Óscar Martínez reflexiona en ‘Los muertos y el periodista’ (Anagrama) sobre su oficio en una realidad plagada de amenazas, censura o normalización de la violencia.
En 2015, El Salvador marcó un récord que no solo era llamativo para la región, sino que superaba números hasta de zonas en guerra. A lo largo de esos 12 meses se contabilizaron 6.656 homicidios, con una cuota de 103 por cada 100.000 habitantes. Una cifra que ha ido descendiendo progresivamente, pero que todavía resulta espeluznante: 5.276 en 2016, unos 4.000 en 2017 o cerca de 1.350 en 2020, pleno año pandémico. En estas coordenadas se enmarca el trabajo de Óscar Martínez, reportero de este país centroamericano en el diario El Faro.
Con sus crónicas de largo aliento, sus investigaciones y su transitar continuo de un lado a otro — que incluye naciones como Honduras, Guatemala o México— trata de explicar la realidad próxima y de lograr un objetivo aún mayor: descifrar los motivos de la violencia, tan normalizada por sus compatriotas. Ahora, gracias a ese bagaje, ha publicado el ensayo Los muertos y el periodista, editado en España por Anagrama. Funcionan sus páginas como un manual de ética deontológica y como una inyección de entusiasmo por el oficio.
Martínez (San Salvador, 1983) ilustra lo que le rodea, alude a su propia experiencia y reflexiona sobre los interrogantes clásicos del gremio sin autocompasión ni cainismo. Simplemente libera preguntas, plantea dudas y expone sus propias opiniones, que se ajustan a un lugar concreto del planeta, pero se extrapolan a cualquier profesional, en cualquier momento. El periodista contesta desde México, con generosidad en sus observaciones y sacando huecos en medio del trajín rutinario: una tarea harto complicada.
Quiere escribir de la «gente que abunda». ¿Se la tiene habitualmente en cuenta en el periodismo o se la deja de lado, a pesar de usar la típica coletilla de «dar voz a quienes no la tienen»?
Es importante escribir de la gente que abunda. No tengo ninguna duda en que el periodismo se centre en hablar de ellos, al menos en América Latina. Esa gente son los sectores populares, las clases obreras, los que no tienen un salario al mes. Sin embargo, creo que escribimos de esa gente como si fueran la periferia, lo exótico. Hacemos un paracaidismo de la tragedia: cuando hay una masacre o una pandilla trunca una fiesta, cuando hay una crisis y se van miles de esas personas en caravana…Deberíamos verlos no solo como seres de zoológico a los que visitamos, y hacer entender que no hablamos de la periferia: esas son nuestras sociedades. También somos nosotros, los privilegiados que tenemos cada día garantizado el almuerzo, la comida y la cena. Debemos llevar la máxima de Alma Guillermoprieto de que tenemos que entrevistar a cada persona como si tuviera cinco millones de dólares para demandarte. Tendemos a buscar historias lacrimógenas, a hacerles víctimas o victimarios, con muy poco respeto. Buscando la plástica y no el contenido.
¿Qué pasa cuando el ojo por ojo es algo más? ¿Cómo debe cubrirse algo que suele reducirse en «ajuste de cuentas»?
Cuando el ojo por ojo es algo más, cuando eso se convierte en una forma de subsanar los errores de un país, cuando el Estado ha estado tan ausente como en Guatemala, Honduras, México o El Salvador, se crea una dinámica violenta. Y si no se resuelve eso, los vacíos de poder siempre se llenan. Y en estos casos, sociedades violentas, sin procesos de reconstrucción de paz, se llenan de procesos violentos. Y eso convierte las sociedades en violentas. La impunidad deriva en violencia. Lo he visto en 13 años de cobertura. ¿Qué es lo que creo que el periodismo puede hacer? Explicar más allá del muerto que está tirado en la esquina, de los cuerpos que quedaron después de una masacre. Contar por qué ocurrió eso, quiénes fueron los actores, cuál fue la omisión estatal que permitió que sucediera, qué tan seguido pasa, quiénes eran esas personas, por qué estaban metidas… Eso es lo que intento hacer con los libros: desentrañarlo.
