Cada clase dominante impone su visión de mundo a quienes le sirven. Paradójicamente, la tarea de construir cultura suele delegarla a los estratos más ilustrados que no son dominantes, pero siempre a condición de que dicha posibilidad para producir cultura obedezca a la moral de los dominadores.
Cada clase dominante levanta su legitimidad sobre una base moral con claras pretensiones normativas. La búsqueda de una esencia ética por parte de la clase dominante es la búsqueda de su concepto de mundo, del mundo que se construye bajo su poderío.
Cada nueva clase dominante presenta un concepto de mundo más universal que el de la clase dominante anterior. Puede observar más lejos y albergar mayor diversidad humana. Contiene dentro de sí la superación de la sociedad vieja, reconciliando lo antiguo con lo nuevo, generando por esta vía un nuevo concepto, una nueva vida, un nuevo mundo, mayores posibilidades. En definitiva: un nuevo futuro.
La burguesía se presenta en sus inicios históricos bajo una ética libertaria, igualitarista, con profunda vocación por la cultura y la enseñanza.
Ya se vio con el Renacimiento, se consolidó con la Ilustración y trató de llevarse a cabo con los estados del bienestar.
Pero frente a este discurso, que no es más que el proyecto social en abstracto que la burguesía ofrece al mundo, aparece su ética, su concepto real, su esencia como clase dominante históricamente determinada: sus categorías ideológicas.
De esta manera se hacen presentes el individualismo, la atomización, la desvinculación del individuo con respecto a lo social (libertad abstracta, no situada). También surgen el egoísmo, la competencia y el pesimismo, sin olvidar su más lastimosa herencia: el nihilismo.
Su proyecto ilustrado intenta justificar tanto su propuesta social como su ética. La ciencia ha nacido precisamente para ser vehículo de su dominación, contribuyendo al desarrollo de las herramientas de su poder (sobre la naturaleza, técnico-material) y justificando sus temores al despliegue de su propia libertad (espiritual, entendida como coincidencia entre libertad de posibilidad material y social).
La ciencia ha permitido enormes logros técnicos, que han ampliado gigantescamente el horizonte humano. Pero también nos ha mostrado los horrores de la ética de la burguesía en su función de clase dominante. La ciencia ha impedido utilizar el fruto de su producción en beneficio de las mayorías, naturalizando la ética que se nos impone para beneficiar a una minoría. Su optimismo tecnológico se desvanece frente al pesimismo ético: la naturaleza del ser humano es así.
La libertad ya no es entendida como la posibilidad de producir (hacer) en el mundo, sino como la libertad de la voluntad individual por sobre el contexto social.
Esto, que no es más que cada uno hace lo que quiere, resulta sospechosamente favorable para quienes poseen más medios para desenvolverse en la vida, y tratándose del capitalismo, para quienes poseen más dinero, y en consecuencia, mayor poder sobre los hombres.
El desarrollo científico y su íntima ligazón con el perfeccionamiento de la técnica, han permitido a la sociedad burguesa poseer autoconciencia de las fuerzas productivas.
El dominio de la industria ha sido el gran soporte del poder y la legitimidad burguesa. El proyecto del socialismo estatalista no cayó bajo un enfrentamiento militar externo o interno, sino simplemente por su inferioridad económica con respecto al actual estado de la producción industrial (toyotismo). Y menciono “la sociedad burguesa” como ente general, por cuanto las clases explotadas han erigido sus luchas precisamente bajo la expectativa ilustrada de industrialización más desarrollo científico. La historia del tercer mundo puede ser perfectamente entendida como una dialéctica entre modernización y explotación imperialista.
Sin importar esta autoconciencia, pilar fundamental del concepto de libertad burguesa (libertad para producir, libertad de iniciativa, libertad de acción económica), el concepto ético que maneja sobre el hombre, es un hombre que no es libre, que está atrapado bajo las determinaciones de su naturaleza.
Dicha naturaleza, que le da contenidos a la poderosa producción industrial-burguesa, no es más que “conciencia” sobre las relaciones sociales, entendimiento sobre lo que estas relaciones implican y su posible descripción, pero jamás su superación o el control del hombre sobre ellas. Jamás la posibilidad de quebrar las determinaciones externas al hombre, vale decir: naturalizadas.
La retórica progresista de la ciencia, en donde la razón todo lo vence y cuyos límites son simplemente los que no ha derribado aún, debe adecuarse a la ética burguesa, a los poderes actuales, al sustento de la racionalidad imperante en el mundo capitalista.
Para esto la burguesía tuvo que cientifizar al respecto. Los filósofos modernos hablaban de la naturaleza del hombre según las conclusiones de su concepto sobre la moral.
Para Hobbes el hombre es el lobo del propio hombre, para Hume se trata de un hombre solidario que adecúa su conducta según las normas del sentido común. Kant en cambio, intentó dar una justificación científica y no especulativa sobre el orden moral (razón práctica) dando una explicación sobre las formas del entendimiento humano (razón pura).
La filosofía contemporánea prosiguió dicha discusión de manera extremista. Desde el nihilismo romanticón de Nietzsche hasta el positivismo cientificista, la burguesía ha buscado su esencia ética para justificar su concepto de mundo: un mundo en donde cada cual hace lo que quiere sobre los demás sin ninguna mediación social.
El descubrimiento del ADN y de las determinaciones de los genes sobre la configuración de la vida, han sido el último y más eficaz intento por encontrar una ética burguesa que se legitime científicamente: los genes nos hacen ser así.
El gen egoísta, el gen competitivo, el gen emprendedor y el gen de la iniciativa. Todo un panteón genético para justificar la explotación capitalista.
En realidad, no existe la certeza metodológica para asegurar que determinadas estructuras genéticas inciden necesariamente sobre ciertas tendencias conductuales.
No existen formas concretas de comprobar que realmente los genes estructuran una naturaleza humana determinada (que “habría ido evolucionando”), y no hay manera de no considerar esta intentona normativa como mera especulación legitimante y propagandista.
Pero para la conciencia crítica esta situación nos revela la verdadera esencia ética que ha movido a los burgueses, pues en esta situación se hacen visibles a la luz los procedimientos de las justificaciones capitalistas.
La naturaleza del capitalismo no es más que la ciencia, la razón técnica, las formas enajenadas del conocimiento que se reifican en la separación entre sujeto y objeto.
El proyecto ilustrado hecho realidad y dominación, la jaula de hierro de la burocratización creciente, de la racionalidad desplegada como espíritu de la sociedad.
La naturaleza del capitalismo está en la fe de que la ciencia es la última palabra de la verdad.
El ocultamiento de una posible autoconciencia de las relaciones sociales tras la fachada de una supuesta naturaleza humana, todo esto a pesar de la enorme evidencia de lo contrario que nos da constantemente el desarrollo de la técnica.
La exterioridad del conocimiento, la razón del hombre enajenada por lo “natural”. Una ética cuyo carácter ineludible lo garantiza su conocimiento científico.
Quizás estamos en frente de la única naturaleza que los burgueses no quieren cambiar: la naturaleza del hombre. Todo esto mientras se exploran nuevas galaxias y se despedazan los recursos de la tierra.
Mas todo esto se legitima aparentando no tener un pronunciamiento sobre lo que es el bien o sobre lo que es el mal (ético-filosófico), sino más bien exteriorizándolo al juez “imparcial” de lo natural.