Las reducción de las horas de Ciencias Sociales e Historia impartidas en los colegios, medida anunciada por el jefe del Mineduc Joaquín Lavín, no debiera sorprender demasiado a nadie. En una sistema social como éste, que la mayoría de la gente acepta de buena gana, tiene mucho sentido disminuir el tiempo dedicado a unas materias que ya se habían vuelto superfluas para una población dedicada por entero a la subsistencia, y que considera natural vivir en la más completa ignorancia y desinterés sobre los asuntos cruciales de este mundo.
En cuanto a los profesores, deberíamos preguntarnos por qué les molesta la reducción cuantitativa del tiempo de clases, a la vez que han aceptado casi sin chistar la degradación cualitativa del contenido de esas clases. Es decir, ¿quién ha reclamado hasta ahora porque en los colegios se enseña una Historia banalizada, vaciada de contenido, reducida al absurdo? ¿Quién, durante los quince años de aplicación de la Reforma Educacional, se mostró indignado por el desvanecimiento de toda referencia al antagonismo de clases, por el ocultamiento del conflicto social y material que subyace a la historia mundial del último siglo? Casi nadie.
Casi nadie se quejó por el hecho de que cada momento de ese conflicto fuera presentado como un simple episodio de la historia burguesa. Casi nadie alzó la voz para denunciar esa masiva operación de desmantelamiento de la memoria histórica, llevada a cabo principalmente en las salas de clases y asistida por la televisión (casi todos consideran ambas cosas como «derechos» de los que debemos gozar). Casi nadie se levantó para recordar que la Memoria Histórica es un campo de batalla de la guerra de clases, y que la historia oficial es la historia ideologizada de la burguesía. La verdad es muy cruda y desagradable: mientras los dueños de este país remodelaban la memoria de la población condicionando las percepciones sociohistóricas de los menores de edad, los profesores no tenían nada que reclamar excepto el pago de unas asignaciones prometidas por el gobierno de Pinochet en ¡enero de 1981! El cobro de esas asignaciones no imponibles, que iban del 50% al 90% del sueldo base y que les fueron prometidas a cambio de una moderación del terror que se ejercía contra ellos -el mismo terror que se ejercía contra tantos otros obreros chilenos- , es lo que les ha mantenido ocupados por más de 20 años. Eso, y casi nada más.
Si los profesores tienen memoria, se acordarán de las circunstancias en que les fue prometido ese dinero, y comprenderán quizás que es inútil reclamar el pago de esa «deuda histórica» sin reclamar el restablecimiento de la verdad acerca de ese pasado que conocen de oídas, y del que esa deuda es apenas un dato accesorio. El hecho es que los profesores chilenos insisten en reclamar su Derecho de Herencia sobre un pago prometido hace treinta años, pero muestran muy poco interés en heredar la lucha de clases que obligó al régimen pinochetista a ofrecer ese pago. Quieren el dinero, pero no la sucia memoria de su origen. Quieren que el pasado pague sus deudas, pero no quieren saber nada de lo que ellos le deben al pasado, a esa historia de resistencia proletaria y comunitaria. Por eso, mientras en los últimos veinte años aleteaban por la plata que se les debía a fin de asegurar su ascenso social privado, nunca tuvieron ningún reparo en que esa Historia de luchas, en realidad terrible y actual, se enseñara en las aulas como si fuera una fábula televisiva, un mero preámbulo de este régimen definitivo e insuperable que es la Democracia.
Parece que de aquella Historia marcada por los anhelos de revolución, por la acción colectiva y la identidad de clase, por la violencia y el heroísmo, los profesores sólo recuerdan la plata que se les debe. Mientras se les pague, o se les mantenga ilusionados con la promesa de pago, estarán contentos de ser los portavoces del fundamentalismo democrático y de poder enseñarle a las nuevas generaciones este credo sin memoria.
Se podría aventurar esta hipótesis: a los profesores -especialmente a los profesores de Ciencias Sociales- les molesta que se reduzcan las horas lectivas de su área y se aumenten en su lugar las de Matemáticas, por la sencilla razón de que al ser reducidas esas horas disminuirá la demanda de mano de obra calificada en ese sector, lo cual hará que se incremente la competencia por las horas que queden disponibles, tendiendo así a disminuir el precio de esas horas en el mercado. En una palabra: tendrán que competir más por los puestos de trabajo, y ganarán menos. Por la misma razón, es probable que los profesores de Matemáticas y Lenguaje no estén demasiado molestos por los cambios anunciados.
Es una hipótesis plausible, y que en nada desacredita a los obreros en cuestión. A los profesores, puesto que son obreros asalariados, les interesa por sobre todas las cosas que se les pague un mejor precio por su fuerza de trabajo. Es lo que persiguen todos los obreros asalariados que el mercado pueda ofrecer, y no hay nada reprochable en ello. Lo que sí se puede discutir, es que sea necesario recubrir ese interés con el aura de una buena conciencia que en realidad no existe. En general a los asalariados de la enseñanza, como a todos los demás asalariados, les importa un comino la Historia, les da lo mismo si alguna vez hubo o sigue habiendo lucha de clases, y les tiene sin cuidado conocer y transformar las causas profundas de sus padecimientos y los del resto de la humanidad. En general, lo que a los obreros de la enseñanza les interesa es recibir un mejor precio por la única mercancía que pueden vender en el mercado: su fuerza de trabajo. Al jefe del Mineduc, por su parte, dado que él representa a la clase capitalista compradora de mercancía-fuerza de trabajo, le interesa exactamente lo contrario: crear las condiciones para que el precio de esa mercancía se reduzca al mínimo.
En esto consiste el conflicto que hoy empieza a despertar la inquietud de algunos profesores. Se trata de un conflicto económico, inmediato, básico, banal. Un conflicto que desde luego tiene que ser llevado hasta sus últimas consecuencias, tal como determina la lógica misma de las relaciones de mercado. Ahora bien, si además de este conflicto por el precio de la fuerza de trabajo empleada en los colegios, hay algo más en juego, algo relacionado con la Memoria Histórica de un pueblo que sabe de dónde viene y por qué lucha, eso tendrá que demostrarse en la práctica. Los profesores, como siempre, tendrán la última palabra.
Por Carlos Lagos
Fuente: www.comunizacion.org
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