La reconstrucción y el proceso constituyente de un nuevo Chile. Palabras para una oposición desde y para las mayorías

Resulta adecuado a estas alturas, ya pasadas 4 semanas de la catástrofe que nos golpeó en varias regiones de nuestro país, plantear un debate de más mediano y largo plazo sobre algunas cuestiones en torno a la reconstrucción y el escenario político presente

La reconstrucción y el proceso constituyente de un nuevo Chile. Palabras para una oposición desde y para las mayorías

Autor: Wari

Resulta adecuado a estas alturas, ya pasadas 4 semanas de la catástrofe que nos golpeó en varias regiones de nuestro país, plantear un debate de más mediano y largo plazo sobre algunas cuestiones en torno a la reconstrucción y el escenario político presente.

Obviamente es el Gobierno de Piñera y su coalición quien tiene la iniciativa política y la capacidad de movilizar los recursos del Estado en función de las decisiones que va tomando, teniendo el poder mediático como gran aliado y una Concertación corroída, a la baja, como facilitador.

Por tales razones, en primer momento la ciudadanía más descontenta con la política actual, esa que en las elecciones pasadas o bien optó por las candidaturas fuera del esquema binominal o bien continuó en su posición de exclusión electoral autogenerada y condicionada por el marco institucional, esa ciudadanía, golpeada además por la dureza de la catástrofe y el shock y sus consecuencias a lo largo de los días, cuenta con pocas formas de organización o articulación de una alternativa, como resulta obvio y medianamente esperable dado el contexto político en que hemos estado inmersos el último tiempo.

Así las cosas, el tema que nos debería convocar sería el cómo seguir madurando un proceso constituyente, creciente, desde y para las mayorías, que impulse un nuevo orden político en nuestro país, que reinvente las condiciones de desarrollo, que mire y actúe en las perspectiva de creación de una política democrática y democratizante que supere sustancialmente la democracia restringida y de contenidos mínimos.

Lo nuestro debe ser una democracia con contenidos pensados en ser caminos hacia los mayores óptimos posibles, contenidos democráticos, ciudadanos, promovedor del bienestar y la felicidad de los más, y que encaminen y allanen paso a su capacidad para ser gobierno y participación social creciente en los asuntos que nos atañen a todas y todos.

Es decir, la dirección opuesta a lo que nos llevaron algunas decisiones de los anteriores gobiernos (lamentablemente, los que constituían el perfil estructural y central del modelo, más allá de sus correcciones), y que constituyen, como era esperable y ha quedado más que claro estas semanas, la definición misma del gobierno recientemente asumido.

Las manifiestas y a veces escandalosas dificultades en el proceso de nombramiento de las autoridades de Gobierno, o el perfil elitesco, empresarial, tecnócrata y conservador de la totalidad de ellas, o las primeras medidas frente al escenario de catástrofe, ampliamente privatizadoras y privatistas, proempresariales, y con anuncios de ajustes que vienen a constituir algunos grandes pasos atrás en las ya muy exiguas e insuficientes conquistas y avances sociales tras la dictadura, parecen ser el carácter claro e indiscutido del Gobierno de Piñera.

Si un tiempo atrás se podía pensar en que el gobierno electo tendría alguna política social marcada por cierto populismo empujado sobre todo por los ejes programáticos de la UDI y su apuesta política por los sectores más deteriorados y pobres de nuestro país, y también, una limitación al avasallamiento tecnócrata empujado por Piñera, hoy en día más bien lo que cabe es preguntarse cómo irá manejándose una relación interna a la coalición gobernante que será tensa y conflictiva, cuestión bastante agravada por las consecuencias económicas de la catástrofe.

El tema del alza en los impuestos a las grandes empresas y riquezas del país lo ilustra de manera ejemplar, y el altercado verbal entre el CEP y los grandes grupos empresariales que le dan sustento y resonancia por un lado, y Hinzpeter por el otro, muestran un tipo de disputa que se repetirá una y otra vez durante estos años.

El gobierno sabe que cuenta con escaso margen de maniobra y cree actuar en consecuencia a eso, pero también lo hace desde una lógica de administrar y actuar en la coyuntura que repite como acto reflejo su experiencia y aprendizaje venido del mundo privado y de los grandes grupos económicos del país, y el hecho de su pertenencia familiar a esos núcleos de poder y patrimonio sólo agravan la complejidad de ser gobierno y elite dominante a la vez.

