En una panadería puede haber más que pan, y un panadero puede ser perfectamente un espía. Esta frase, que imaginas en boca de algún paranoico, podía tener mucho de cierta durante la Primera Guerra Mundial. De hecho, un panadero polaco afincado en Moscú se convirtió en el medio utilizado por los espías alemanes para comunicarse entre ellos, con tan sólo mirar y contar las distinas barras de pan que había en su mostrador.
Esta técnica de espionaje, tan sencilla como peculiar, logró pasar desapercibida para el bando aliado. Un método que no tiene que envidiar demasiado a los que emplean los servicios de inteligencia hoy en día, y que forma parte de las estrategias y artimañas que empleaban los espías en la Gran Guerra.
Así lo cuenta la escritora Melanie King, artífice del libro ‘Secret in a Dead Fish: The Spying Game in the First World War’ (‘El secreto del pescado podrido: el juego del espionaje en la Primera Guerra Mundial’, en español) donde explica los inventos más ingeniosos que ayudaron a los espías a pasar información de un lado a otro.
Para saber con todo lujo de detalles lo que planeaba el bando enemigo aparecieron multitud de estrategias. Entre ellas, destaca el aparato que fabricaron los espías alemanes en 1916. El artilugio, llamado Moritz, permitía a los germanos interceptar las conversaciones telefónicas de los británicos.
Para ello, enterraron revestimientos de cobre en el suelo y los conectaron al aparato. Gracias a que el campo telefónico inglés estaba formado por un solo cable, el cobre lograba amplificar la corriente y conseguía que los alemanes escucharan las charlas de los aliados desde sus auriculares. Aún así, los ingleses se percataron pronto de la treta alemana, y en los siguientes meses utilizaron un código e informaciones falsas con las que engañarles.
Todo un ingenio a la altura de la estrategia seguida por el bando contrario. En lugar de cobre, a los belgas y franceses les valió un globo, un despertador y unas cuantas cajas con palomaspara informar a los aliados de los planes del enemigo.
El invento fue de Her Robinson y servía para hacerle llegar a los espías en territorio enemigo las palomas que harían las veces de mensajeras. El funcionamiento era sencillo: en el globo había un armazón de madera atado a un reloj despertador. En cada una de las cuatro esquinas del armazón se hallaba un paracaídas; cada uno de los cuales sostenía una canasta con palomas. El reloj despertador se programaba para que sonara a una determinada hora, y sería precisamente en ese instante cuando se soltarían los paracaídas con la canasta y las palomas. Una vez en tierra, belgas y franceses se hacían con las aves para utilizarlas como mensajeras, enviando así las averiguaciones que habían hecho sobre las tropas alemanas.
Los ingenieros belgas también se aprovecharon del diseño de las locomotoras para enviar información. El bando aliado se sirvió del código morse y del humo que salía de las locomotoras para comunicarse entre ellos a través de la frontera con Holanda. Desde la caja de combustión se controlaba cómo saldría el humo y “corto y largo” se convirtieron en el equivalente de “punto y raya”.
Pero no en todas las ocasiones los espías salieron triunfantes. Varios de los trucos empleados acabaron siendo descubiertos por algún que otro despiste. He aquí el ejemplo de los molinos de viento que en Holanda solían utilizar los alemanes para comunicarse. Aprovechando el movimiento y las paradas de las aspas, lanzaban mensajes en código morse. La treta llegó a su fin cuando dejaron de calcular bien la dirección del viento. Y claro, sin viento, ¿cómo se mueven las aspas?
O el descuido de no saber que no hay sardinas en invierno. Así le ocurrió al espía del bando germano Ludovico Zender, que fingió ser un comercial que vendía el pescado azul enlatado en Perú. Entre los papeles que acreditaban el envío, había detalles de los movimientos navieros británicos en la costa escocesa. A Zender se le acabó la tapadera cuando las tropas inglesas se dieron cuenta de que el invierno no era la temporada propicia para pescar sardinas.
Todos estos inventos contaron con las maravillas de la ingeniería y la pillería de la mente humana. Aunque no siempre los espías necesitaron aparatos o infraestructuras para pasar información de una frontera a otra. En el libro ‘Spies of the First World War’ (‘Espías de la Primera Guerra Mundial’, en español), James Morton habla de cómo los agentes utilizaban las judías para indicar el número de caballos, soldados y armas que transportaban los trenes belgas. Simplemente, obras maestras del ingenio.