«Nuestro trabajo no es solo estar, es entender, dudar, cuestionarse…» ¿Es esa la tónica habitual en los periódicos o se echan de menos esos verbos?
No sé si la tónica habitual es esa. No creo. Los principales periódicos han tenido enormes errores nefastos durante los conflictos armados. En El Salvador, sirvieron de vocería de las clases oligárquicas y de las dictaduras militares. Tachaban a los contrarios de comunistas. Incluso a Monseñor Romero, que ahora es santo de la Iglesia católica.
En algún momento, los principales periódicos han sido máquinas de demoler cerebros, de destruir intenciones nobles periodísticas, de convertir a jóvenes entusiastas en viejos apoltronados en barcos que van a la deriva. No digo que todos los periódicos estén llenos de mediocres, digo que en mi experiencia ha sido una cuesta arriba en lugar de una lanzadera. Muchos, voy a hacer una generalización, se han tratado de convencer de que escriben a jóvenes idiotas, que no tienen más que cinco minutos para leer una nota. Me rehúso a creer que la gente no está dispuesta a leer un material profundo. Y quizás esa es mi tumba periodística.
En El Salvador y otras partes de la región se ha normalizado la violencia y cada día se publican las cifras abultadas de muertes en los medios, sin que provoquen ningún cambio. ¿Ha pasado lo mismo con la pandemia?
La normalización de la violencia es una palabra que no me gusta. Parece que quiere decir que la gente la asume como normal y lo veo más como que la sigue padeciendo, teniendo en cuenta unos códigos en los que te va la vida, como por dónde caminar o no y cómo responder a una escena violenta en la calle, o saber quiénes son los grupos dominantes en tu ciudad. En Centroamérica hay gente que no vive en un país, sino en pedazos de ese país. Que sabe que ir de un lado a otro puede ser una pena de muerte. Creo que la pandemia lleva poco tiempo para que adquiera esas características de integración, de naturalización a la vida asumible. Fue un hecho tan fuerte que nos marcó, pero no me atrevería a compararlo con el nivel de profundización del ADN que tiene la violencia en nuestras sociedades.
Afirma que «hay que encontrar las voces necesarias» para un reportaje. ¿Cómo se sabe cuál es válida y cuál no?
Hay dos prerrogativas que yo he tenido, con suerte. La primera es tiempo, que me lo daban si era necesario y la premisa era ambiciosa. Y, luego, tengo el privilegio de discutir mucho con pares iguales, que también están dedicados exclusivamente a estudiar esto. Y me refiero a esto porque así se determina cuál es la fuente adecuada y no solo eso: para poder acercarte y que entiendan que los comprendes. Como un pandillero o un migrante. Eso implica que tengas la cabeza amueblada, no con formalismos, sino con su entorno, que hayas podido hacer entrevistas previas, leer, documentarte, ver vídeos… Estoy seguro de que nadie le cuenta nada profundo a una persona ingenua. La única forma de aproximarte a una fuente y generar una relación profunda implica dos conceptos: conocimientos y honestidad.
¿Cuál es la relación entre el periodista y la fuente, si cada uno busca un interés?
Tiene que ser honesta, aunque suena a algo dicho. Puedes encontrarte con quien mata o la madre de un asesinado que quiere justicia. En ambos casos son intereses muy diferentes. ¿Cómo balanceas esto? Al final, devuelven a lo básico, a la masa del periodismo, que es ser honesto y saber con quién vas a hablar y qué quieren. Con la fuente y contigo mismo. Necesito construir un sistema que no sea de intercambio, de dar algo a cambio. Tiene que haber un resquicio de querer contar esa historia. Y el periodismo no está solo está nutrido de víctimas, sino de asesinos. Cuando uno de estos es tu fuente, yo le protejo. No lo justifico, pero intento que no se sepan sus enemigos que estoy hablando con esta fuente.