Las ya innumerables vinculaciones gobierno-mundo empresarial que han venido saliendo a flote, o, para ir a un caso grotesco, las declaraciones de un gobernador de una provincia con alta presencia mapuche diciendo que la problemática creciente en esas regiones se solucionaría como un problema de «atención al cliente» a resolver por «ejecutivos de cuenta», dan muestras de las dificultades de actores políticos poco acostumbrados a pensar el mundo y el país desde una lógica menos mercanitlista y unidimensional.

En sus definiciones estratégicas del nuevo gobierno, parece ser una decisión ya tomada el optar por opciones macroeconómicas que continúan la senda de la ortodoxia neoliberal que nos ha gobernado las últimas décadas, encontrando en la situación de «reconstrucción» una excusa rápida para desmantelar o relativizar el impulso en protección social en algunas materias que logró instalar sobretodo el último gobierno concertacionista.

Así, los recortes a los presupuestos regionales y en Educación, la negativa a reingresar los dineros del fondo de estabilización del cobre, o el rechazo a priori a plantear alguna forma de utilización de los enormes recursos captados en los fondos de pensiones privatizados, van delineando un camino de decisiones difíciles y complejas de tomar para un gobierno que también sabe (o debería saber) de las fragilidades de su carácter «mayoritario» y de las expectativas ya creadas en torno al cambio y la alternancia que viene anunciando la derecha hace años: aunque la oposición social y cultural no cuente con instrumentos político-partidarios para hacerse sentir, no es poca, y el aproximadamente 29 por ciento de los mayores de edad de chilenas y chilenos que votaron por Piñera tampoco son una garantía de gobernabilidad y estabilidad política para Piñera y el conglomerado gobernante.

Por otra parte, en unas tres semanas agitadas y de varios episodios generados desde esfuerzos opositores difíciles de determinar con precisión, se han visto las primeras características y procedencias de un nuevo tipo de oposición en el mapa político que se va delineando: el gobierno ha debido retroceder en algunos casos ante ciertas denuncias de medios de comunicación alternativa y las múltiples redes de comunicación vía internet, cosa que debiera llamar nuestra atención y a convocar a fortalecer tales medios y difundir lo más públicamente todo acto de retroceso social que exprese el nuevo gobierno: una contraloría social y mediática activa y fiscalizadora de los actos gubernamentales.

En contraste con la poca capacidad de responder y reaccionar políticamente de lo que sería la oposición eventual de la Concertación y sus personeros (que siguen expresando y reproduciendo la política añeja que nos llevó a un gobierno de derechas), la ciudadanía activa y sus organizaciones, movimientos, y medios de comunicación, deben ir construyendo su propio poder e incidencia, y, porqué no, ir construyendo una nueva oposición más clara a la dinámica de desigualdades y privatizaciones a la que nos hemos acostumbrado.

Y eso nos debiera poner en el camino de un programa más constituyente de un nuevo país que de reconstrucción de lo que estaba hasta antes del 27 de febrero recién pasado.

Tanto las expresiones de descomposición social y cultural como los casos de injustificables falencias organizativas del aparato estatal y militar del país, proceden de las mismas causas, aunque la mirada oficialista y hegemónica intente separarlas y mantenerlas como asuntos de distinto grado de gravedad y origen: aquí hay una mirada y una forma de ser gobierno que, aunque ahora de manera más exhacerbada y extrema, ha estado dominando las últimas décadas en nuestro país, y el remediar y superar tales aspectos debiera ser un asunto que desborda con creces el concepto de «reconstrucción».

Como siempre, las respuestas solidarias y generosas de muchas y muchos, las iniciativas de organización social y de acción autónoma y desinteresada, y la voluntad transformadora de quienes las impulsan, son y serán la mejor expresión de un proceso constituyente que genere un país mejor para todas y todos quienes vivimos en este pedazo de tierra llamado Chile.

Una «reconstrucción» no es suficiente, aunque la urgencia que viven cientos de miles de compatriotas, quizás millones, la tendrá como principal tema en los tiempos que vienen.

Un acercamiento al programa político «progresista»: contenidos, conceptos, complejidades y críticas

Aporto con estas líneas sobre el término progresista que tanto ha estado en el tapete público de nuestro país, sobretodo en los últimos años y la reciente elección presidencial, y que es parte de los debates y propuestas que están siendo formulados a partir de la construcción de una nueva fuerza política que estamos construyendo desde las fuerzas y organizaciones que participamos de la campaña presidencial de Marco Enríquez-Ominami.

