Ximena Dávila y Humberto Maturana, co fundadores del Instituto Matriztico hablan en este artículo de la importancia del amor en la evolución de la especie humana. No es la razón la que marca la diferencia, sino la capacidad de ser conscientes de nuestras emociones.
Las personas vivimos en dos ámbitos: por una parte somos animales y, por otra, somos humanos. Pero ¿qué es lo humano? Solemos pensar en el ser humano como un ser racional, afirmando que lo que nos distingue de los otros animales es nuestra racionalidad. Sin embargo, decir que la razón es lo que nos caracteriza es limitar nuestra propia definición, porque nos deja ciegos frente a la emoción, que queda desvalorizada como algo animal. En realidad, tanto razón como emoción constituyen partes integrantes de nuestra experiencia humana, aunque no solemos darnos cuenta de que todo sistema racional tiene un fundamento emocional.
Por otra parte, las emociones no son lo que corrientemente llamamos sentimientos. Desde el punto de vista biológico, cuando hablamos de emociones nos referimos a estados corporales cambiantes según las acciones que llevamos a cabo. Las emociones son un fenómeno propio del reino animal, pues todos los animales las tenemos. Y son ellas las que definen nuestra conducta, a pesar de que insistamos en que es nuestro ser racional quien nos guía.
LOS SERES HUMANOS, COMO LOS ANIMALES, TAMBIÉN SOMOS SERES EMOCIONALES
El hecho de ser humanos implica que somos capaces de entrelazar nuestras emociones y nuestros haceres, de comunicarnos, de conversar y de ser conscientes de todo este proceso, de lo que nos ocurre y de cómo lo vivimos. Esto es lo que, por lo que sabemos hasta ahora, nos diferencia de los animales, cuya existencia fluye ajena a la posibilidad de reflexión acerca de ellos mismos.
El vivir humano, pues, puede ser distinguido como nuestra capacidad para conversar. Por lo tanto, podemos establecer una doble mirada hacia el ser humano: como persona que reflexiona y como animal. Y ambas visiones no nos separan sino que son complementarias, unitariamente vividas.
El aumento progresivo de la capacidad del cerebro está relacionado con la aparición del lenguaje. Y el origen del lenguaje, a su vez, tiene que ver con la coordinación recursiva de acciones entre los que conversan. El lenguaje, por consiguiente, sirve de coordinación recursiva de acciones que pasan de una generación a otra a través del aprendizaje de los niños. Conversar es algo diferente a hablar, porque entrelaza las emociones y los haceres de unos y otros.
Pero para que este modo de vida, basado en la cooperación entre todos, fuese posible, tuvo que haber una emoción fundadora. Esta emoción es el amar. El origen de lo humano y de lo amoroso se produjo en un mismo momento, hace tres millones y medio de años. Gracias a la investigación, sabemos que entonces ya había primates bípedos que caminaban erectos y poseían hombros, pero que tenían un cerebro mucho más pequeño que el nuestro.
Estos primates vivían en grupos pequeños, como familias extendidas de diez a doce individuos, formadas por bebés, niños y adultos. Compartían sus alimentos y estaban inmersos en una sensualidad recurrente. Además, los machos participaban en el cuidado de las crías. Fue el nacimiento de lo que denominamos familia y de nuestro linaje evolutivo. Y este vivir amoroso se ha conservado, ya que el acto de amar está ligado a nuestra capacidad para conversar con los demás y para emocionarnos. Por tanto, el amar y el lenguaje van unidos de la mano.
EL AMAR ESTÁ INTIMAMENTE RELACIONADO CON EL ORIGEN Y DESARROLLO DEL LENGUAJE
Todo esto lo podemos definir hablando de nosotros como Homo sapiens-amans amans. La palabra sapiens hace referencia a nuestra capacidad para el lenguaje y para razonar reflexivamente, que es posible precisamente gracias a la existencia del lenguaje. La expresión sapiens-amans asocia esta capacidad para conversar con nuestra capacidad para amar, de encontrarnos el uno con el otro, porque amar es la emoción que funda la intimidad con el resto de los seres humanos, y precisamente este placer de hacer cosas juntos es lo que hace posible que surja el lenguaje. El segundo amans se refiere a que el amar ha sido, y sigue siendo, la emoción que nos ha guiado, y aún nos guía, en la deriva filogenética de nuestro linaje. Por tanto, podemos afirmar que la emoción básica que nos hizo posibles y que todavía nos conserva en el fluir de nuestra biología cultural es el amar.
Sin embargo, en el día a día, negamos esta importancia de la emoción del amar, en nuestra propia existencia como humanos en las comunidades que habitamos. Esto se debe a la aparición de un yo separado del mundo en que vive, que limita la observación de la existencia. Cuando observamos a los demás como “los otros”, separados de nuestra idea de nosotros mismos, se desarrollan las ideologías y los delirios de posesión de la verdad, que son formas de convivir que niegan la reflexión.
El yo, sin fundamento social, hace lo que hacemos desde nuestro cuerpo, distingue entre nosotros y los demás y crea los mundos en los que vivimos las personas, en donde negamos las verdades ajenas y solo consideramos ciertas aquellas que nos pertenecen a nosotros. Es así como la cultura que vivimos, la que decide lo que está bien y lo que está mal, utiliza la racionalidad como punto de partida, como primera verdad absoluta, generando así dolor y sufrimiento, pues niega el amar en las diferentes dimensiones de nuestra existencia social.
