Briceño, el escritor que no escribe, se preguntó en la soledad de la línea férrea si capturar el autógrafo de un escritor es relevante o si es requisito de un escritor de los buenos ser, aparte de inteligente, entretenido. Ambas cosas habían sucedido. Estuvo con un escritor entretenido a rabiar y, además, le dio su autógrafo. Ni más menos que Ricardo Piglia, uno de los grandes.
El narrador argentino estuvo de paso por Talca para recibir el premio José Donoso que entrega la Universidad que lleva el nombre de la misma ciudad. Premio considerable, pero con parámetros a veces desconocidos o por lo menos extraños: Wikipedia nos muestra en la lista de premiados a Isabel Allende y a Ricardo Piglia, narradores con distancias abismales.
Luego de las nunca breves palabras de las autoridades que organizan el premio, vino el turno del esperado Súper Borges. Se le veía viejo y cansado, además afectado por un catarro que lo hacía extraer su pañuelo blanco del bolsillo derecho cada 10 minutos. Como decía, algo demacrado, y por un momento, Briceño, el escéptico, pensó en marcharse para seguir con el recuerdo de las grandes lecturas del Súper Borges y no con la conferencia dictada por un convaleciente, a la manera de Volodia, un año antes, en el mismo lugar.
No obstante, se quedó. No todos los días se está con un escritor de verdad, de esos que crean un libro sublime y potente como “Respiración artificial”, de esos que son plagiados por premios, de esos que, como declara Briceño: “Por respirar Literatura, sus enemigos los quieren matar con ataques de analfabetismo”. No se equivocó, Piglia, ágil y sonriente se puso en pie para comenzar con la conferencia calificada por nuestro genio de “altamente estimulante” y titulada: El arte de narrar.
No es propósito de este panfleto transcribir las palabras del Súper Borges, sin embargo, Briceño nos indica varios puntos interesantes. Primero, con un tono trasandino agradable, sin caer en la soberbia verbal, Piglia enseñó a diferenciar lo que es la mera información de lo que es el relato de una experiencia, cuya distancia marca lo que es describir datos de lo que es literatura. Segundo, generoso, nos calificó a todos los humanos de narradores, siempre con la necesidad de “contar” y al querer contar, se insta al interlocutor a replicar con otro cuento. Generoso, insiste el genio, imagínense a todos y cada uno de nosotros haciendo literatura por lo menos 10 veces al día. Pero no es tan fácil, corrige Piglia, cuenta Briceño, lo importante es tener la capacidad de hacer que lo que se relata sea interesante para el que oye, pues generalmente lo narrado afecta de una manera especial al emisor, sin embargo para el receptor, un receptor impaciente, un receptor distante, puede ser la gran banalidad, el gran aburrimiento.
El relato colectivo en los años setenta de un tren repleto de ataúdes que cruzaba una estación, en plena dictadura trasandina, fue juzgado de maravilloso y atroz por el Súper Borges. Podía significar el entierro de los desaparecidos (poco probable) o la premonición de los caídos en Las Malvinas. Briceño, con lágrimas en los ojos, creyó ver en Piglia lo que los católicos creen ver en los santos: un elegido, un tipazo, un gigante que todo lo puede, en este caso, que todo lo puede escribir.
Y en la soledad de la línea férrea, sólo acompañado por el atardecer, rememoró el instante preciso en que Piglia le autografió “Formas breves”. Contrario a lo que pensaba, finalizada la conferencia, Piglia quedó en el casi absoluto abandono. Esto es una falta de respeto, espetó Briceño, el justo. Nadie en este soberano auditorio ha leído a Piglia. Apenas un funcionario de corbata con un libro, apenas una niña pidiéndole una fotografía. Agreguemos, cuenta el omnipotente intelectual, que el presentador le quitó 15 años de edad y elogió la obtención años atrás del Premio Planeta por el Súper Borges, omitiendo, por supuesto, que un tribunal argentino dictaminó que el concurso tuvo irregularidades escandalosas.
Se acercó a Piglia nervioso y sonriente, mudo, y le acercó el libro. “Pues un gusto, no hay problema ¿Cómo te llamas?”. Luego (el genio ya tranquilo), charlaron de la manera correcta de tomarse fotografías. Jamás rías, dijo el Súper Borges, eso te hace parecer un imbécil. Siempre serio y mirando al vacío, como queriendo decir o reafirmar la frase: “la risa abunda en la boca de los tontos”. Naturalmente, Briceño, el sabio que no aprende, fue retratado junto a su ídolo de lo más sonriente.
Para León
Un recuerdo cordial de mi paso por Talca.
Amistosamente,
Ricardo Piglia
Marzo/ 2006
Se despidieron alegremente. Piglia viajaba a Las Cruces para encontrarse con Parra y el paradigma del conocimiento retornaba a su casa a pie, meditabundo.
¿Valió la pena obtener su autógrafo? Repitió Briceño, el filósofo de los basurales, mientras con la yema de sus dedos rozaba delicadamente el lomo de “Formas breves”. Lo más probable es que sí, pero no sé por qué, respondió. Quizás lo único que valga la pena sean esos minutos con el Súper Borges, el recuerdo de haber tenido un cara a cara con uno de los grandes.
Luis Herrera es académico de cultura y lenguaje. Ha publicado algunos artículos científicos y libros: «Comunicación interna» (poesía y fotografía, libro digital); «La lámpara de Kafka & otros cuentos» (cuentos, ed. Inubicalistas); «Diccionario de neologismos, disfemismos y locuciones usuales» (lexicografía, ed. Inubicalistas); «Antología de poetas Pero en Talca». Vive con su compañera María Jesús, sus hijas Violeta y Gabriela, su gata Gaspa y su perra Frida.