En especial, estas líneas intentan aportar con un abordaje propositivo y crítico a la vez, sobre el término “progresista”, que lidera las votaciones sobre el nombre de la fuerza que estamos construyendo (votación aquí: http://www.chilecambio.cl/participa-y-vota/encuestas/).

Sobre la naturaleza política del «progresismo» se ha escrito mucho y desde distintos matices acerca de sus contenidos: democracia, ciudadanía, estado, política, modernidad, progreso… aquí un breve y esquemático acercamiento a este debate político e ideológico actual:

I. Puntos básicos del programa progresista y algunas nociones básicas asociadas a sus contenidos:

-Una concepción de la democracia que supera la visión «procedimental» de ella: la democracia no es sólo una procedimiento de elección de autoridades gubernamentales, no es un aspecto formal de cómo designamos a nuestros representantes, es un esfuerzo del colectivo de la sociedad por darse una organización que procure el mayor desarrollo de todos sus miembros, de su forma de producir, de vivir, de relacionarse.

La democracia es una práctica social, un conjunto de relaciones sociales democráticas extendidas por el conjunto de la sociedad, de diverso tipo, espacio de acción, área de incidencia. Entendida así, la democracia es tanto medio como fin, tanto meta como camino.

-Tal democracia supone y tiene su base en una ciudadanía basada en derechos y en amplias posibilidades y herramientas de participación política y social.

Tal cuestión posibilita un esfuerzo de mejoramiento social que sin la participación ciudadana sería imposible, con miras no sólo a aumentar una igualdad de oportunidades, sino que también a niveles básicos crecientes en igualdad de resultados.

-Una herramienta insoslayable, aunque en ningún caso la única, para lograr esos objetivos, está en la acción de un Estado fuerte y con capacidad de incidencia sobre los asuntos estructurales y estructurantes de la sociedad.

Una fortaleza que no significa necesariamente su hipertrofia o crecimiento excesivo, sino que amplíe el espacio de lo público y común, y que garantice que las legítimas actividades particulares no contravengan el bienestar y el progreso general.

-La construcción de un Estado que puede emprender esa tarea de manera efectiva es, de por sí, una tarea específica de la transformación social, y de las más relevantes.

Las poderosas críticas que se la han hecho al carácter del Estado, a sus formas burocratizantes y verticales, tienen plena vigencia y aplicación en el contexto actual, por mucho que a ratos aparezca como una contención a las fuerzas del mercado, tan potentes en la actualidad de un capitalismo desenfrenado.

Esa construcción de un nuevo tipo de Estado es lo que deben pretender ir encarando, como especial tarea, las organizaciones y fuerzas políticas que intentan dar una racionalidad colectiva, una expresión de poder colectivo, a los anhelos y esfuerzos sociales que quieren un mundo mejor en clave progresista.

– En ese marco, la reivindicación de la política y su apropiación por las mayorías es central tanto como propuesta como práctica concreta a realizar en todo momento y lugar, y tanto dentro de nuestras organizaciones como desde ellas hacia el conjunto del campo social.

En otras palabras, la promoción de la política como instrumento y campo de acción para las transformaciones que anhelamos impulsar hacia una sociedad más democrática, inclusiva, y propiciadora del bienestar y la felicidad de las mayorías.

II. Problemáticas y críticas asociadas a la noción de progreso y al progresismo:

-La noción de progreso se opone a la de conservación, y por tanto el del progresismo al de conservadurismo.

La voluntad política que anima a todo progresista sería, por tanto, la superación de lo establecido, lo dado, la herencia del pasado, la revisión constante de lo establecido como norma y normalidad.

Sin embargo, tal cuestión que parece tan elemental deja abierto dos flacos abiertos: la pertinencia de mirar el pasado como una herencia de la cual sólo cabe «cambiar» y rechazar, y el carácter neutral del cambio o transformación, que bien puede ser más un retroceso que un avance social.

-Lo anterior dirige la mirada hacia la noción misma de «progreso». Tal palabra tiene su formulación en el contexto de las revoluciones burguesas y liberales asociadas al desarrollo capitalista y la expansión de occidente a lo largo y ancho del planeta en los últimos siglos.

En su formulación clásica se la vio como un avance histórico lineal y progresivo, desde la barbarie de los inicios del ser humano, hacia la civilización impulsada por el occidente europeo en los últimos siglos.