Habla de la honestidad en el oficio. ¿Suele encontrarse? ¿Qué significa realmente? ¿No traicionar, no mentir
Tengo la suerte de estar en muchos grupos de colegas que no están desnaturalizados de esta honestidad. Todos, varias veces, hemos fallado, hemos flaqueado. Yo no puedo prometer hacer justicia. El que lo haga es un patán. La promesa es luchar por la historia, volver, llamar a 60 puertas… Gran parte es trasladar eso a una fuente que, sobre todo en esta región del mundo, no comprende. No les hemos explicado qué es el periodismo. Creen que son gente con una cámara que filma cuerpos y no van a contar ni por qué. Es el concepto que tienen porque es lo que les dan para consumir. Hay que mesurar nuestro entusiasmo a la hora de prometer y contar con palabras claras qué es lo que vamos a hacer.
«El periodismo es un acto sin aspavientos». ¿Es la imagen que se da del oficio en el día a día?
Me refiero a que, muchas veces, contar lo que es un asesino o cómo han secuestrado a alguien es un acto sin aspavientos. Es contarlo de una manera cotidiana, contar lo extraordinario sin dejar de contar lo infraordinario. Porque el periodismo se trata de narrar realidades, no de construir marcianos. Y a veces escribimos cosas inverosímiles que ponen a un asesino como alguien que mata todo el rato y a una víctima como una blanca paloma. Eso se consigue con tiempo, considerando que es un trabajo intelectual, no de estar en el sitio y la hora adecuada: eso es para los pizzeros o los taxistas.
Dice que hay que relativizar la mirada. ¿Es eso tomar perspectiva o contextualizar?
Es un poco utópico, pero se trata de acercarse a un tema sin prejuicios, sin apriorismos. De despojarte lo más posible de tus juicios previos. Como pensar que alguien es malo o que un narcotraficante lo es solo porque le gusta la vida fácil. Esa persona ha sido víctima. Quitarse prejuicios de tu clase, de tu raza. Poder ver con las herramientas que te otorga el entorno, conocer la historia y los antecedentes antes de sacar conclusiones. Poner por delante la investigación de las conclusiones. Suena muy absurdo, pero muchas veces no se hace. Y repito: es muy utópico.
¿Hay periodismo sin emoción? ¿No valen los cínicos?
Sin duda: no puedes acercarte como un blanco conejo a ciertas cosas. En ocasiones tienes que ser muy directo, muy procaz, pero no cínico. Yo no trabajo de salvar vidas, sino de contar historias, y a veces lo tienen que saber, pero no sé si cínico es el adjetivo, porque hay que tener también descaro hasta para decirle a un gobernante que robó y tienes las pruebas. Intento desmenuzar la palabra, porque creo que se contrapone con un buenismo que no es lo opuesto.
En relación a los que denomina «safaris periodísticos», se mezclan dos sentimientos: son un poco sensacionalistas, pero sirven para exponer una realidad a menudo desconocida. ¿Son necesarios, aunque se queden en la superficie?
No son necesarios. Hay ejemplos, como la foto de Kevin Carter y el niño con el cuervo, que no son de amarillismo. Es la representación de un grupo de gente que está sufriendo eso. Por eso es memorable. Lo que es amarillismo es mostrarlo sin saber para qué, solo como una experiencia visual, sin sentido. No creo que ni al periodista ni a los lectores les traiga alguna ventaja.
¿Cómo se sabe cuándo parar?
Mi conclusión, aunque tengo pocas nociones, es que lo tienes que hacer cuando ya eres incapaz de encontrar. Cuando estás tan saturado que no eres capaz de renovar la mirada, de ver desde una óptica diferente. Estoy seguro de que hay muchas más respuestas, pero no las he descubierto.
Concluye con el papel del periodismo, que ha de ser «útil». ¿Es un oxímoron?
Es útil, sin ninguna duda. La cuestión es si lo es desde una forma romántica o de la forma que quisiéramos. El periodismo no cambia la realidad. ¿Por qué? Porque las sociedades en las que vivimos son impunes, violentas, y el periodismo no cambia las cosas que bailan a un ritmo diferente. Pero sí lo hace a un ritmo que he aprendido a detectar. Y me sirve eso. No lo hago por deporte.