Por Boaventura de Sousa Santos
Decía Primo Levi que cada época tiene su fascismo. ¿Cuál es el fascismo de nuestra época? Defino fascismo como la condición sociopolítica de concentración de capital que, sin control democrático, legitima la total indiferencia por la humanidad del otro. El fascismo, por tanto, es un fenómeno propio de las sociedades capitalistas. He venido distinguiendo entre fascismo social (cuando un grupo social tiene el derecho de veto sobre la vida de otro grupo) y fascismo político (un tipo de régimen autoritario). Hoy pienso que estamos avanzando hacia ensamblajes fascistas en los que se combinan componentes anteriormente distintos (culturales, económicos, sociales y políticos). El fascismo de nuestra época presenta las siguientes caras: neodarwinismo social, religión política, extrema derecha tradicional, guerra jurídica, individualismo acidioso. Cualquiera de ellas es compatible con la democracia, siempre y cuando esta no sea mucho más que un juego de apariencias.
Neodarwinismo social. El neoliberalismo, como política económica, es un dispositivo de concentración de riqueza mediante transferencias de recursos de las clases pobres y medias a las clases altas a través de la reducción de las libertades propuestas por el liberalismo a la libertad económica. Como política social, el neoliberalismo se manifiesta como un neodarwinismo social: sacralización de la autonomía individual en paralelo con la negación de las condiciones para ser verdaderamente autónomo, lo que lleva a defender la incapacidad del Estado para mitigar la desigualdad de oportunidades; glorificación del orden, de la seguridad y de la tranquilidad, garantizadas por la represión policial y el encarcelamiento masivo de los descontentos o inconformistas; conversión de la riqueza y del poder económico en criterios privilegiados de dignidad humana; la cooperación y el altruismo se consideran antinaturales; los medios son siempre más contingentes y desechables que los fines; la producción de muerte es un daño colateral en la lucha por el éxito o el poder.
Religión política. El nazismo, el fascismo y el propio comunismo soviético o chino han sido considerados por algunos de sus ideólogos y opositores como religiones secularizadas. En el sentido aquí propuesto, la religión política es la conversión de un credo religioso convencional en una ideología política anti secular y antipluralista. Esta conversión radica en la movilización de la creencia, de la fe y del ritual religioso para crear una comunidad de elegidos cuya misión es salvar a la humanidad de un apocalipsis amenazador e inminente. Esta conversión puede o no estar asociada a ideas de superioridad racial o de pueblo elegido, pero su vocación es siempre antidemocrática. Cuando domina el Estado, tiende a transformarse en una teocracia. La religión política se presenta en la actualidad en tres versiones principales: el neopentecostalismo, el sionismo y el islamismo radical.
Aunque el término es controvertido, el neopentecostalismo surgió de una «renovación carismática» del protestantismo, sobre todo en Estados Unidos; y, bajo su influencia, se expandió por toda América Latina, en especial desde finales de la década de 1960. Siendo un fenómeno heterogéneo, sus manifestaciones predominantes se caracterizan por la fuerte inversión emocional de los creyentes (trances y glosolalia), la idolatría de la prosperidad económica y la culpabilización individual de la pobreza, una concepción empresarial de las iglesias (la plusvalía sagrada convertida en megaiglesias multinacionales) y una acción política activa de tendencia conservadora y ultraconservadora, especialmente a través de la creación de partidos religiosos, del proselitismo homófobo y sexista, y de la demonización de las políticas de izquierda, convertidas en fantasmas del comunismo, es decir, de la perdición apocalíptica. Financiado por organizaciones ultraconservadoras e incluso de extrema derecha, el neopentecostalismo, cuando no rechaza la democracia, la concibe de manera instrumental: la acepta en la medida en que puede ponerla al servicio de su «misión».
El sionismo nació como un movimiento judío nacionalista (el primer congreso sionista se realizó en Basilea en 1897, con Theodor Herzl como inspirador). Su objetivo fundamental era establecer un Estado judío en Palestina, brindando así un refugio seguro para los judíos, históricamente perseguidos a pesar de (o por) ser considerados el pueblo elegido. La ideología política original era predominantemente socialista (sionismo laborista) y era muy minoritaria dentro del judaísmo, siendo criticada tanto por la izquierda judía (bundistas) como por la derecha (ortodoxos y ultraortodoxos). El holocausto produjo un cambio ideológico profundo en el sionismo. Y la construcción del Estado de Israel mediante la expropiación de los palestinos, y todo lo que ha seguido hasta hoy, muestra en qué medida el sionismo se transformó en un movimiento de derecha y extrema derecha. Este cambio ideológico encontró respaldo no solo entre fuerzas políticas judías, sino también entre fuerzas convergentes, incluido el sionismo cristiano, con gran poder económico, principalmente en Estados Unidos. Desde el horror del holocausto hasta el horror de Gaza, hay una diferencia estadística que, por usar una expresión de Hannah Arendt, nunca resulta decisiva frente a la «sacralidad de la vida». Las ideas de privilegio ontológico, ya sea la del pueblo elegido o la de la superioridad de la raza aria, cuando se convierten en ideario político, tienden a las «soluciones finales» para los enemigos.