-Por tales motivos, desde hace un tiempo ya, e incluso desde el mismo occidente, se le critica a tal noción su eurocentrismo y “linealidad”, pues el carácter contradictorio y también destructivo de la llamada modernidad ha arrojado innumerables pruebas de la tensión interna de la noción de progreso.

En efecto, avanzamos hacia alguna parte, pero no tenemos certezas de que ese lugar hacia dónde avancemos sea de mejoría y buen vivir para la Humanidad y la vida sobre el planeta que vivimos.

-Lo anterior trae como consecuencia el rango quizás excesivamente amplio y abierto que tiene la palabra progreso y el programa político que se puede asociar al “progresismo”.

Tal término ha sido usado por corrientes y fuerzas políticas que van desde algunos partidos anteriormente identificados con la socialdemocracia europea (el PSOE español, el Laborismo inglés, etc.), las fuerzas ubicadas “a la izquierda” del Partido Demócrata que apoyan a Obama, hasta algunas fuerzas en nuestro continente, en especial en el Cono Sur, desde el sector progresista de la Concertación chilena, el Frente Amplio uruguayo, el Partido de los Trabajadores brasileño, y el conglomerado que sustenta a los gobiernos de Kirchner y Cristina Fernández en Argentina.

-La critica e intento de superación de tales limitaciones han sido formuladas desde distintas perspectivas, como las propuestas de los nuevos movimientos sociales y las experiencias y saberes asociados a ellos, la construcción de redes de debate y acción «altermundista» desde donde se critica fuertemente el devenir real de la modernidad y su progreso, y las consecuencias sociales, culturales, económicas y medioambientales de su avance.

Tal cosa, en especial relación con el carácter eminentemente catastrófico del desarrollo del panorama mundial durante buena parte del siglo pasado y del presente.

-Especial fuerza ha tenido, en ese sentido, el desarrollo de movimientos sociales y políticos en lo que podríamos llamar como Sur del continente americano.

Aquí, aunque en muchos casos se ha adoptado el término de «progresista» por parte de esfuerzos políticos en curso (especialmente en el Cono Sur y Brasil), el tenor general en que parece moverse la reflexión social, política, e intelectual, es hacia una crítica al eurocentrismo y el carácter neutro de la noción de «progreso» y de la misma “modernidad”.

Variadas experiencias convocan a «un mundo donde quepan todos los mundos», o a construir un «buen vivir», o la «autonomía» como ideario y práctica de emancipación colectiva, o un «socialismo para el siglo XXI», una «revolución ciudadana», un programa «nacional-popular» o de “desarrollo endógeno”, o el mismo rescate y recuperación de las culturas y de los pueblos originarios, todas fórmulas programáticas que, sin rechazar el término «progresista», lo enmarcan como uno más de los componentes de una política transformadora en el inicio de este nuevo siglo, en una constelación de términos que van complementándose en la política transformadora presente en nuestros países.

III. Conclusiones tentativas de estas líneas:

Todo lo anterior permite señalar, como conclusión tentativa, que el desafío político que tenemos desborda con mucho el esfuerzo por un «progreso» a secas: es crucial abordar nuestros desafíos políticos desde perspectivas múltiples y con pluralidad de términos y conceptos con los cuales identificarnos, donde la idea de progreso, si bien es parte de nuestra identidad política, no se basta a sí misma, tanto por su insuficiencia, como por el rango abierto y neutral que pueden tener políticas progresistas debido a lo anterior.

Creo que es relevante, para identificar y caracterizar bien nuestros esfuerzos en marcha, el marcar diferencias con otras políticas y tenencias que se han impulsado bajo la idea de “progreso”.

Si usamos el término “progresista”, tal cosa nos coloca en una disputa política e ideológica con esos otros abordajes a tal término, con los que, en algunos casos, tenemos diferencias de diverso tipo, algunas de ellas bastante grandes y difíciles de superar.

Sólo así, podremos asociar al “progreso” como un mejoramiento real, y no sólo una versión más de las políticas que profundizan modelos de sociedad irreflexivos y entregados a una racionalidad moderna pero de consecuencias negativas para la vida humana y el planeta en que vivimos.

Por Héctor Testa Ferreira

Movimiento Surda, integrante de los equipos forjadores del referente político en formación generado desde la candidatura presidencial de Marco Enríquez-Ominami

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