Un 4 de mayo como hoy, pero de 1979, Margaret Thatcher asumía el papel de Gran Ministra de Gran Bretaña. Pisando fuerte, ingresaba a primera hora de la mañana por la puerta grande del número 10 de Downing Street, bajo la encomienda de la Reina de conformar un nuevo gabinete ejecutivo.
Su predecesor, Edward Heath, había salido poco airoso de las fricciones con los sindicatos, cuyo poder había ido en aumento desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, en 1945. Su propuesta regulatoria de las organizaciones sindicales, la Ley de Relaciones Industriales de 1971, había sido repelida tras huelgas coordinadas y marchas multitudinarias, toda vez que dicha propuesta del Partido Conservador buscaba limitar los poderes de negociación de los sindicatos. Esto había sido objeto de acaloradas recriminaciones en el Parlamento por parte de los «Tories secos», la fracción más adusta del conservadurismo parlamentario, encabezado por Margaret Thatcher.
Buena parte de la prensa británica -siempre preocupada por las buenas formas y el respeto a los monóculos dorados- había dibujado una narrativa en la que los sindicatos encarnaban una especie de fuerza maligna o regresiva que no se había tentado el corazón en humillar a Heath, a quien se describía como un sujeto grisáceo y yermo.
La década de los Setenta finalizaba en Inglaterra con algunos reveses económicos, aunque en términos generales, podía hablarse de un cierto nivel de equidad económica, precisamente por el peso que los sindicatos tenían para luchar por salarios justos y conseguir liquidaciones altas para los obreros cuando las fábricas los despedían. Pero no todos eran partidarios de esta equidad: algunas décadas antes, Winston Churchil había afirmado con sarcasmo que «Mientras el capitalismo concentraba las ganancias en pocas manos, el socialismo repartía la miseria de manera equitativa».
Thatcher asume
Así las cosas, el escenario estaba listo para que la Dama de Hierro -tal y como la bautizó un el medio soviético Kraznaya Zvezda en referencia a un aparato de tortura usado en la Edad Media- se subiera al ring con la vara desenfundada y arremetiera desde el primer momento contra los sindicatos británicos, dejando claro que no esperaba de las clases trabajadoras otra cosa que autosuficiencia y disciplina ante las condiciones que impusieran los patrones, que eran quienes contaban con todo su respaldo, incluso en materia fiscal. Bajo el mandato de Thatcher, a los archimillonarios británicos no les aligeró el sueño el prospecto de un reparto justo de utilidades o tener que desembolsar en impuestos más allá de cantidades meramente simbólicas.
En cuanto a las empresas estatales y paraestatales, Thatcher no tardó en rematarlas, siguiendo las doctrinas del economista Friedrich Hayek, cuyo libro «Camino de Servidumbre» había absorbido con devoción. Bajo la filosofía de Hayek -uno de los apóstoles del «libertarismo» que hoy predican personajes como Javier Milei-, el papel del estado no estaba en regular los mercados, sino en permitir la «libre competencia», que era el orden natural en que la economía corregía sus desbalances.
Así pues, lo único que a Margaret Thatcher le interesaba regular era el poder político de las clases trabajadoras. Química de formación, con enfoque en antibióticos, estaba determinada a expurgar a su país de sindicatos como quien bombardeara con gramicidina infecciones producidas por escherichia coli.
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Todo ello bajo una promesa de oportunidades para todos y que cualquier obrero con la perseverancia suficiente podía llegar a gran señor industrial. Esta ideología en buena medida se había importado de la propaganda estadounidense, cuyo perfil, aún vigente, ya hacía notar el escritor estadounidense John Steinbeck, quien explicaba la dificultad para formar un auténtico movimiento obrero en su país porque los trabajadores no se veían a sí mismos como tales, sino como «millonarios temporalmente humillados».
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Si bien los clavos de la Dama de Hierro sangraban más a las clases trabajadoras que a los fúcares, supo producir algunos espectáculos que daban cuenta de su inflamado patriotismo, como el envío de portaaviones en 1982 a las Islas Falkland (o Malvinas, para los latinoamericanos) subsecuente a la invasión de dichas islas por el ejército de la dictadura militar argentina. La victoria aplastante de la Marina Real elevó los ratings televisivos, la popularidad de Thatcher y el ego de los británicos, buena parte de los cuáles compensaba psicológicamente la pérdida de sus derechos laborales con la íntima convicción de ser, al menos, siervo del Último Gran Imperio Europeo, el Último Gran Reducto de la Europa Imperial, Gran Bretaña, más auténticamente europea que la moderna Europa. Trace el lector o la lectora el camino desde esta plataforma de identidad nacional hasta el Brexit. Le garantizamos que es un ejercicio interesante.
Bretaña Thatcherista
El periodo de Thatcher fue el inicio de las prendas de diseñador inaccesibles para ajenos al mercado bursátil o al Parlamento; los años de las peores carnicerías en el fútbol británico; el Gran Lustro del Punk y la Primera Oleada Gótica; el Big Bang del trading electrónico que explotó en 1986 en la Bolsa de Londres.
Los sentimientos que en nuestros días despierta el recuerdo de Thatcher son mezclados. El término «thatcherismo» es un oprobio en el flanco izquierdo, pero una divisa de virtud en el derecho. Las aspas de la post-modernidad mezclan en un batidillo las elegías y los reproches hacia este personaje, que bebemos en la malteada de la nostalgia, mientras cerramos los ojos e imaginamos todo el estilo que habríamos acumulado si hubiéramos crecido en el Londres o en el Manchester de los años ochenta.