Que Jacques Sapir me perdone por titular esta parida como él tituló una de sus obras mayores. Las razones no son las mismas, aun cuando el objetivo -poner al desnudo la inconsistencia del neoliberalismo y de las teorías que lo sustentan- sí es el mismo.
En 1994 Roger Penrose, profesor de matemáticas en Oxford, y Stephen Hawkings, profesor de matemáticas en Cambridge, sostuvieron un debate en el Instituto de ciencias Isaac Newton acerca de la naturaleza del universo. Más precisamente sobre la naturaleza del espacio y del tiempo confrontando la visión relativista que defiende Hawkings a la visión cuántica que sostiene Penrose, prolongando así las discusiones que hace más de 75 años confrontaron a Niels Bohr con Albert Einstein.
Este debate está lejos de haber sido zanjado por una verdad aceptable para toda la comunidad científica y aun hay quién defiende la teoría de las cuerdas a pesar de que ella no ha producido ninguna predicción que pueda ser verificada por una observación. El debate a propósito de la gravedad cuántica -y de la teoría cuántica misma-, y sobre la posibilidad de reunir en una sola teoría unificada la relatividad general y la física de las partículas elementales tiene un bello futuro.
Al exponer su punto de vista sobre la teoría clásica Stephen Hawkings afirmó lo siguiente: “Yo adopto el punto de vista positivista según el cual una teoría física no es sino un modelo matemático del cual es inútil preguntarse si corresponde a la realidad”.
Al leer esta frase no pude sino recordar una curiosa afirmación de Milton Friedman relacionada con su forma de ver la economía. En un artículo titulado “The Positive Economics” el inspirador del neoliberalismo a la chilena y distinguido exponente de la tristemente célebre escuela de los “Chicago boys” avanzó la curiosa tesis que sostiene que una teoría no debe ser probada por el realismo de sus hipótesis sino por el realismo de sus consecuencias.
Bernard Maris le respondió a la distancia que eso equivale a plantear la hipótesis de que la Tierra es plana mientras esa hipótesis nos permita andar en bicicleta. E incluso afirmar que la Tierra es hueca como un plato sopero si en el curso de nuestro paseo ciclístico encontramos una pendiente descendente, y nos enfrentamos luego a una pendiente ascendente tan dura como una cuesta del Tour de France.
La “ciencia” económica se desvive por alcanzar la credibilidad de las ciencias duras, lucha y se desvive por asimilarse a las matemáticas, a la física, a la química o a la biología. A los gurúes de la economía les gustaría poder demostrar algún principio de causalidad, encontrar en su pretendida “ciencia” alguna estructura causal como la utilizada en cosmología, en astrofísica.
Para tales gurúes sería mucho más simple poder afirmar que las mismas causas provocan los mismos efectos, o construir teorías y luego probarlas constatando -por medio de la observación-, que se cumplen las predicciones elaboradas sobre la base de dichas teorías.
Desde hace siglos intentan copiar o asimilar el lenguaje sabio de las ciencias duras y construyen una jerigonza incomprensible, un volapuk de iniciados que les maquille en detentores de alguna sabiduría experta y lejana, sobre todo muy lejana de fulano y de perengano, del beocio ignorante, del ciudadano de a pie al cual conviene descolocar hablando doctamente, de preferencia en un inglés macarrónico, de “high yield”, de “spreads” o de “leveraged buy outs”. ¡Imbéciles!
Lamentablemente para los economistas neoliberales eso no es posible. De nada sirve construir modelos cada vez más complejos, cada vez más “perfeccionados”, cada vez más “matemáticos”, cada vez más elaborados y enmarañados. No hay algoritmo posible que reduzca la vida económica a los supuestos, ampliamente falsos, de quienes construyen los modelos matemáticos.
