La Nación cumple noventa años de vida. Es el único diario sobreviviente que no pertenece a las empresas Copesa y El Mercurio; desde ya, este es un mérito en el cuasi monopolio de los medios de comunicación. Los chilenos, de todas las épocas, no han soportado ni soportan ahora a las personas que superan la mediocridad nacional ambiente.
Es como un “igualitarismo”, pero al revés: se trata de demoler a aquellos creadores que levantan la cabeza por sobre una casta que tiene sus propias reglas. Eleodoro Yánez Ponce de León tuvo, como todo los personajes un tanto inconformistas, terribles detractores entre sus contemporáneos; no era una persona que poseía las simpatías del italiano, cantante de ópera, don Arturo Alessandri: los discursos de Yánez eran fríos y atildados en el lenguaje, don Arturo, por el contrario, era capaz de despertar pasiones encontradas en su querida “chusma” y odios acendrados en la aristocracia.
Carlos Vicuña Fuentes, en su libro La tiranía en Chile, pintó uno de los cuadros más crueles de nuestro personaje, poco menos que era un audaz enriquecido, gracias a argucias de abogado, apropiándose de los bienes de sus incautos clientes. Este mismo desprecio manifestó el vate Pablo Neruda cuando en una entrevista con el importante personaje que era, a la sazón, Eleodoro Yánez, al calificarlo como un basilisco frío y distante; pero don Eleodoro contaba también con grandes admiradores, entre quienes estaba el gran cronista, Joaquín Edwards Bello, sin lugar a dudas, el mejor columnista del diario La Nación; otra admiradora era Iris Inés Echeverría de Larraín, pariente, que luego cambió sus amores por el León de Tarapacá.
En 1915, Chile era tan rico como hoy, pero existía más libertad de prensa que en la actualidad: los diarios obreros aparecían y desaparecían y, además, existía una serie de diarios clericales y anticlericales, estos últimos plagados de historias pornográficas, alusivos a amores entre monjas y curas, además de escándalos por pedofilia en colegios particulares, como el de la Congregación de los Jacintos. La Nación fue fundada en 1917 – el año de la revolución bolchevique – y ya aparecían en el horizonte las nubes que iban a dar fin a la farra aristocrática del parlamentarismo.
Eleodoro Yánez Ponce de León no era un mediócrata, como sostienen algunos historiadores, sino más bien un aristócrata venido a menos, como Antonio Varas y Arturo Alessandri. Cuenta un chisme, de esos típicos de la aristocracia santiaguina, que don Antonio Varas andaba con los pantalones parchados, pues poco le preocupaba el dinero, ni su apariencia física. Don Eleodoro estuvo a punto de ser candidato presidencial de la Alianza Democrática, pero la aristocracia no podía permitir que un locatario de la Chimba y, para más remate, Ponce de León, pudiera ocupar un sillón reservado para personajes de la tribu Jehová.
Carlos Vicuña describe, tratando de imitar a Cervantes, a los personajes de la oligarquía: “…ahí están en la justa, en los salones del Club de la Unión, los Errázuriz numerosos y tercos, los Ovalles campanudos, los austeros y secos Valdés, los afables y elegantes Del Río, los Lyon agusanados y secos, los Amunáteguis, acomodaticios y flojos, los testarudos y codiciosos Echeñiques, los vacíos y solares Tocornales. Forman por derecho propio las Tribus de Judá…” (Vicuña Fuentes, La tiranía en Chile:19).
En 1917, el diario anticlerical La Mañana estaba arruinado, nada nuevo para nuestros contemporáneos: La Época, Cauce, Análisis, el diario Siete, y otros; es la forma neoliberal de apretar el cogote a la libertad de prensa, la menos respetada entre las libertades.
En esa época se formó una sociedad compuesta por millonarios liberales, como Adolfo Bruna, Abraham Gatica, Alfredo Escobar y Eleodoro Yánez quienes compraron, a precio de huevo, la linotipia de La Mañana; así nació La Nación. Don Eleodoro compró las acciones a sus socios y quedó como único dueño.
