He señalado en otras oportunidades (conversaciones, discusiones, visiones e ideas) de que el habla es el cauce del lenguaje, el habla es aquél que inscribe, el habla es el que hospeda y alberga en toda la ética y toda la moral, el habla es el fundamento de la experiencia con. Toda experiencia es un ser-con (recuerdo a Esposito), todo fundamento del ser está con-otro (a propósito de Heidegger). En la medida en que yo soy, él será. Y en la medida en que él será, yo seré. He ahí la causa del determinismo del sujeto. Siempre estamos expuestos, siempre estamos a la vista de, siempre somos “lenguajes”.
El lenguaje es audaz, es por eso que el lenguaje constituye todo el núcleo de la existencia y del orden social en el que se adscribe el sujeto (se preguntarán, ¿sujeto a qué? sujeto al lenguaje de sí mismo, sujeto a coacción de su conciencia, sujeto a la represión de su conciencia (creo que ha de ser necesario tener presente la tesis freudiana (1929) respecto a la cultura), sujeto a la moral “autoimpuesta” por-un-otro, sujeto a las estructuras sociales (considerar el concepto de «habitus» en tanto que estructura estructurante de Pierre Bourdieu, 1988), sujeto al fenómeno globalizante). Es por eso que el lenguaje es un acto de osadía. Debido a que disfraza y condiciona. Disfraza nuestras mentiras obviando las verdades. Condiciona debido a que el lenguaje per sé es poder […] y todo saber, es poder (ni siquiera a modo de digresión. Es interesante analizar la tesis de Louis Althusser (1988). Y como sostiene Barthes, el poder está presente en los más finos mecanismos del intercambio social: no sólo en el Estado, las clases, los grupos, sino también en las modas, las opiniones corrientes, los espectáculos, los juegos, los deportes, las informaciones, las relaciones familiares y privadas, y hasta en los accesos liberadores que tratan de impugnarlo: llamo discurso de poder a todo discurso que engendra la falta, y por ende la culpabilidad del que lo recibe (Barthes, 1979).
Es verdad que el lenguaje nos encarcela en las jaulas de la gramática; es cierto que los nombres se alejan a menudo de la realidad de las cosas; estrictamente cierto que el lenguaje heredado lleva en su estructura y en el significado de las palabras asimilado las estructuras de poder de esa comunidad.
Con estas palabras vamos a comenzar afirmando que la globalización misma es un proceso aparentemente ambiguo o mejor dicho un fenómeno ambivalente (propongo considerar a priori la visión de Anderson (1993) con respecto a las «comunidades imaginadas en tiempos vacíos y homogéneos» o simplemente la mirada de García Canclini (2002) junto a la noción «globalización imaginada»). Ella trae consigo diferentes problemáticas o diferentes aspectos que disfrazan o modifican la realidad a través del poder discursivo (Véase Foucault, 1970). El Estado nacional propone formular una lógica en el cual los ciudadanos se reflejen en el nuevo lenguaje. Un habla caracterizada por un “mesianismo económico”, o simplemente por la llegada inminente de un tribunal supremo que regulará las malas prácticas globalizadas. En caso de yerro, no es el fenómeno de la globalización quien carga con el remordimiento y el peso del error. Sino que curiosamente es el aparato estatal quien recibe el adjetivo ignominioso o evidentemente se caracteriza como un Estado endeble. Un Estado que no logra canalizar la fuerza de la globalización en el plano de “lo local”. La globalización por ende se desprende del error que ella misma crea. He ahí una de las tantas paradojas del proceso: la globalización desestima y reniega del Estado siendo que ella misma pretende instaurar ahí su nuevo lenguaje. Un lenguaje en donde promueve que Think tanks diseñen estrategias discursivas; medios de comunicación que resuenan expresiones hasta hacerlas un nuevo sentido común; estudios cinematográficos que legitiman, adelantan y sondean en las pantallas comportamientos excepcionales; industria del ocio que naturaliza actitudes y armamentos, señala objetivos bélicos y construye amigos y enemigos de manera callada a través de videojuegos y otros artículos de entretenimiento, en colaboración con un nuevo “complejo militar-industria del entretenimiento”; partidos políticos que han renunciado a sus tradiciones ideológicas y a su propia lectura crítica de la realidad; campañas electorales millonarias y espectaculares que hacen creer a los ciudadanos, ociosos de la política entre campaña y campaña, que son imprescindibles al menos una vez cada cuatro años; iglesias que negocian en el zoco institucional, mediático y económico espacios materiales y doctrinarios; profesores, investigadores y científicos que adaptan los discursos oficiales envolviéndolos de forma académica y vistiéndolos en un continuum cultural que los hace más creíbles; fundaciones que sancionan la honorabilidad de la interpretación con sus investigadores, cátedras privadas, revistas, becas y seminarios; grupos de expertos que estigmatizan las alternativas y justifican en lenguajes arcanos la inevitabilidad de lo que ocurre; cadenas mediáticas que hacen cotidiana esa parcial lectura del presente a través de la creación de un gran bloque de referencia llamado opinión pública que disciplina la disidencia respecto de su moda. En consecuencia, diría Monedero (2004) que son relatos al servicio de la identificación con modelos que son funcionales para la reproducción del marco existente, para la creación de una actitud conformista (un flagelo ineluctable), herramienta de intereses particulares presentados como intereses generales e “instrumento de la mentira de Estado y del control de las opiniones”; en definitiva, “un increíble atraco al imaginario” basado en un lenguaje que hablamos, sino que nos habla (Monedero, 2004:21-22).
