Las tensiones que engendraría una elección dirimida en forma estrecha ya está preocupando a muchos. Por cierto, no es un tema a descartar. Pero es una posibilidad democrática cada vez más recurrente.
Es cosa natural que en un país las miradas ideológicas estén divididas en términos más o menos similares, si las condiciones de vida y las oportunidades se encuentran igualmente repartidas. Por el contrario, si la desigualdad campea, la división debiera ser tajante, con mayorías y minorías respondiendo a sus intereses. Salvo que se trate de sociedades en que la información es manipulada por un solo sector ideológico y los canales de participación se encuentran seriamente obstruidos o son inexistentes. Este último es el caso de Chile. Una estructura económica extraordinariamente inequitativa, canales de participación que pareciera a nadie le interesa estimular y una concentración comunicacional apabullante.
Este es el escenario, aunque no comparto la idea de que la escasa diferencia de votos entre las alternativas que se enfrentan el domingo, vaya a hacer al país ingobernable. El gran desafío vendrá desde otro lado. Será tener la capacidad de llevar a Chile a niveles de desarrollo acordes con lo que está ocurriendo en el mundo. Y eso significa reconocer que no se trata sólo de una cuestión de eficiencia en un mejor emprendimiento, de mayor competitividad, de cuánto crece nuestra economía o de cuán bien se comportan las políticas macroeconómicas. Allí no está el verdadero desafío.
El reto real será asumir que el paradigma cambió. Que la vida hoy se mira de otra manera. Que los planteamientos de Newton y Descartes han sido sobrepasados. Que el pensamiento de Kant ya no responde a los niveles éticos que hoy se requieren. Que mientras más descubrimientos hace la física cuántica, más se acerca al misticismo. Que la institucionalidad religiosa soporta tanto descrédito como los partidos políticos, mientras crece la religiosidad. Que el problema de la formación de la juventud no se resuelve sólo creando más profesionales que serán mal pagados. Que resultará indispensable devolver al trabajo la dignidad que tenía antes de que el trabajador fuera convertido en capital humano. Que el mercado es una entelequia que, en definitiva, obedece a las presiones de quienes tienen más poder. Y eso significa entender también que sus reglas pueden ser revisadas y cuestionadas y su comportamiento controlado por un ente superior que represente a todos, el Estado.
En fin, el mundo cambió. Y los líderes de ahora deberán asumir la realidad de nuevas apuestas valóricas. Habrá que comenzar por redefinir lo que fue la célula básica de la sociedad: la familia. Las soluciones que se requieren no saldrán del remozamiento de lo antiguo. Ni siquiera con ayudas esporádicas en metálico -bonos-, que son necesarias, pero que reflejan una perversa concentración de la riqueza en muy pocas manos. Y para enfrentar todo eso es necesario abrir la mente y, especialmente, el corazón.
Pareciera que ya no basta con la racionalidad. Nadie puede negar lo que hemos avanzado por las anchas autopistas de la tecnología. ¿Quién podría dudar que la ciencia y la técnica nos han prolongado la vida? ¿Pero alguien podría sostener que esa vida agregada será de buena calidad? Son muchos los desafíos, sin siquiera tocar la innovación, que tendrá que convertirse en una herramienta redistributiva y descentralizadora.
Pareciera que hemos llegado a un punto en que la racionalidad no basta. Y quizás si el verdadero cambio es comenzar a dar cabida también a las emociones y al instinto. Reconocernos como seres humanos integrales. Respetando profundamente la diversidad. Volviendo hacia la solidaridad que nos llevó a integrarnos en sociedades, porque aceptamos la imposibilidad de vivir en solitario. Somos gregarios, lo que es la negación del individualismo que hoy nos mantiene al borde de un precipicio.
Todo esto y mucho más trae el cambio que tendremos que enfrentar. Y, aunque no guste, el conservadurismo poco tiene que aportar.
Por Wilson Tapia Villalobos