El término “marrano” es un concepto acuñado en los reinos de Castilla y Portugal entre los siglos XV y XVI para individualizar a aquellos judíos, y a su descendencia, que se vieron amargamente forzados a convertirse al cristianismo. Por eso mismo el concepto de “marrano” deja entre ver una sospecha que no es de menor cuantía, a saber, que esos conversos recientes tienen un catolicismo fingido. Los “marranos”, a pesar de su conversión al cristianismo, continuaron practicando en la clandestinidad tanto sus costumbres como su religión. El hispanista francés Israël Salvator Révah define al “marrano” como «un católico sin fe y un judío sin saber, aunque judío por voluntad». En este sentido, entonces, el “marrano” es aquel que hace una disociación entre lo público y lo privado, sin que ello le concite alguna contrariedad, sentimiento de culpa, o algún tipo de cuestionamiento ético o moral. Por ello mismo el “marrano” se comporta de un modo bien particular, esto es, en lo público y para el público, se acomoda al comportamiento exigido, realiza los ritos que se acostumbran y se deja, incluso, suministrar los sacramentos. Sin embargo, en su fuero más profundo, nunca ha dejado de ser lo que es. Pero sabe que necesita de un espacio para el cultivo de su propia y verdadera identidad, y es ahí donde recurre al espacio privado, al lugar donde puede, y en derecho, según él mismo, puede hablar en nombre propio. En el espacio privado, entonces, deja de ser un “personaje” -palabra que en griego clásico significa “máscara”- público, para dedicarse a ser sí mismo. En conclusión tenemos que, en muchos casos, la sabiduría popular no se equivoca al hacernos la advertencia de que “moro viejo nunca será buen cristiano”.
Tenemos entonces que un “marrano” es aquel sujeto que tiene una doble vida: por un lado pública y por otro privada. En la vida pública es un “personaje” que actúa, según se ve exigido por las condiciones, a declamar una serie de valores que en privado desmiente; que es protocolarmente correcto según las exigencias, insisto, a las que se ve expuesto, pero que en rigor, esto es, en su fuero interno, no desea practicar.
Si recordamos, la vocera de gobierno Ena Von Baer, en el programa Medianoche de TVN, y en relación a los dichos que provocaron la aceptación de la renuncia del, ahora, ex Embajador de Chile en Argentina Miguel Otero, ésta señalaba que «Nosotros lo dijimos con mucha claridad, los dichos del ex embajador no son compartidos como dichos del Gobierno, en eso fuimos sumamente claros. Fueron declaraciones personales. Acá, el Gobierno separó aguas». Si atendemos bien a sus palabras podemos llegar a la conclusión que estamos ante una declaración “marrana” que “separa aguas”. En el fondo, la vocera de Gobierno ha querido decir que “la declaración privada de ese funcionario público no es coincidente con la declaración pública que hace el gobierno en su conjunto en la esfera pública. Lo cual en modo alguno quiere decir que en plano de lo privado se tenga, a pesar de ellos mismos como funcionarios públicos, plena y cabal coincidencia”. De hecho la aceptación de renuncia de Otero a su cargo diplomático ha sido por unas declaraciones de principios privados, que no debieron, según la lógica “marrana”, ser expresadas en orden público, tanto en cuanto que se ejerce un cargo político. Como se puede ver, el problema, para éstos, se ha suscitado sólo por una cuestión de «forma» pero no de «fondo».
La marrana clase política chilena se ha venido maquillando desde hace tiempo como demócratas a quienes in sensu estricto no profesan un credo distinto, ya nos recordaremos de la imagen nefanda que ofrecía el dictador vestido de “civil” con su vistosa “perla” en la corbata para el plebiscito de 1988. La imagen que, ahora mismo, en tiempos de la última elección presidencia se dejaba entrever a un Sebastián Piñera en medio de una manifestación a favor de la opción NO para ese mismo Plebiscito donde el general corrió solo y perdió. Insisto en decir que, para muchas cosas, y entre ellas la política, la sabiduría popular es buena consejera, para lo ya dicho bien cabe recordar que “el hábito no hace al monje”.
Por Martín Ríos López
Doctorando en Filosofía
Universidad Complutense de Madrid