En 1920, Eleodoro Yánez y Arturo Alessandri se disputaban el favor de la Convención, encargada de elegir al candidato presidencial de la Alianza Liberal. El primero era la antípoda de don Arturo: Yánez, con su discurso serio y digno de los Demóstenes atenienses, el segundo, apasionado, creativo, plagado de insultos y lenguaje criollo, dirigido a la “canalla dorada”. Por cierto, a nuestro pueblo que le gusta el “pan y circo” se decidió, fácilmente, por las arias italianas.
La Nación, según Edwards Bello, se constituyó en la casa de mordaces plumas de periodistas provincianos, que odiaban a la aristocracia castellana. Edwards nunca pudo amoldarse a Santiago, siempre fue un porteño, despreciado por su casta y considerado un escritorzuelo de mala muerte. La Nación se convirtió, rápidamente, en un diario más exitoso que El Mercurio; el público no se perdía las diatribas contra los pavos reales de la política. Don Eleodoro se limitaba, solamente, a escribir algunas páginas editoriales. Dejando a sus provincianos “hijos” una libertad total respecto al contenido del diario, algo tan raro entones como hoy.
Los militares nunca han sido devotos de los intelectuales, pues los pone nerviosos su escepticismo; miren como sería una columna llena de “negativos” y “positivos”, por tan razón no es extraño que Carlos Ibáñez enviara censores a los diarios que consideraba enemigos. En el caso del Diario Ilustrado, del Partido Conservador, envió al destierro a su director, don Rafael Luis Gumucio Vergara, a quien se le ocurrió publicar una bota militar, en la tapa del diario, de ese aciago mes de febrero de 1927, sin embargo, el diario continuó con sucesivos directores, siendo el diputado Cariola amenazado cuando se atrevió a rogar a la Virgen del Carmen que inspirara, con ideales libertarios, a nuestro autoritario presidente. El censor del Ilustrado era Alejandro Lazo – si los lectores se interesan en conocer cómo se burlaba la censura, me permito remitirlos a las irónicas columnas del periodista Genaro Prieto, en el libro Humo de Pipa.
Pablo Ramírez era el “operador político” de Carlos Ibáñez –claro que mucho más inteligente y culto que los actuales – captó que el poder de don Eleodoro, como el de Aquiles, estaba en la propiedad del diario La Nación y bastaba una flecha en el talón para hundir a nuestro héroe. Primero inventó una rebelión de periodistas del famoso diario y, como era época de gritos y conspiraciones, bastaba exclamar, a voz en cuello, “arriba Pablo Ramírez y muera Eleodoro Yánez”.
Luego pensó que no se necesitaba un censor, sino que era más fácil apropiarse de La Nación; Pablo Ramírez se valió del miedo para amedrentar a don Eleodoro con la requisición de sus bienes si no vendía La Nación al Estado. Se estimaba, en ese tiempo, el precio del diario en un millón de dólares, pero don Eleodoro se conformaba con cuatro millones de devaluados pesos. Ramírez fue rebajando esta cifra, pues se suponía que Yánez tenía que pagar un millón de pesos al fisco por la diferencia de impuestos entre el avalúo y el valor real del diario, además de la indemnización al director del diario, Carlos Dávila; posteriormente, la cifra bajó aún más por deudas de la casa de la calle Agustinas.
Finalmente, el esquilmado, Eleodoro Yánez, terminó con trescientos mil pesos y, para más remate se autoexilió, en Francia. En 1931 cayó el dictador Ibáñez y Juan Estaban Montero se negó a devolver el diario a su dueño; en 1932 reapareció La Nación, durante la república socialista de Carlos Dávila. Como siempre, El Mercurio, que se salva de todos los avatares de la política chilena amoldándose a cualquier régimen, se declaró, en esos años, un diario socialista. Como el personaje Zaling, de Woody Allen, El Mercurio sabe disfrazarse según el gobierno de turno.
La Nación se convirtió en el diario del Gobierno a partir de 1932 y hoy, con nuevos bríos, ha recuperado parte de su independencia, que contrasta con el imperio derechista de los diarios monopólicos de la prensa escrita. Ojalá reviva el espíritu crítico de sus inicios. Cuánta falta hace a nuestra tuerta democracia la igualdad ante la ley que, actualmente, es una mera faramalla y la libertad de prensa, que hoy se confunde con la libertad de empresa periodística.
Por Rafael Luis Gumucio Rivas
Fuente: El Clarín