Un vallado metálico de tres metros de altura impide hoy la presencia de indígenas mbya guaraní, que durante seis meses habitaron la plaza Uruguaya para reclamar su derecho a la tierra. Los espacios públicos han polarizado la opinión de la población paraguaya, entre quienes exigen seguridad y quienes reclaman su uso ciudadano.
De repente, una mañana se hace velorio de un barrio, de una ciudad, de un país: a principios de año la Policía Nacional de Paraguay madrugaba para desalojar por la fuerza a indígenas mbya guraní de uno de los rincones con más solera del país, la plaza Uruguaya. Cuatro meses más tarde, la misma Policía custodia con celo la segunda fase de los trabajos de remodelación y mantenimiento que florecen en el mismo espacio público, que ahora luce un enrejado a lo largo de todo su perímetro. La Uruguaya es la metáfora de un Paraguay fragmentado física y socialmente.
La historia divide a los vecinos del corazón capitalino: quienes exigen seguridad y quienes reclaman el uso ciudadano de los espacios públicos. Los unos y los otros. El nosotros y el ellos hecho diferencia. Entre ambos se cuela una estructura metálica que ni siente ni padece. Separa. “En lugar de asumir y buscar colectivamente soluciones de fondo a las necesidades ancestrales de nuestros pueblos originarios, simplemente optamos por echarlos como a perros, los ocultamos bajo la alfombra y levantamos una muralla de rejas para que dejen de ensuciar y afear nuestra ciudad”, escribía en su columna de opinión el periodista de Última Hora, Andrés Colmán.
La historia de la plaza Uruguaya está sazonada de hitos históricos. Fue en 1884 cuando Uruguay, a cargo del general Máximo Santos, devuelve a su vecino los trofeos de la Guerra de la Triple Alianza, que unió a Uruguay, Brasil y Argentina frente a Paraguay, que terminó perdiendo gran parte de su territorio. La hasta entonces llamada plaza San Francisco cambiaba así de nombre, en señal de amistad con el país limítrofe.
Desde aquella fecha, cuentan los mayores del lugar, ha sido algo más que un lugar de esparcimiento y descanso, mucho más que el sitio donde comer chipa y tomar tereré, dos de las tradiciones más arraigadas en el país. De la Uruguaya han partido innumerables marchas cívicas de protesta, como las del fatídico marzo paraguayo, cuando en 1999 murieron asesinados siete manifestantes contra el entonces presidente Raúl Cubas.
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EL TESTIGO MUDO
En el centro del ágora y con renovado aspecto tras una reciente mano de pintura que forma parte de la las obras de conservación, la estatua del prócer José Gervasio Artigas, héroe de los procesos independentistas, es un testigo de excepción de la intrahistoria paraguaya. Incluidos los recientes desalojos indígenas, que Colman tacha de “explosión de intolerancia y racismo”.
Los mbya guaraní hicieron suya la plaza Uruguaya por más de seis meses. Acamparon en el centro histórico de la capital para reclamar su derecho a la tierra, en concreto, la compra de casi 8.000 hectáreas en el distrito de Unión, departamento de San Pedro. Pero los intereses políticos y económicos que se esconden tras la sobrevaluación de dichas tierras hasta en un 63 por ciento de su valor real han perjudicado su causa a ojos de los capitalinos, que han leído cómo la prensa reflejaba el oportunismo de líderes y caudillos indígenas.
Preguntar en el barrio por lo sucedido suele tener una reacción similar: “No podían quedarse a vivir aquí por meses, habitando precariamente unas tolderías urbanas y privándonos de nuestra plaza”, responde una de las vecinas, convencida de que su desalojo y la posterior instalación de las rejas eliminaría “el mal olor y la inseguridad que se ha instalado en la zona”. No sorprendía ver, en época de ocupación, cómo los vecinos rodeaban la plaza en vez de atravesarla por su interior camino del trabajo.
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LA URUGUAYA HOY
Pasear hoy por la plaza Uruguaya es hacerlo entre operarios y obras, cemento y tierra levantada. El vallado añade su toque metálico a la escena. La estampa de los indígenas recostados a ras de suelo sólo se repite ya de vez en cuando y en uno de los costados de la plaza, donde un soportal de la antigua estación de ferrocarril da cobijo esporádico a los que osan acercarse hasta las inmediaciones. El ambiente es notablemente distinto tras el desalojo forzado, lógico por otra parte cuando se ha levantado un campamento de más de un centenar de personas que madrugaba y trasnochaba, cocinaba y jugaba, con lo puesto, en un espacio reducido y expuesto al insuficiente alivio de una fuente, improvisada ducha, que era el lugar predilecto de los más jóvenes cuando el sol amenazaba con ahogar las nubes e incendiar la tierra de la calurosa Asunción.
Las obras también han llegado al par de librerías ubicadas en el interior de la plaza, que en su caso sí han podido evitar el desalojo (se especuló con su desmantelamiento para una completa renovación) y, de hecho, son parte del nuevo plan de reordenamiento y mejoramiento de espacios públicos, que busca fortalecer entre otras cosas la lectura en las plazas. “Ellos no sólo son comerciantes sino agentes de la cultura”, explica el intendente de Asunción, Arnaldo Samaniego.
La definición cultural de quienes se han posicionado contra el desalojo y posterior enrejamiento es muy distinta: plantar árboles donde ahora sólo crece el metal de una valla, instalar bebederos, y habitar el espacio con música, arte, asambleas y nuevas marchas. Durante el proceso de instalación de la verja se formó la Asamblea Popular Permanente que, todavía en activo, convocó en sus momentos de apogeo hasta 300 ciudadanos, entre ellos el cantautor Alberto Rodas: “Ningún muro va a detener al pueblo paraguayo”. Para todos ellos, el cercado que escolta hoy a la plaza Uruguaya boicotea el uso ciudadano de este espacio público.
El gobiernos del presidente Fernando Lugo, que días antes había autorizado la instalación de un logotipo de una conocida marca de refrescos en una plaza aledaña, recibió la siguiente misiva: “El enredamiento de la plaza Uruguaya trae aparejado el mecanismo de ocultamiento de varios problemas sociales, la exclusión de las personas pobres de los espacios públicos, los procesos de cierta modernización del centro de la ciudad liderada por empresas privadas y transnacionales con su modernidad de consumo, y los históricos silencios sobre la usurpación de tierras urbanas destinadas a espacios verdes-públicos. Desnuda que en Paraguay por mucho tiempo lo público se entendió –y quizá se entiende aún- como botín de unos pocos, como espacio a usurpar, como propiedad privada de quien gobierna”.
Por J. Marcos
Publicado por Otramérica