El islamismo radical o fundamentalista es una versión del islam basada en el rechazo a la cultura occidental y al colonialismo e imperialismo que la difundieron en el mundo islámico desde el siglo XV (sin contar la época de las cruzadas) hasta nuestros días. Internamente muy heterogéneo, se manifiesta generalmente por un profundo anticolonialismo, el rechazo del secularismo y la aplicación de la ley islámica (sharia) tanto en el ámbito privado como en el público. Su expansión en los últimos cien años surge del fracaso de la izquierda secular y de los movimientos liberales nacionalistas considerados cómplices de las frustraciones del desarrollismo, el secularismo y la modernización promovidos por los países capitalistas occidentales y el reformismo islámico. El islamismo radical es un fenómeno de las sociedades capitalistas, como resistencia contra la modernidad occidental y contra el capitalismo, aunque algunas de sus versiones (el wahabismo en Arabia Saudita) conviven con las formas más depredadoras del capitalismo. En su versión política más radical, aspira a ser una teocracia que sólo admite formas muy truncadas de pluralismo y democracia. Es patriarcal y reprime al propio feminismo islámico.
Extrema derecha tradicional. Es heredera del fascismo y del nazismo de la primera mitad del siglo XX. Tras la derrota histórica de estos regímenes políticos, permaneció como ideología y práctica de pequeños grupos, a veces clandestinos, con actos criminales de carácter racista y xenófobo. En los últimos quince años ha tenido una notable expansión, en gran medida debido a la crisis de la socialdemocracia inducida por el neoliberalismo, la globalización auto(des)regulada del capital financiero y el aumento de los movimientos migratorios. Al igual que el fascismo y el nazismo, la extrema derecha tiene una concepción instrumentalista de la democracia, que ve como un medio para ascender al poder. Una vez en el poder, no lo ejerce ni lo abandona democráticamente, como quedó claramente en evidencia en los casos de Donald Trump y Jair Bolsonaro. Es nacionalista, racista y xenófoba, pero acepta la globalización neoliberal, por lo que tiende a ser financiada por el gran capital, tal como pasó con Hitler.
Guerra jurídica. Esta cara del autoritarismo fascista es la más reciente y está en contradicción con el intento opuesto de los gobiernos conservadores de limitar la independencia de los tribunales (Polonia, Hungría, Israel). A partir de la década de 1970, ocurrieron dos cambios en la teoría democrática que, en general, apuntaban a eliminar la capacidad de la soberanía popular para poner límites a la acumulación capitalista. Este debilitamiento de la democracia puede parecer extraño, ya que fue en esa década y en la siguiente cuando muchos países pusieron fin a dictaduras y adoptaron regímenes democráticos (Portugal, España, Grecia, Brasil, Argentina, Chile). Lo cierto es que todos ellos tuvieron que afrontar dos cambios en curso. El primero consistió en eliminar la idea de que la democracia presupone condiciones económico-sociales para funcionar eficazmente. En vez de eso, la democracia, entendida en la versión liberal menos densa (derechos cívico-políticos), se convirtió en la condición para el desarrollo socioeconómico. El segundo cambio consistió en una manipulación compleja e insidiosa de los órganos de soberanía para liberar la gobernanza del control democrático efectivo.
Esto ocurrió en dos fases. La primera consistió en transferir el poder político real del parlamento al poder ejecutivo, considerado menos vulnerable a la presión ciudadana popular. La segunda fase consiste en transferir el poder real del ejecutivo al poder judicial, el órgano de poder más inmune al control y la presión democráticos. Este cambio tomó principalmente la forma de “golpes suaves”, llamados así porque aparentemente ocurrieron dentro de marcos constitucionales, para sacar del gobierno, por medios judiciales, a fuerzas políticas potencialmente más hostiles al neoliberalismo (lucha selectiva contra la corrupción). Este cambio se hizo evidente en los golpes de Estado en Honduras en 2009, en Paraguay en 2012, en Brasil en 2016, seguidos de la Operación Lava-Jato. La guerra jurídica, término de origen militar, consiste en la activación agresiva del sistema judicial, no para hacer justicia, sino para neutralizar a los enemigos políticos [1]. Por lo general, implica violaciones del derecho procesal penal y utiliza como arma principal a medios de comunicación hostiles al gobierno. Esta es una forma de fascismo gota a gota.
Individualismo acidioso. La acedia es una condición sociopsicológica de agotamiento emocional, de indiferencia, de renuncia a buscar alternativas gratificantes más allá del cuerpo individual concebido como territorio primordial y del pequeño mundo previsible y reconfortante de las amistades virtuales [2]. El individuo-fortaleza, hecho de debilidad (in)consciente frente a un mundo hostil e irreformable, se vuelve más permeable a las exclusiones defensivas que a las inclusiones arriesgadas, a la preferencia por las minicertezas antes que las grandes dudas, a la claridad del odio contra la ambigüedad de la fraternidad. Puede parecer extraño incluir una condición sociopsicológica entre las nuevas caras del fascismo cuando la acedia no tiene nada que ver con el fascismo en el sentido adoptado aquí. Temo, sin embargo, que esta condición, si se generaliza, se convierta en un terreno fértil de reclutamiento para experiencias de inconformismo y de ruptura antisistémica, aparentemente fáciles y radicales, que anuncian la extrema derecha y los fundamentalismos. Es como si el nuevo fascismo comenzara en lo más íntimo de la condición humana a la que el capitalismo neoliberal y depredador de la naturaleza somete a los individuos. Un auto fascismo.
[1] Dedico un capítulo a este tema en mi libro Law and the Epistemologies of the South, Cambridge University Press, 2023.
[2] Véase mi texto sobre la acedia en el Jornal de Letras, semana del 17 al 25 de enero de 2022.
Por Boaventura de Sousa Santos
Académico portugués. Doctor en sociología, catedrático de la Facultad de Economía y director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra (Portugal). Profesor distinguido de la Universidad de Wisconsin-Madison (EE.UU.) y de diversos establecimientos académicos del mundo. Es uno de los científicos sociales e investigadores más importantes del mundo en el área de la sociología jurídica y es uno de los principales dinamizadores del Foro Social Mundial.
Columna publicada originalmente el 28 de diciembre de 2023 en Nodal.
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