 nuestro país había llegado a casi 400 mil inmigrantes.
Dentro de Chile, según informó este mismo diario en un reportaje de abril, un 8,8% de la cantidad de inmigrantes en territorio nacional vienen de Bolivia, ubicándose en la tercera posición de un ranking que lidera Perú.
Lo que pasa con un pueblo que no se identifica más que con su selección de fútbol es que adopta costumbres de otras partes. Así llegó Mc´Donalds, por ejemplo, un restaurante de comida rápida que tuvo que salir de Bolivia porque no funcionó. Recién regresó en 2015, a 13 años de su quiebra.
El problema con adoptar esas costumbres nos pueden llevar a ser un país que tiene una mirada determinada –difusa, siempre difusa– acerca del éxito, como si este fenómeno no tuviera matices. Es una invitación a mirar en menos nuestras propias raíces.
Ahí se genera la discriminación, el racismo.
“No debemos olvidar que el racismo no se produce sólo en contra de los inmigrantes caribeños, sino también en contra de otros inmigrantes latinoamericanos y más aún en contra de los pueblos originarios. Quizás uno de los problemas más graves del racismo es su naturalización, es decir el hecho de que pase desapercibido y devenga una relación social considerada normal”, decía Emili Tijoux y Cristián Cabello a The Clinic, ambos académicos de Sociología en la Universidad de Chile.
Hoy por la mañana Sebastián Piñera salió a declarar acerca de los inmigrantes en nuestro país, un tema que está de moda. “Muchas de las bandas de delincuentes que hay en Chile, como las que clonan tarjetas, son de extranjeros”, dijo. La declaración, a primera vista, puede decir algo cierto. El tema es que en esas palabras existe una necesidad planeada por identificar la nacionalidad del eventual ladrón, como si aquello resultara una condición elemental.
Fue por eso que algunos parlamentarios lo criticaron a través de Twitter. “Así con Sebastián Piñera intentando estigmatizar a migrantes al más puro estilo de Donald Trump… Qué vergüenza”, escribió el diputado Giorgio Jackson. “Qué irresponsable que un ex presidente se sume a estigmatizar la inmigración. Tenemos que decir con más fuerza: Bienvenidos inmigrantes”, escribió el diputado Gabriel Boric.
El problema, como dicen estas autoridades, es que se genera una estigmatización por parte de la sociedad. Eso lleva a evocar la palabra ladrón apenas se oye la palabra inmigrante. Eso Piñera lo sabe muy bien, cosa que yo voy a tener en cuenta para una fecha importante. Una fecha como las elecciones presidenciales, desde luego.