La econometría, lamentable esfuerzo por dotar a la economía de una herramienta matemática, se ha transformado en una suerte de Tarot con ínfulas de cientificidad. Desafortunadamente las dimensiones económicas no se comportan como las geodésicas del espacio-tiempo. Las curvas que penosamente construyen los economistas tienden a comportarse como las curvas discretas en matemáticas: hay puntos ausentes, indefiniciones al acercarse a un límite, ausencia de solución para algunos valores. O para decirlo de mala manera, se comportan de cualquier modo cuando la imbecilidad del economista tiende al infinito.
Lo que me lleva a abordar este tema algo árido para quien no esté familiarizado con la física, con las matemáticas y con la economía, son las ponencias de los representantes de Frei y de Piñera en los Foros y Debates en los que he participado en representación de Jorge Arrate. Organizados por las Universidades, por las Cámaras de Comercio o aun por organismos dedicados al cabildeo que en Chile llaman lobby, tales justas parecen revestir una importancia y una solemnidad que no se le acuerda a las visitas a las poblaciones. De ahí que dichos representantes se hagan un deber de venir armados de un “PowerPoint”, ese torpedo para subnormalitos con los cuales quisieran pasar por ejecutivos top.
El imperio de la “ley” de la oferta y la demanda penetró de tal manera sus cerebros que son incapaces de darse cuenta que esa ley no existe, no es de recibo, no aplica, no resulta, no se cumple. Simplemente porque los mercados que adoran en sus cabecitas irresponsables no existen. Ni pueden existir, tal y como son definidos en las mismas teorías que dicen defender apoyados en curvas y gráficos sin sentido, calculados con los mismos datos de su econometría de dados cargados.
“¿Cómo reducir la congestión del tráfico?” Pregunta el amable auditor de uno de estos debates. Y agrega, como facilitando la respuesta: “¿Por medio del peaje urbano o de la restricción vehicular?”
El representante de Piñera, -la “ley” de la oferta y la demanda en bandolera-, intenta un penoso esfuerzo destinado a demostrar la eficacia del peaje urbano que en su inglés de yanacona llama “road pricing”, pero se confiesa incapaz de fijar un precio para dichos peajes. La buena educación y el respeto al auditorio me impiden soplarle: “La ley de la oferta y la demanda ¡boludo! Ella es la que fija el precio”.
El representante de Frei se embarca en una compleja reflexión en torno al “coste marginal de la inclusión de un vehículo suplementario en el tráfico urbano” y termina por confesar que es imposible fijarle un precio a los peajes.
El representante de Enríquez masculla algo incomprensible que yo asimilo a “no sabe, no opina, no responde”.
Personalmente me permití explicarle al señor que hizo la pregunta que el mejor modo de disuadir la utilización del coche privado reside en construir un sistema de transporte público de calidad, eficiente y barato. Que Santiago es una de las raras, por no decir la única ciudad del mundo en que un privado, -que dispone de patente de corsario-, te cobra por cruzar tu propia ciudad. Que no existe otro ejemplo en el planeta de un peaje obligatorio y sin alternativa para ir al aeropuerto de la ciudad. Que los vecinos de la ciudad de Lyon bloquearon la vía de acceso en la que el alcalde Raymond Barre pretendió establecer un peaje, hasta que tal peaje fue abandonado.
Aprovechando el impulso le dije que durante mi visita a las ciudades medievales del País de Gales, o a Provins en la Bourgogne francesa, me habían explicado que los señores feudales impedían el desarrollo del comercio y de las manufacturas cobrando un derecho de paso sobre sus tierras. En el siglo XVI, o en el siglo XVII. Que el absolutismo monárquico se fortaleció precisamente despojando a dichos señores feudales de tales privilegios. Y que la revolución francesa terminó de una vez y para siempre con la parcelación del territorio imponiendo el libre acceso de todos los productos a todo el territorio. Sin pagar peaje. En 1789.
Que Jacques Sapir me perdone por titular esta parida como él tituló una de sus obras mayores. Las razones no son las mismas, aun cuando el objetivo -poner al desnudo la inconsistencia del neoliberalismo y de las teorías que lo sustentan- sí es el mismo.
Por Luis CASADO