NUESTRA CULTURA SE BASA EN LA RAZÓN Y DEVALÚA EL CONOCIMIENTO QUE PROVIENE DE LAS EMOCIONES
Como hemos mensionado al principio, hablamos como si lo racional tuviese un fundamento que le da una validez universal independiente de lo que nosotros hagamos como seres vivos. Pertenecemos a una cultura que da a lo racional un carácter trascendente, y un carácter arbitrario a lo que proviene de nuestras emociones. Por eso nos cuesta aceptar el fundamento emocional de lo racional. Además, nos parece que ser emocionales es incluso un problema, pues nos expone al caos de la sinrazón, donde cualquier cosa parece posible. Ocurre, sin embargo, que el vivir no ocurre en el caos, y que hay caos sólo cuando perdemos nuestra referencia emocional y no sabemos qué queremos hacer, porque nos encontramos recurrentemente en emociones contradictorias.
Vivimos, pues, en una cultura que ha desvalorizado las emociones en función de una supervaloración de la razón, en un deseo de decir que nosotros, los humanos, nos diferenciamos de los otros animales en que somos seres racionales. Pero resulta que somos mamíferos y, como tales, somos animales que vivimos en la emoción. Las emociones no son oscurecimientos del entendimiento ni restricciones de la razón; las emociones son dinámicas corporales que nos guían en nuestra vida, que nos marcan la dirección hacia donde movernos. Así pues, el vivir humano se da en un continuo entrelazamiento de acciones y de emociones en lo que distinguimos como un conversar, que es más que hablar y más que dialogar: es un danzar juntos.
LAS EMOCIONES NOS GUIAN Y, SI LAS OBSERVAMOS, PODREMOS ENTENDER NUESTRAS ACCIONES
Si queremos entender las acciones humanas, no tenemos que fijarnos en los movimientos o en los actos en sí sino en las emociones que los posibilitan. Así, un choque entre dos personas se vivirá como una agresión o como un accidente según sea la emoción en la que se encuentren los involucrados. No es el encuentro lo que define lo que ocurre sino la emoción.
Es dificil darnos cuenta de esto, a menos que, debido a alguna circunstancia que nos empuje a la reflexión, soltemos las certidumbres que guían nuestro hacer y miremos las redes de conversaciones de nuestro convivir. Así, viendo si nos gusta participar de ellas o no, podemos seguir el camino que llevamos o cambiar conscientemente de rumbo. Al fin y al cabo, nacemos y crecemos en una cultura que creamos inconscientemente en nuestro vivir, pero no estamos atrapados en ella. La reflexión es siempre la oportunidad para salir de cualquier trampa psíquica, si queremos.
SOMOS LIBRES SI PROFUNDIZAMOS EN LO QUE SENTIMOS Y DUDAMOS DE LO ESTABLECIDO CULTURALMENTE
La experiencia de la libertad consiste simplemente en sumergirnos en la reflexión, en salir de la cultura que hemos aceptado como cierta solo porque nos lo han dictado así la razón imperante. Debemos reconocer que no somos de ninguna manera trascendentes sino que devenimos en un continuo ser cambiante o estable, pero no absoluto o necesariamente para siempre.
Si por ejemplo, decimos que un niño es de una cierta manera –bueno, malo, inteligente o tonto–, basamos nuestra relación con el pequeño de acuerdo a lo que oímos acerca de él. El niño, a menos que se acepte y se respete a sí mismo, no tendrá escapatoria y caerá en la trampa de la no aceptación y el no respeto a sí mismo, porque solamente podrá ser, en su relación con los demás, algo dependiente de lo que surja como niño bueno, o malo, o inteligente, o tonto. Y si el niño no puede aceptarse y respetarse a sí mismo, no podrá tampoco aceptar y respetar al otro: temerá, envidiará o despreciará, pero no aceptará ni respetará.
Sin embargo, existe una manera de que esto no ocurra. No hemos de pensar o sentir que tenemos que cambiar o que hay algo en nosotros que está mal. Sin aceptación ni respeto por nosotros mismos, no podemos aceptar ni respetar al otro, y sin aceptar al otro como alguien legítimo en la convivencia, no hay fenómeno social. La clave para aceptarnos y respetarnos reside en nuestra capacidad para reflexionar sobre nuestros quehaceres. Debemos respetar nuestros errores y tratarlos como oportunidades legítimas de cambio.
En fin, la responsabilidad se da cuando nos damos cuenta de que nuestras acciones tienen consecuencias. y la libertad viene de llevarlas a cabo y asumir estas mismas consecuencias. Es decir, que responsabilidad y libertad surgen en la reflexión que expone nuestro quehacer en el ámbito de las emociones. En el proceso de querer estas acciones o no, debemos darnos cuenta de que el mundo en que vivimos depende de lo que nosotros deseemos.
TENEMOS LA POSIBILIDAD DE CREAR NUESTRO MUNDO AL ACTUAR DE ACUERDO A LO QUE SENTIMOS
Solo desde la emoción podemos comunicarnos de una manera verdadera con los demás. Las emociones son conductas de relación entre unos y otros, modos de comportarse que influyen en las acciones de todos. Por tanto, las emociones constituyen, a cada instante, el lugar donde se produce la convivencia entre todos los seres vivos. Lo único que podemos experimentar como real, desde nuestra experiencia como humanos y como animales, es lo que sentimos. Y eso, además, es lo único que podemos compartir con los demás. Por eso, el amar es la base de nuestro sello como especie y es la posibilidad de vivir la libertad, sea cuales sean las condiciones de vida que nuestro vivir y convivir han generado.
Fuente : Revista Mente Sana