Por Benjamín Infante, investigador del Círculo de Estudios Sociales de Aysén.
Si en 1818, cuando Bernardo O’Higgins firmaba el Acta de Independencia de Chile, hubiese habido un plebiscito para refrendar nuestra independencia, lo más probable es que dicha propuesta hubiera perdido entre los vecinos de Santiago. Y es que O’Higgins, y de paso toda la logia Lautaro, se habían comprometido con las ideas liberales y republicanas en Londres, podríamos decir, forzando un poco los hechos, que su background cultural era más ingles que latinoamericano.
Las clases populares y los pueblos indígenas estaban más bien comprometidos con el bando realista durante todo el ciclo independentista. En el bando patriota en tanto, desfilaba el peonaje de las haciendas de los señores criollos. La élite criolla no logró convocar a las clases populares hasta que se volvió plausible la promesa de que con ella al mando seríamos todos iguales. El pueblo sería un solo pueblo mestizo y se terminaría con los privilegios que los “pueblos de indios” significaban para la población indígena (quienes gozaban entre otras cosas, con un sistema de justicia paralelo). Recién entonces la clase media alta criolla logró movilizar al pueblo para construir tímidamente la nación chilena.
El factor movilizador no fue la idea de independencia de España, sino la igualdad dentro del territorio entre las distintas capas bajas y sobre todo respecto al indígena que ostentaba mucho poder relativo frente al mestizo. Este desacople entre unas élites constructoras de nación y un pueblo receptivo, es lo que lleva a la historiografía a plantear que en América Latina la conciencia nacional fue inoculada desde el Estado, por lo que el pueblo es escéptico frente a los distintos nacionalismos (Hobsbawm, 2010).
Desde ese proceso original en adelante, todos los procesos de transformación estructural latinoamericanos han sido liderados por clases medias altas que una vez llegadas al centro institucional del poder político, van construyendo la comunidad política que llamamos nación. A diferencia de Europa, en Latinoamérica no tuvimos un movimiento como los carbonarios, que edificaron desde las profundidades del pueblo los sentidos comunes que luego darían forma a los Estados nación que emergen de una lucha a muerte en contra del Antiguo Régimen de los señores feudales y la monarquía.
Así mismo, la falta de otredad lingüística en la frontera, producto de la homogeneidad lingüística heredada de la colonia facilita de la construcción de comunidades con más sentido de uniformidad que las europeas (Hobsbawm, 2010). Para Anderson, la conciencia nacional emerge como producto de la marginación política teniendo poder económico (Anderson, 1993). Nuestra élite de clase media alta que hoy ocupa el centro del poder político institucionalizado, trae consigo un desafío epocal consecuencia del ciclo de modernización neoliberal. Esto está pasando en toda América Latina. Según el Banco de Desarrollo de América Latina, la emergencia de las clases medias latinoamericanas traerá consecuencias estructurales para la modernización del Estado latinoamericano. Esta emergencia modernizante o al menos reformista está atravesada por la misma condición inicial que describimos. Así como a los criollos les tocó vivir la Revolución Industrial y la difusión del liberalismo entre los países del norte global, a las clases medias latinoamericanas les ha tocado presenciar la revolución en las comunicaciones y experimentar más innovaciones científicas que toda la humanidad reunida. Y ambas élites siguen pensando el proceso modernizador como la inoculación desde el Estado hacia la sociedad civil de ideas sobre la “conciencia nacional”.
En este tiempo histórico, dicha construcción de la nación “por arriba” está atravesada por la modernización económica neoliberal que ha cambiado nuestra estructura de clases de manera tal que las pautas tradicionales del conflicto clasista por intereses materiales se ha traducido en claves más bien práctico morales (Honneth, 2011). Esto, producto de una expansión del crédito, la difusión de una cultura del emprendimiento y la tercerización de la economía. Por lo anterior no es de extrañar que la clase media que accedió al centro del poder institucionalizado y que está relacionada con la generación millenial, y a su vez amplios estratos sociales, comulguen con sistemas de valores “post materialistas” propios de las sociedades post industrializadas. Afecta en su subjetividad la crisis ecológica global y la difusión cultural del norte global. Mientras, por abajo, en las profundidades de las clases populares latinoamericanas, siguen primando los sistemas de valores materialistas propios de una sociedad que aún no transita hacia estándares de desarrollo material suficientes, para, digamos, “pensar en otra cosa” (Inglehart, 2004).
Entonces, la derrota de los sectores progresistas del plebiscito constitucional de Chile paso por que el Rechazo desarrollo una interpretación acorde a los valores materiales de ese pueblo profundo, armonizando sus intereses con los de los sectores económicamente dominantes que habían sido reemplazados del centro del poder por la coalición de izquierda Apruebo Dignidad. Una coalición que, a su vez, llegó al poder sin tener una estrategia de poder, ni un proyecto político aquilatable por la ciudadanía para diferenciar lo nuevo de lo viejo. Hemos mantenido el gobierno sin nombrar aquel modelo de desarrollo alternativo que puede reemplazar al modelo impugnado para solucionar el malestar inorgánico expresado en el estallido social del 18 de octubre de 2019. Este desacople estructural en los sistemas de valores de las distintas capas que componen la sociedad chilena hizo que la operatoria populista de “construir pueblo allí donde no lo hay” fracasara debido a la sobre ponderación del discurso y la subvaloración del trasfondo material. Y la búsqueda de igualdad en el vínculo social que ha manifestado nuestro pueblo, lo llevó a inclinarse más por el texto anterior que conservaba la igualdad mestiza, frente al nuevo texto que resaltaba la diferencia sin lograr efectivamente construir un basamento de igualdad social. A tal punto fue la desatención de la izquierda del deseo de igualdad social de la población, que se dejó a disposición el “significante vacío” que más rédito da en la construcción del sujeto pueblo, la patria, a la opción del Rechazo.
Se estima que para el 2023, dos de cada tres personas consumirán más noticias falsas que verdaderas, por lo que el empedrado solo va a empeorar. Más que quejarse al respecto, la izquierda debe abocarse a enripiar y aplanar el camino para sobrevivir a este primer gobierno luego de la recuperación de la democracia. Si la izquierda chilena hoy en el gobierno, no busca articular un proceso de construcción de hegemonía a partir de la movilización social de masas que le permita dialogar con los valores conservadores enquistados en la “conciencia nacional” de nuestra comunidad política, es muy difícil que pueda conducir los destinos de ella hacia un horizonte de cambio radical al modelo. A lo largo de este proceso el pueblo chileno ha sido consistente en la búsqueda de igualdad en el lazo social. La mesa está servida para una disputa ideológica en función de un programa de transformación de nuestras condiciones de vida materiales. Brindar esa lucha de manera exitosa implica un reverdecimiento urgente de nuestras bases ideológicas que se encuentran hoy gravemente debilitadas para enfrentar la lucha de proyectos desde su raíz, la economía política.
Referencias
Anderson, B. (1993). Comunidades Imaginadas. Londres: Cultura Libre.
Hobsbawm, E. (2010). Nacionalismo y nacionalidad en América Latuna. En P. Sandoval, Repensando la subalternidad (págs. 311-327). Lima: Instituto de Estudios Peruanos.
Honneth, A. (2011). Conciencia moral y dominio social de clases. Algunas dificultades en el análisis de los potenciales normativos de acción. En A. Honneth, La Sociedad del Desprecio (págs. 55-73). Madrid: Trotta.
Inglehart, R. (2004). Modernización y posmodernización. Barcelona: Centro de Investigaciones Sociológicas.