En definitiva, lo que produce el sistema es la anulación de las diferencias. El hombre moderno -dice Fromm (1996)-, está enajenado de sí mismo, de sus semejantes y de la naturaleza. Y he ahí el problema, la política en el fenómeno de la globalización ha quedado sin contenidos, la política misma ha sido despolitizada, la política misma ha trascendido a una política analfabeta, la política ha quedado sin un cauce coherente producto de su propia «mercantilización globalizada», la política ha sido soslayada como forma básica de acción colectiva. La política ha sido reducida a un carácter despolitizado, la política en tanto que ínsita al hombre ha quedado criminalizada y marginalizada a un carácter superfluo y fútil (la gran peculiaridad, la gran excentricidad de la política: dar un giro semántico a las palabras que eran adoptadas por un ideario contrario al fenómeno de la globalización) y al mismo tiempo ha dejado de ser fuente de subjetividades. Dice Ranciére que la esencia de la política es el disenso. El disenso no es la confrontación de intereses opiniones. Es la manifestación de una separación de lo sensible consigo mismo (Ranciére, 2009:65).
De acuerdo a lo señalado precedentemente, Chile se caracteriza por lo que Lechner ha enfatizado idóneamente: una “apología del consenso y una desbarnizada lucha a muerte entre el bien y el mal”. El consenso es una estrategia política tanto feble como pragmática. Es una estrategia que evidentemente logra la persuasión correspondiente logrando como objetivo la traducción en una fusión política programática, y también es una estrategia que logra tejer el carácter del “buen acuerdo” y del aplanamiento de diferencias. La homogeneización o acentuación en el carácter del buen acuerdo es más bien la sustancia perniciosa para la misma modernidad (en el caso de Chile). El consenso es el estado máximo de “no representación de intereses” que por consiguiente logra inhibir el conflicto (como base constitutiva inherente de la política). He ahí la causa de que Lechner sostenga tenazmente que resulta complicada la tarea de compatibilizar democracia representativa y consenso. Son dos cuestiones que, unidas entre sí, son completamente contraproducentes.
La globalización (como fenómeno político, económico y cultural) en rigor instaura el discurso despolitizador mercantil. En ese sentido, Ulrich Beck afirmaría que la “sociabilización política” es reemplazada por la “sociabilización mercantil”. Esta “sociabilización mercantil” cumpliría con dos hipótesis: a) despolitizar la ciudadanía; b) instaurar una lógica demagógica (orden social, protección social, igualdad de participación, etc.). En cuanto a la última podemos propugnar acérrimamente que los sistemas democráticos en los cuales se cumple el ideal primario de la “gobernabilidad” pero no de la “gobernanza” (primera peculiaridad del nuevo orden societal) son aquellas que desplazan la discusión sobre fines hacia el terreno de la discusión técnica (la cuestión de la política ha caído en una concepción tecnificante. Pero a pesar de esta idea, la política analfabeta, Moulian (2004), disfrazaría bajo ciertos rótulos idílicos y subrepticios la imagen de una política ficticia e inverosímil que hace creer al ciudadano (¿cuál ciudadano?) de una política óptima y verdadera, una “democracia buena” (Rancière), una modernización autoritaria (Moulian junto a sus secuaces) disfrazada de un naturalismo (del status quo) legitimado por el consumo del ciudadano “credit-card».
Sebastián Massa